Nos gustan las películas de mafiosos porque muestran una abigarrada verdad: nadie es inocente, el bien y el mal se abrazan en cada vuelta del camino, aunque no haya salvación deben haber lealtades si no queremos volvernos locos. En la mitología pop contemporánea subyace que los mafiosos somos nosotros y que todos somos mafiosos. Para sus responsables (novelistas, cineastas, guinistas) las mafias son instrumentos de exploración moral. La fascinación que despiertan parte de una experiencia común. Cada grupo de amigos es una pequeña hermandad mafiosa, cada familia conserva en su interior, como un fuego minúsculo pero inextinguible, un núcleo de lealtades y reciprocidades patológicas que está por encima de cualquier cosa. Yo por mi hijo mato, puede decir una folklórica por la tele, y la gente asiente comprensivamente. No tienes otro remedio: lo llevas incrustado en los genes. Pero es una fatalidad que se asume con convicción, con fiereza y a veces con orgullo.
La mafia es el terreno de la ambigüedad y la riqueza equívoca de lo ambigüo convierte el fenómeno mafioso (y su recreación narrativa o fílmica) en algo irresistible. Los mafiosos son odiosos, pero tienen su corazoncito. Los mafiosos son capaces de matar por la comisión que obtienen de una lavandería en el barrio, pero sus esposas llevan la ropa sucia de sus chicos a esa misma lavandería y el Don puede llegar a regalar unos patucos al bebé de su propietario si lleva muchos años bajo la protección (el chantaje) de la Familia. El mafioso tiene la amabilidad de transparentar el origen preciso y los mecanismos de consolidación y expansión del poder: el dinero, la extorsión, la amenaza, el miedo y, en último extremo, la sangre misma. No es como un banquero, un gran empresario o un dirigente político, que mienten miserablemente para ocultar su poder e inventan recursos para edulcorarlo, camaleonizarlo, enhebrarlo con hilo de seda y aguja de oro a la legalidad. El mafioso, por último, metaforiza la ascensión fulminante y la caída del poder (para lo cual a veces basta un balazo) y va madurando como una fruta perversa en la zozobra permanente en la que vive, aunque oculte su agonía, su fatalismo, tras miles de corbatas o una sonrisa carnívora o una mirada helada que congela las vísceras ajenas antes de trocerlas profesionalmente.
James Gandolfini fue y será para siempre el mejor canalla que ha circulado atormentadamente por la pantalla porque en su personaje, Tony Soprano, sintetizó con precisión admirable todas las contradicciones y paradojas del mafioso, es decir, de todos y cada uno de nosotros. A su lado don Corleone fue un matón melancólico que jamás se atrevió a mirar su verdadero rostro en el espejo.
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