El Parlamento de Canarias, más exactamente, su presidente y su mesa, han declarado personas non gratas a los periodistas parlamentarios, y lo han hecho con el silencio cómplice (o la pachorra indiferente) de los distintos portavoces y grupos políticos. Ni la Presidencia ni la Mesa, por supuesto, han emitido ninguna declaración institucional específica en este sentido, aunque observando el bochornoso transcurso de los acontecimientos de los últimos años, sus esfuerzos por entorpecer una y otra vez el trabajo de los profesionales de la información, su cada vez más abierto desprecio hacia los periodistas, cabe colegir que quizás no fuera por falta de ganas. Los responsables del gobierno parlamentario comparten implícitamente el juicio de Bismark sobre los periodistas: son individuos que, sin excepciones, se han equivocado de vocación. Que se busquen otra y dejen de inmiscuirse en las digestiones plenarias de sus señorías y de reflejar críticamente sus brillantes diálogos de besugos.
Esta semana la humillación hacia los periodistas parlamentarios llegó a un límite insólito. Por primera vez en treinta años se les prohibió entrar en el Parlamento para realizar su trabajo. Con la crisis política originada por la moción de censura en el Cabildo de La Palma como punto único del orden del día, coalicioneros y socialistas habían convocado la mesa del seguimiento del pacto que sostiene al Gobierno de Paulino Rivero. Los representantes de Coalición Canaria y el PSC-PSOE decidieron reunirse en la Cámara por la tarde y ahí se presentaron los periodistas. La mecánica, en estas ocasiones, es muy sencilla. Los periodistas no entran en el Parlamento a huronear entre las cortinas o a buscar revistas porno bajo los escaños vacíos. Esperan pacientemente a que termine la reunión (lo que puede durar quince minutos o tres horas) y recogen declaraciones de los negociadores. En esta ocasión no fue así. Un ujier les cerró el paso y el agente de la Policía canaria les invitó a salir a la calle. Ante las asombradas protestas el ujier aseguró que un diputado – se ha mencionado el nombre de su señoría Manuel Fajardo, portavoz del grupo parlamentario socialista, quien posteriormente negó que ordenara nada – había prohibido la entrada. Los periodistas debieron esperar en la vía pública. Esa misma noche el PSC-PSOE emitió varios tweets al respeto, exculpando una y otra vez a Fajardo, que incluso se expresaba “dolido” porque alguien lo creyese capaz de fastidiar a los periodistas, a los que con un recochineo ejemplar mandaba un saludo cariñoso. Por su parte, el diputado Asier Antona, presidente del grupo parlamentario del PP y su secretario general, aseguraba, en la misma red social, que pediría explicaciones al respecto.
Lo malo es que ni Fajardo, ni Antona, ni ningún diputado, en realidad, pueden ignorar verosímilmente el estúpido acoso que están sufriendo los periodistas que cubren el Parlamento de Canarias en los últimos años: los que coinciden con la presidencia de Antonio Castro Cordobez. Desde impedir a los periodistas (incluidos los gráficos) su estancia en los pasillos hasta prohibir tajantemente que los redactores que obtengan imágenes fotográficas, desde acotar la tribuna de prensa con un ridículo cordón – con lo que pocos pueden asistir a los debates en el mismo salón de plenos – hasta ralentizar hasta la desesperación cualquier información que se solicite, por parte de la prensa, a la Mesa de la Cámara, pasando por apagar – sí, apagar – las luces para que los informadores, simplemente, no puedan trabajar. La meta última deseada por el presidente y la Mesa del Parlamento – no puede extraerse otra conclusión – lleva a que los periodistas queden estabulados, como silenciosos corderos, en la sala de prensa y sigan el desarrollo de los plenos por el circuito cerrado de televisión. Se admite algún balido de espanto si toma la palabra su señoría Manuel Fernández.
Estas intolerables e intolerantes medidas coercitivas no figuran en ningún reglamento ni protocolo pergeñado por Castro Cordobez y sus compañeros de la Mesa ni mucho menos han sido negociadas con los periodistas. Han sido impuestas desde la arbitrariedad más despendolada, aunque nunca con un mal gesto por parte del presidente, al que le gusta actuar desde un paternalismo estratosférico que se sorprende sinceramente ante las quejas por su grosera prepotencia. Por supuesto que una de las claves de esta situación es la personalidad de Antonio Castro y el sello lacrado que (digámoslo así) ha impuesto al gobierno parlamentario. Castro Cordobez es particularmente celoso del protocolo, la jerarquía y la hipotética grandeur de su cargo. Más que un diputado (y un político muy activo) del siglo XXI su figura, su estructura mental y su estilo se corresponde al de un senador de la Restauración canovista. Y desde ese punto de vista los periodistas tienen su lugar, por supuesto: una esquina dotada de un televisor para reproducir estenográficamente lo que mascullan, gritan o tartamudean los representantes parlamentarios. Que nadie ose pertubar el sagrado orden de la sede de la soberanía popular. De esta manera, Antonio Castro gobierna la Cámara como el ama de llaves de Rebeca gobernaba la mansión, su mansión, con sus pruritos inescrutables y cambiantes, sus miradas polisémicas y sus ternos oscuros. Y los periodistas deben saber que ni se puede corretear por las escaleras ni visitar las habitaciones cerradas a cal y canto en Mardeley.
Pero, ¿y la actitud del resto de la Mesa del Parlamento? ¿Y los presidentes y portavoces de los grupos? Ni saben ni contestan, pero en ningún caso parecen excesivamente molestos por la situación. Las obsesiones persecutorias de Castro Cordobez no les perjudican en la coyuntura de mayor mediocridad política, intelectual y oratoria que se ha vivido en la Cámara. Los parlamentos de los años ochenta eran el senado de la República romana comparados con el hedor de la actual miseria que impregna el edificio de la calle Teobaldo Power. El desprecio cómplice hacia la prensa es una manifestación más de la partidización y burocratización de la praxis parlamentaria. Un parlamento al que algún diputado, en un pasado no demasiado lejano, me definió como “una cosa nuestra, de los partidos”. Una cámara entendida como cosa nostra, efectivamente. ¿Cómo conceder credibilidad a propósitos de transparencia y regeneración democrática cuando se obstaculiza a los periodistas informar en el propio parlamento? ¿La desafección a la democracia representativa se corrige desinfectando de actividad periodística el recinto parlamentario para reducir al mínimo los molestos testigos presenciales? Cada día, en el mismo Parlamento de Canarias, se le está poniendo una zancadilla al derecho a la información y la propia legitimación política del sistema parlamentario.
Respuesta a Añoche soñé que volvia a hacer periodismo en Manderley