No hay nada nuevo en los terrores del fin del mundo. El fin del mundo siempre está a punto de comenzar y no ha dejado de anunciarse, soñarse, temerse y anhelarse desde que el cerebelo de los homínidos fue capaz de abstraerse de la chuleta del mamut y proyectarse en el futuro. Hemos empleado muchísimo tiempo en soñar el fin de los tiempos y es muy dudoso que abandonemos algún día tan placentera ocupación. Los únicos cambios en esta materia – en la imaginación de una catástrofe definitiva, ilimitada, insuperable – están en nuestras capacidades tecnológicas para fabularla, simbolizarla, difundirla. El recorrido que media, en fin, entre un zarrapastroso profeta cubierto de pulgas en las tierras de Mesopotamia y las películas del abominable Roland Emmerich. El sustrato de estas pesadillas de deleite, sin embargo, tiene un fondo moralista, y por eso están embadurnadas de una inacabable fascinación. Es monstruoso, es terrible, es patético, pero el fin del mundo, sobre todo, es fascinante. El fin del mundo es liberador.
El fin del mundo es siempre el aldabonazo final de un merecido castigo. Hace siglos, o milenios, se trataba del castigo a los hombres por amenazar o desobedecer a los dioses y a sus caprichosos reglamentos. En la actualidad, en cambio, el castigo recae sobre culpas más explícitas, hasta el punto de que son los mismos hombres los que detonan el apocalipsis: destrucción del medio ambiente, guerra nuclear, agotamiento de los recursos naturales. Cuando no es así, y todavía se recurre a un agente externo y arbitrario, como un meteorito, el relato nos muestra con mayor o menor ambigüedad lo merecido que lo teníamos: se detienen las guerras, rezan comunitariamente todas las religiones, los líderes se cruzan mocosos mensajes por teléfono, pero ya es demasiado tarde. El fin del mundo aporta una simplificación moral propia de una catarsis sumamente gratificante y purifica como una gigantesca hoguera de San Juan.
El mejor relato del fin del mundo lo escribió Ray Bradbury, para el que el mundo acabó, precisamente, este año 2012. En la noche una pareja no puede dormir y, al cabo, se comunican lo que ya sabían: todo terminará esa noche. Hablan apaciblemente, quizás con una pizca de melancolía, pero sin angustia ni temor. Se abrazan y guardan silencio. Al cabo uno se levanta de la cama y se ausenta un par de minutos. “¿Dónde fuiste?”, le pregunta el otro. “A cerrar un grifo. Goteaba”. Ambos se ríen un buen rato y luego se abrazan de nuevo, más tiernamente todavía.