Cuando hace ya muchos años llegué a esta ciudad yo era un niño al que habían engañado diciéndole que lo llevaban a Europa. Lo único europeo que podía detectarse fácilmente era una policía uniformada de gris e inspirada operativamente en el III Reich y la baja graduación alcohólica de la cerveza. Fue muy decepcionante no encontrar nieve coronando preciosos palacetes, pero lo realmente terrible fue comprobar, apenas unos días después del desembarco, como caía una ligera llovizna y la gente inmediatamente colmaba las ventanas y balcones para solazarse en el prodigio. ¿A qué sitio tan patético me habían traído, donde cuatro gotas legañosas constituían un espectáculo? Intuí lo peor. Y casi acerté.
Y sin embargo la relación entre la gente y la lluvia – aquí en Santa Cruz de Tenerife – no ha hecho más que empeorar con el tiempo, sobre todo, con el mal tiempo, hasta el punto que una lluvia tan mansa y benéfica como la de las últimas horas se convierte automáticamente en ocasión para el miedo, la indignación, la denuncia, el amarillismo periodístico, el exhibicionismo político, los melindres nerviosos y la mala baba energuménica. Y estoy hastiado. Creo que todos lo estamos de este apocalipsis aguachento que corean miles de tarados en cuanto se encapota el cielo. Gilipollas, no es el diluvio universal porque tengas que sufrir quince minutos de atasco, es la lluvia. Pedazo de imbécil, no se va a ahogar nadie en las calles ni en los sótanos, es la lluvia. Indescriptible tontolculo, el único responsable de no haber salido con un paraguas a la calle esta mañana eres tú, no la lluvia. ¿Y las admoniciones de los ceñudos críticos que claman oligofrénicamente por el agua que se pierde por los barrancos? ¿No podían callarse solo durante media mañana mientras la lluvia cae y los campos y montes sacian su sed y el aire se refresca y transparenta cumpliendo con la renovación milagrosa de la vida? Es la lluvia, tarado incorregible, la lluvia, y hay que saberla escuchar, escuchar detenidamente su murmullo musical de promesas y anhelos venideros, y no contemplarla como una impertinencia que me obliga a sortear charcos, qué indignantes son los charcos, cómo es posible que llueva y todo se llene de charcos, o como una ocasión histórica para discursear consignas agotadas y agotadoras. Ayer un niño extendía una mano que se le empapaba en unos segundos y después la observaba maravilladamente. Era la lluvia que le iluminó el rostro y le hizo temblar de emoción y reír con los brazos abiertos.