«Dejemos el pesimismo para tiempos mejores», rezaba una pintada en México, según afirma Eduardo Galeano, el mejor catador de pintadas de la literatura latinoamericana. En el cieno de la crisis socieconómica – y más solapadamente, política – en el que estamos sumergidos desde hace años conviven dos actitudes igualmente enervantes y que, retomando una vieja taxonomía de Umberto Eco, podríamos denominar apocalípticos e integrados. Los apocalípticos ofrecen un inequívoco aspecto profético, y como a todos los profetas, adoran el futuro y detestan la esperanza, y militan regocijadamente en el acabóse: lo mejor que puede ocurrir es que todo esto se vaya escatológicamente al diablo, porque solo entre las cenizas y cascotes, entre las calamidades y sufrimientos, podrá levantarse un futuro justo y benemérito cuyas raíces no estén podridas. Los integrados, en cambio, entienden la presente como una crisis sin duda grave, pero que se superará con el paso del tiempo, y más vale no tocar excesivamente las narices de ningún sector, ni hacer experimentos políticos, administrativos o económicos arriesgados, ni cuestionar, por supuesto, las bases de lo que hemos sido hasta ahora. Ninguna de las dos posturas tiene que ver, en el fondo, con posicionamientos optimistas o pesimistas. Hoy es un deber ser pesimista – un pesimista razonable y razonador – en Canarias. Y si uno se pone gramsciano, el optimismo de la voluntad tiene que basarse, paradójicamente, en un análisis descarnadamente realista de la razón.
El último libro de José Carlos Francisco, La reforma necesaria. Canarias ante la crisis de nuestras vidas ofrece el análisis de un economista que ha ejercido importantes responsabilidades públicas, pero que ha tenido que sobrevivir como empresario en la realidad de la competencia y que, hace muy pocos meses, se ha convertido en el presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales en la provincia santacrucera. Por supuesto, Francisco es un autor que quiere que su libro se compre y se lea, pero teniendo en cuenta las particularidades del mercado editorial canario, en realidad lo que mueve al exconsejero de Economía y Hacienda es la curiosidad intelectual, las demandas analítica de su profesión y, aunque no lo reconozca, cierta voluntad de servicio. Tres años soportando una tormenta económica, social y laboral aterradora, y son muy pocos los materiales sólidos, las visiones argumentadas, con los que contamos para el debate de los orígenes, el desarrollo y las hipotéticas estrategias de superación de la crisis en el espacio público canario. El valor más inmediato de La reforma necesaria está en su misma aparición, sin desdeñar la sosegada agudeza del autor, su voluntad de desmontar algunos tópicos y lugares comunes de peso granítico y sus mismas propuestas de futuro.
Uno de los rasgos más interesantes de La reforma necesaria es su empeño, no por pachorrudo (a veces) o irónico (otras) menos evidente, en señalar que la crisis económica en Canarias tiene rasgos propios muy acentuados, y que esta catástrofe ha revelado las debilidades de las estrategias de crecimiento económico consagradas en el Archipiélago y las torpezas y frivolidades que han caracterizado la evolución organizativa y cuantitativa de las administraciones públicas canarias. Al respecto el autor realiza en ocasiones observaciones casi antropológicas. Es cierto que en el empresario ha tenido muy a menudo mala prensa en las Islas, como señala Francisco, aunque el autor no se detiene a buscar razones históricas y sociales para explicarlo. Uno no cree que el isleño tenga precisamente genes anticapitalistas. Quizás la explicación (al menos una explicación parcial) está en que, con todas las excepciones históricas de rigor, los empresarios emprendedores son una novedad de los últimos cuarenta años, y que durante muchísimo tiempo se entendió como empresario a los importadores de bienes de consumo o a los exportadores agrícolas ligados al control de la propiedad de la tierra y el agua (y a veces coincidían ambos roles en nuestro pequeño país). No parece muy extraño que no gozaran de una amplia popularidad. Francisco también señala la creación de una casta de nuevos mandarines, que identifica con el funcionariado canario, y aunque los datos que proporciona sobre el desorbitado crecimiento de las plantillas son incontestables, se me antoja que la comparación histórica –admitiendo incluso su carácter humorístico – no es muy acertada. Primero, los mandarines tenían que sudar tinta (china) para aprobar unas pruebas de acceso durísimas que llevarían al suicidio al más bregado opositor a Notarías en la actualidad. Y en segundo lugar, solo a una reducida élite del funcionariado canario podría entenderse como un mandarinazgo a veces excesivamente próximo al poder político – desde los años noventa los jefes de Servicio ocupan la plaza como cargos de confianza – y otras, en cambio, como piezas que ralentizan, obstaculizan o desactivan las decisiones de los políticos de turno que gobiernan aplicando un programa elegido democráticamente. Por eso, en España y en Canarias, la reforma de las administraciones pública, su racionalización operativa y organizativa, debe estar acompañada necesariamente de una reforma de la Ley de Función Pública.
Canarias, apunta José Carlos Francisco, ha retrocedido prácticamente diez años en términos económicos. Nuestra renta per cápita es la misma que en 2003 y el PIB en términos absolutos fue en 2010 el mismo que el de 2007. Sus previsiones para situarnos en un estadio similar al de finales al 2007 “nos llevan a un camino largo y tortuoso: 2013 (PIB global) y 2017 (PIB por habitante)”. La recuperación del mercado de trabajo ofrece unas expectativas igual de lentas y débiles: tardaremos aun cinco años o seis años…en alcanzar los niveles de desempleo de mediados de 2007, cuando casi 90.000 canarios carecían de un puesto de trabajo. Gestionar este amplio desempleo de larga duración parece milagroso sin riesgo cierto para la cohesión social del país. ¿Reformas? En el análisis de Francisco – que en ocasiones las plantea directa y otras indirectamente — la inmensa mayoría de las mismas corresponde implementarla a los poderes públicos: racionalización de las administraciones y de sus costes, renuncia a lo que entiende como furibundo intervencionismo en materia de planificación territorial y turística, que trae como consecuencia una proliferación selvática de leyes y normativas y códigos que asfixian demasiadas veces cualquier iniciativa o innovación empresarial, ampliación de la participación privada en los sistemas públicos de educación y sanidad. Es el recetario, inteligentemente expuesto y salpimentado una ironía benedictina, de un liberal que, como todos los liberales, incluso los más inteligentes, entiende que las leyes del mercado están inscritas en el movimiento de los astros, y sus consecuencias sociales negativas son, sin duda lamentables, pero que en todo caso nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.
Una de las enormidades – al menos muy discutible –del diagnóstico del autor es que Canarias está regida nada menos que por modelo de economía planificada. La bicha maligna que más estremece a Francisco es la ley de directrices – por no mencionar la moratoria turística – que supuso “cruzar el Rubicón de un modelo de planificación económica, territorial, urbana y medioambiental que, sin alcanzar proporciones de ingeniería social, sí supone una intervención en los recursos de proporciones gigantescas, con resultados claramente opuestos a los defendidos en su redacción”. Afortunadamente, el autor, después de denunciar esta patología casi soviética, aclara que la solución no puede estar “en un golpe de péndulo que establezca una desrregulación a ultranza”. Menos mal. También son llamativas las observaciones que realiza sobre un Estado de Bienestar que ve condenado inapelablemente a una delgadez tísica en los próximos años y décadas, o la imperiosa necesidad, a su juicio, de nuevas reformas laborales, introduciendo mecanismos de bonificación para rebajar las cotizaciones sociales a cargo de la empresa y flexibilizando los requisitos de contratación (y no obsesivamente los de despido). Francisco, hace un par de años, fue uno de los adalides de introducir medidas a favor de un nuevo modelo de relaciones laborales, lo que se ha llamado flexiseguridad, que no sin cierta razón rechazan desconfiadamente sindicatos y fuerzas de izquierda. La flexiseguridad funciona bien en países prósperos y competitivos como Holanda o Austria, entre otras razones, porque su amplia cartera de prestaciones social lubrica las dificultades y limitaciones de los trabajadores acogidos a la nueva fórmula (desde transportes gratuitos hasta guarderías públicas).
Con todo, la reflexión central de La reforma necesaria es la que proyecta sobre la estrategia de desarrollo económico del Archipiélago, que para Francisco seguirá basado inevitablemente en el turismo. Un turismo de calidad, que sin renunciar al sol y a la playa aprenda a diversificarse desde la excelencia vendiendo ocio, espectáculos y hasta casinos, un turismo en el que se inyecte valor añadido y que debe seguir siendo el motor de la economía regional, con un conjunto de actividades periféricas y complementarias merecedoras de estímulo: actividades logísticas con la vista puesta en China, Brasil y África, energías alternativas, transportes y, convenientemente redimensionada por las propias circunstancias, la construcción, ahora mismo en estado catatónico. La principal alerta de Francisco – y esta advertencia recorre casi todas las páginas del libro – es que el mundo ha cambiado, está cambiando y seguirá cambiando aceleradamente en el futuro. Es un mundo policéntrico con una economía globalizada que desarrolla y se desarrolla a través de la competencia y las redes de información. Canarias debe tomar sus opciones y hay muy poco tiempo que perder. En este sentido al menos la crisis puede ser una oportunidad para tomar decisiones sobre las que vertebrar un proyecto económico y social renovado, lúcido y sostenible. Y para eso – y esto ya no entra en los análisis económicos, por supuesto –resulta imprescindible debate, consenso y asunción de responsabilidades compartidas. Es una de las virtudes no menores del último libro de José Carlos Francisco: ofrecernos su diagnóstico como un espejo donde le podemos discutir muchas cosas, pero no el rostro de nuestra responsabilidad.
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