Reconozco estar un poco asustado. He escuchado y leído en los últimos días proclamar, desde Las Palmas de Gran Canaria, que el Carnaval de la capital “es el segundo mejor del mundo”, después de los brasileños. También contemplé con espanto numerosos tuits entusiastas sobre la Gala de Elección de la Reina, un espectáculo grandioso e inolvidable, e incluso pude oír a varias personajes elogiando el afilado ingenio de las murgas grancanarias. Creo que mi alarma justifica lo suficiente un consejo fraternal a mis amigos de Las Palmas: tengan mucho cuidado con el carnaval. Están ustedes a punto de transformar un estupendo pretexto para bailar, emborracharse, bacilar, mear en cualquier esquina y, eventualmente, pillar cacho, con una seña de identidad. Y la principal característica de una seña de identidad colectiva es su carácter tóxico, baboso, idiotizador. El Carnaval, por su puesto, es una institución ritual y simbólica, pero en cuanto se transmuta en una realidad administrativa entra en la senda de su desnaturalización babieca y cejijunta. Y todavía peor, créanme ustedes, cuando un ataque de imbecilidad colectiva siembra en los cráneos las carnestolendas como abono para una variante del patriotismo y crecen y se enraciman los superlativos y en un momento dado, un momento en el que nadie pensó seriamente (¿quién iba a pesar seriamente en eso disfrazado de oso panda y con media botella de pampero en las venas?) se despliega como una bandera. Una bandera de telas subvencionadas por los ayuntamientos y que huele a vomitona agria y pis de amanecida, pero que se enarbola con sacrosanto furor terruñero.
No, ningún carnaval de Canarias es el segundo, el tercero o el undécimo del mundo. Eso de irse de fiesta para alcanzar un record universal es un autorretrato espeluznante que fusiona nuestro escaso sentido del humor con la miseria de nuestras aspiraciones. Las galas son espectáculos de aficionados con chirrían en las pantallas televisivas, las murgas grupos de payasos enfadados tan graciosos habitualmente como un cólico nefrítico, las comparsas charcuterías semovientes y multicolores. Al menos en Las Palmas no existen, que yo sepa, las aterradoras rondallas, una suerte de antologías zarzueleras dignas del hilo musical de un tanatorio. Aprovechen su penúltima oportunidad. Todavía están a tiempo. Cojan el disfraz, bajen a la calle, bailen, beban, rían a carcajadas y olvídense de cualquier otra cosa.
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