Un amigo me envía un video con una intervención pública de Julio Anguita quien, por cierto, ha renunciado a la pensión que le correspondía como exdiputado, porque afirma que con los 1.400 euros de jubilación que le quedan como profesor de Enseñanzas Medias tiene suficiente para ir tirando. Anguita puede y quizás debe merecer muchas críticas (a su estrategia parlamentaria, a su gestión de las crisis en Izquierda Unida, a cierta simplicidad catecuménica suya y muy suya) pero es una de las figuras políticas más decentes y coherentes de los últimos treinta años. Anguita adelanta diez medidas para superar la crisis económica bajo una prioridad central: salvaguardar los intereses de la mayoría social y no desgastar el Estado de Bienestar. El núcleo central de su propuesta, por lo que entiendo, se basa en la lucha contra el fraude fiscal, una reforma tributaria que aumente los tipos a las rentas más altas, la persecución de la economía sumergida y la desaparición de las SICAV: con esto Anguita sostiene, sin precisar mayores detalles, que aflorarían 120.000 millones de euros en un año. Yo no se cómo explicar mi percepción de estos trabajosos esfuerzos anguiteños, que serán publicados en el próximo número de Mundo Obrero (sí, sigue existiendo Mundo Obrero). No sé explicarlos, al menos, sin recurrir a la palabra melancolía. Y me ocurre, obviamente, porque mi simpatía por los principios de ética ciudadana de Julio Anguita es tan intensa como mi decepción por sus ocurrencias, que funcionan más o menos razonablemente como abstracciones, pero que tienen tanta relación con la economía real como la varita de Harry Potter con la termodinámica.
Más allá de la obsesión de muchas izquierdas por la vía recaudatoria para librarnos de todo mal – que parte de una amnesia sistémica: en las crisis las empresas pequeñas y medianas que no se hunden se empobrecen—debe citarse un factor fundamental: la globalización financiera y económica. El capitalismo ha sabido universalizarse y, en cambio, las estrategias a favor de las mayorías ciudadanas, no, sean partidos, sindicatos o movimientos sociales. Siguen estabulados en ámbitos locales, regionales o nacionales. Y así es imposible no ganar la partida, sino simplemente jugarla. El Gobierno de Canarias, por ejemplo, no puede aumentar su deuda pública – si eso fuera pertinente – sin la autorización ministerial correspondiente. Y lo mismo le ocurre al Gobierno español respecto a Bruselas y a Bruselas respecto a los consorcios bancarios y los fondos de inversión internacionales. Como correlato a esta dimisión de la política, hasta que no sea posible convocar una huelga general con más o menos éxito en toda la UE, los intereses generales serán, cada vez en mayor medida, papel mojado.
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