Preguntar sobre el exacto estado de salud del presidente de la República – ni un miserable diagnóstico se ha facilitado durante año y medio – exigir transparencia informativa y cumplimiento estricto de la Constitución diseñada por el propio régimen, denunciar la estrafalaria, cuando no indigna y mentecata, sucesión de falsedades sobre la capacidad del comandante para dirigir los destinos del país: todo esto son pecados de lesa patria, intentos canallescos de desestabilizar el Estado, elementos de una conspiración para acabar con la gloriosa revolución bolivariana. El presidente de facto, Nicolás Maduro, lo dejó claro al mediodía del martes: todos los traidores pagarán su culpa más temprano que tarde. Lo peor, como suele ocurrir en estos casos, es que la definición de traidor se la reservan Maduro y sus compañeros.
La coincidencia ha sido fatal. Simultáneamente se muere el fundador y líder carismático del régimen y el país entra en una aguda crisis económica merced a una gestión demencial, voluntarista, ciega a las cuatro reglas aritméticas, carente de la más modesta inteligencia estratégica, confiada hasta el paroxismo en el abuso de las reservas petroleras. El manual más elemental indica en estos casos lo que hay que hacer para cohesionar, disciplinar y galvanizar a los partidarios: toda la responsabilidad recae sobre el enemigo exterior y sus lacayunos cipayos en el interior. Si hay desabastecimiento, inflación, subempleo, ineficiencia técnica y violencia callejera tales anomalías no tienen otra procedencia que una conspiración internacional. Para intensificar esta soflama Maduro la ha proyectado, incluso, sobre la enfermedad y la agonía de Hugo Chávez: el presidente se está muriendo porque alguien lo ha envenenado, alguien le ha inoculado una enfermedad mortal, alguien ha acabado con él premeditada y cruelmente. ¿Cómo Chávez iba a contraer un cáncer? ¿Chávez, la reencarnación de Bolívar, el Martí redivido, el invencible alma del pueblo? Solo se explica por las maquinaciones infernales del Imperio.
La tentación de prenderle candela al país en la transición entre Chávez y el chavismo institucionalizado es peligrosamente seductora. El chavismo, sin la autoridad, la inteligencia política y los equilibrios internos que ejercía Hugo Chávez, luchará por su supervivencia acorralado por las mismas torpezas políticas y económicas que ha creado durante catorce años ininterrumpidos de poder casi omnímodo con sus contradictorios logros sociales y su insaciable apetito autoritario.