Uno de los rasgos más curiosos de La Transformación, el último libro de José Carlos Francisco, es la carencia de cualquier referencia a la gobernanza de Canarias, en especial cuando el autor propone un conjunto de reformas estructurales y sistemáticas. Desde luego, puede alegarse que se trata de un libro de reflexiones económicas, de los análisis y las propuestas de un economista, pero Francisco – que ha desempeñado relevantes responsabilidades políticas en el Cabildo de Tenerife y en el Gobierno autonómico – no puede ignorar que no se trata, únicamente, de tomar nota de lo necesario y de emprender lo urgente, sino de consensuar política y jurídicamente fórmulas de gestión que combinen la eficacia y la eficiencia económica con la participación democrática. Si el objetivo es transformar realmente la economía canaria ello implica, en caso de no resignarse a modelos de democracia de baja intensidad, reformar igualmente la participación democrática y el control racional – y no necesariamente asfixiante ni ordenancista — de cualquier actividad de interés público. Es razonable una reforma de la Ley de Directrices – una de las bestias negras del fundador de Corporación 5 – con la correspondiente poda de normativas y reglamentos, pero la destrucción creadora de la construcción hotelera en Canarias ya ha evidenciado sus efectos en demasiados espacios de las costas isleñas, y tan peligroso es – en términos económicos y sociales – apretar la camisa de fuerza a la construcción como ignorar cualquier límite al crecimiento. Las dificultades de muchos hoteles de cuatro o cinco estrellas en Tenerife, Fuerteventura o Lanzarote, asfixiados todavía por los créditos bancarios que posibilitaron su construcción, representan una advertencia tan elocuente al menos como el envejecimiento de la planta alojativa en Gran Canaria bajo las condiciones restrictivas de la Ley de Directrices. La actividad turística también debe someterse a factores de sostenibilidad, desde el ahorro energético hasta el reciclaje, pasando por el tratamiento de aguas residuales y el eslabonamiento con otros subsectores económicos locales. Una sostenibilidad que entrelace el crecimiento cuantitativo de la oferta con el aumento cualitativo de la misma. Y se echa en falta en La Trasformación una reflexión al respecto.
Para Francisco el turismo debe ser el subsector que sirva de locomotora para la economía isleña en las próximas décadas: no hay alternativa posible que atesore semejante experiencia y potencialidad y cualquier planteamiento de diversificación económica – una expresión que al autor encocora – no es, en el mejor de las posibilidades, sino charlatanería bienintencionada. En todo caso pueden y quizás deba facilitarse – o facilitarse más aun – actividades complementarias: desde la industria cinematográfica hasta el desarrollo de software, pasando por las energías renovables y el marketing on-line. Una constelación de actividades que aportaría valor añadido al PIB canario y que no consumirían recursos como el suelo. Ocurre, sin embargo, que este planteamiento no describe precisamente un óptimo social. Las buenas cifras del turismo en Canarias en los tres últimos años no han tirado de la contratación ni siquiera para paliar la catástrofe laboral que ha supuesto la paralización de la construcción. Y los factores son varios y a menudo interrelacionados. Los turistas de la crisis pernoctan menos días y gastan menos que a principios de siglo. Los empresarios turísticos ajustan las plantillas y maximizan las rotaciones de personal – un animador en la piscina por la mañana se convierte en camarero por las tardes -. Por último, la entrada en la madurez del sector, su misma modernización, la exigencia de la mejora de la oferta, dificulta crecientemente la incorporación de canarios al mercado laboral turístico. Entre el 35% y el 40% de los empleados de los hoteles de tres, cuatro y cinco estrellas son foráneos; en Lanzarote el porcentaje supone más del 50%. El desconocimiento de los idiomas (sobre todo el inglés y el alemán) es todavía una barrera insuperable para muchas decenas de miles de isleños. En un mediano hotel de principios los años noventa, que apenas prestaba servicios al turista más que el habitáculo y la piscina, esa carencia era parcialmente subsanable. Actualmente no puede serlo. Que en uno de los destinos turísticos del mundo la inmensa mayoría de la población no sepa entender ni hacerse entender en inglés es uno de los más estúpidos fracasos de su sistema educativo –incluida la Formación Profesional — y de su mercado laboral. En estas circunstancias, y aunque se alcancen los doce millones de turistas anuales con carácter estable, la actividad turística no puede absorber directamente ni la décima parte de los más de 280.000 canarios instalados en el desempleo. En la prospectiva más favorable, y admitiendo un crecimiento acumulado del 5% en el próximo lustro, el turismo en Canarias, según varias fuentes patronales, podría crear unos 60.000 puestos de trabajo entre directos e indirectos, lo que no se tendría que traducir necesariamente en 60.000 canarios menos desempleados.
José Carlos Francisco no explica – en realidad no le he escuchado una explicación convincente a nadie – la razón por la que Canarias, en su mejor coyuntura económica, en los prolegómenos de la crisis, soportaba nada menos que un 10% de desempleo, y que ahora la tasa supere enloquecidamente el 35%. En cualquier país desarrollado una tasa de desempleo del 10% es objeto de escándalo. Aquí no. Aquí se ha normalizado, en los últimos treinta años, un paro estructural que ilumina un modelo económico claramente ineficiente e ineficaz. Y no valen argumentos demográficos para explicarlo o, en todo caso, son claramente insuficientes: a mediados de los noventa, con una carga demográfica muy inferior, el desempleo superó el 28% de la población activa. Un problema en el que no se detiene Francisco en su libro es, precisamente, el asombroso nivel de desigualdad de la sociedad canaria, al que acompaña uno de los salarios medios más bajo del Estado español. La desigualdad queda patente tanto en la estructura de ingresos laborales como en el prodigioso incremento de las rentas e ingresos del capital en la época de vacas gordas. Y aludiendo el título del último libro de Joseph Stiglitz, la desigualdad tiene un precio. Un precio oneroso. La desigualdad conduce a la ineficiencia porque la economía funciona gracias al consumo y a la inversión productiva. En Canarias algunos instrumentos del REF, señaladamente la Reserva de Inversiones, han contribuido perversamente a esta situación.
Muchas de las propuestas de Francisco para la reactivación económica de Canarias son razonables (fusiones municipales, aumento de la productividad de los empleados públicos, racionalización de tasas portuarias y aeroportuarias, bonificaciones para sustituciones y bajas en la Seguridad Social, conseguir una línea de crédito del ICO específica para Canarias, diseñar una estrategia de búsqueda de inversiones extranjeras en el Archipiélago). Otras, como alentar los minijobs, con todo su tufillo macabro, está desbordadas por la realidad: aquí y ahora ya hay gente que trabaja seis horas diarias por 400 euros. Pero la transformación que necesita Canarias no es fruto de deficiencias, históricas o coyunturales: su modelo económico, incluido su acervo fiscal, sirvió para sacar a las islas de la pobreza extrema, pero no es útil para sostener y proyectar una sociedad democrática con un nivel satisfactorio de cohesión social y territorial y un ensamblaje eficaz a la economía globalizada. Las elites del poder político y empresarial esperan erróneamente a que escampe. Por eso la situación actual es tan desesperadamente grave. El filósofo Slavoj Zízek suele repetir una anécdota de la I Guerra Mundial. Un ejército alemán telegrafía a un ejército austriaco: “La situación aquí es seria, pero no grave”. Los austriacos contestan: “Pues aquí la situación es grave, pero no seria”. En esta crisis interminable los canarios podríamos decir lo mismo.