¿Por qué no hay aquí manifestaciones para protestar contra una situación social y económica tan dura, áspera y desesperanzada como la que padece Canarias? Esta pregunta debe formularse con el ceño fruncido y ojos decorosamente pasmados. Casi un 30% de la población activa en paro, muchos cientos de canarios agotando mensualmente la prestación por desempleo, el trabajo más precarizado que nunca, la economía prácticamente detenida, los servicios educativos y sanitarios públicos cada vez más degradados. Y nada. Pero, ¿somos menos que en Londres, en París, en Roma, ciudades todas ellas con un paro inferior al de Santa Cruz de Tenerife o Las Palmas de Gran Canaria? ¿Cómo es que consiguieron reunirse decenas de miles de personas para impedir el paso de un tendido eléctrico de alta tensión por Vilaflor y apenas aparecen cuatro gatos maullantes para protestar de las agresiones que sufren los ciudadanos en su vida cotidiana? ¿De verdad es tan misterioso, incomprensible, enigmático? A mí me parece que no. Al arribafirmante, en fin, lo que le extrañaría es, precisamente, lo contrario, aunque muy probablemente, entre finales de este año y finales del próximo, llegaremos a ese exquisito punto de maduración: manifestaciones, alborotos, algaradas. Muchos sociólogos y politólogos han intentado analizar los orígenes del comportamiento de las masas, pero solo un escritor, Elías Canneti, lo ha reconocido con pertinencia en su maravillosamente lúcido Masa y poder: las masas son impredecibles. Ni las revuelas ni las revoluciones se pueden programar, anunciar, preveer. El propio Lenin – que algo tuvo que ver con la Revolución de Octubre de 1917 – reconocía que los bolcheviques casi se habían limitado a recoger el poder “que estaba tirado en la calle”. La tentación del poder político, en la oleada conservadora que asalta a Europa, un conservadurismo destructivo del que participan conservadores, socialdemócratas, democratacristianos y liberales como diligentes guionistas de la banca y de los fondos de inversión internacionales, es que los males de la democracia – y la democracia es todavía un serio impedimento para la reestructuración del capital globalizado y su incondicional desenvolvimiento – no pueden curarse si no es estrangulándola. En una fecha tan lejana como 1975 un egregio sinvergüenza, Samuel Huntington, mostraba su desprecio por esa fórmula según la cual las patologías de la democracia se superan con más democracia. “Algunos de los problemas de gobernabilidad de los Estados Unidos provienen de un exceso de democracia”, comentaba, “y lo que se necesita, más bien, es un mayor grado de moderación en la democracia”. Por supuesto. Hace un par de días, gracias a unos amigos que habían grabado su alegato, escuché a un periodista tinerfeño indignado porque los pérfidos ecologistas estaban utilizando las leyes para detener infraestructuras básicas para el desarrollo del Archipiélago. Es terrible a los extremos a los que puede llegar esta pandilla de nihilistas. No se recatan, ni siquiera, a la hora de exigir que se cumpla la legislación vigente e incluso se permiten el cinismo de acudir a los tribunales. Este periodista es, en su abisal ignorancia, muy huntingtoniano: con un poco menos de democracia, con un Estado de derecho menos generoso y garantista, estas cosas no pasaban. No podrían pasar. Seríamos felices y roeríamos huesos de perdices.
¿Manifestaciones, revueltas, algaradas en Canarias? Nuestro aguante es muy elástico y tiene razones causales no demasiado inextricables. Y entre otras bastan dos razones para explicarlo.
1. La deficiente articulación de la sociedad civil canaria. En los últimos treinta años la articulación de la sociedad civil ha avanzado, pero insuficiente y desigualmente. Están mucho más y mejor organizados los empresarios que unos sindicatos cada vez más anquilosados y desprestigiados (la élite empresarial pueden alquilar prestigios, los sindicatos deben ganárselo y no lo están haciendo). Los grandes partidos políticos que los colegios profesionales. Los lobbys de presión – a veces monoplaza – que los estudiantes universitarios. Los receptores de subvenciones y ayudas que los pequeños empresarios, los emprendedores y los autónomos. Cuando culmina la llamada transición política la sociedad civil canaria, sus posibilidades de desarrollo autónomo, es abducida por el poder económico que adquieren rápidamente gobierno autonómico, cabildos y ayuntamientos. Una sociedad débilmente urbana, que apenas veinticinco años antes era todavía una sociedad básicamente rural, encuentra en las administraciones públicas, y en una amplia clase política de nueva planta, mecanismos de asignación de recursos económicos y laborales bien cebados fiscalmente (y con generosos fondos comunitarios durante lustros) y cada vez extendidos y potentes. Si en España (frente a lo que ocurre en Alemania, Suecia, incluso el Reino Unidos) la clase política tiene un lugar excepcional en el espacio público, en Canarias la situación llega al paroxismo: no hay problema que no se traslade inmediatamente al ámbito de la decisión política, no hay político que no brinde continuamente soluciones punto menos que instantáneas a problemas de todo orden, se gastan ríos de tinta para recoger su ocurrencia más mema y deleznable, las tertulias radiofónicas están infectadas de políticos diariamente. Es impresionante. Y configura un dispositivo de desactivación crítica y desmovilización ciudadana muy considerable, sobre todo si se considera que son más de 130.000 los funcionarios en Canarias, entre empleados públicos de la administración del Estado, administración autonómica, administraciones insulares y municipales y profesores y personal no docentes de las Universidades. Más de un 16% sobre la población activa, una de las tasas más altas de España (en Cataluña, por ejemplo, apenas llega al 9%). Si a estos se suman las empresas y autónomos cuyo único o principal sustento deriva de sus relaciones contractuales con las administraciones autonómicas y locales son más de medio millón de canarios (ellos y sus familias) los que viven gracias a las administraciones públicas. Y esa circunstancia es un obstáculo evidente para cualquier activismo político, cívico, participativo. Para cualquier fermento asociativo, entre otros efectos. La actitud de los segmentos profesionales, sociales o vecinales organizados raramente es abiertamente crítica, ni siquiera propositiva. Es básicamente desconfiada pero expectante, rara vez propositiva y generalmente conformista.
2. La debilidad del espacio público canario. El espacio público democrático no es una realidad natural, como los tabaibales o las playas de arena negra. Es una construcción social y simbólica que deriva de unas condiciones históricas, materiales y económicas concretas. El espacio público, tal y como es conocido y emblematizado comúnmente, es un producto de las sociedades burguesas. Canarias jamás ha sido una sociedad prototípicamente burguesa. Como ocurrió en España jamás se produjeron revoluciones burguesas, jamás la muy particular burguesía isleña, por lo general fuertemente vinculada a las actividades agroexportadoras, fue una burguesía contestataria, debeladora e ilustrada, jamás diseñaron un proyecto de país, jamás defendieron las libertades (les bastaron las fiscales y comerciales) que en otros ámbitos definieron su identidad como clase social. Salvo sectores reducidos de la pequeña burguesía establecida en las pequeñas y destartaladas capitales isleñas nunca se preocuparon por semejantes naderías. Y esa situación se prolongó, mal que bien, hasta la conclusión, por pura consunción biológica, de la dictadura franquista. En Canarias los poderes (políticos y económicos) no están acostumbrados al debate, sino a la imposición amable o brutal, no son proclives al consenso, sino al mercadeo, no apuestan tradicionalmente por el diálogo razonable y razonado desde convicciones genuinamente democráticas, sino por la publicidad positiva o negativa. Y los administrados solo cuentan con un arma devaluada, su voto cuatrianual, porque la misma desarticulación social anteriormente mencionada impide o dificulta la apertura de espacios públicos no colonizados por los discursos del poder o por los silencios sesteantes, y cuando consigue algún éxito (las suficientes firmas para avalar una iniciativa legislativa popular, por ejemplo) suele ser cercenado sin contemplaciones. No debe confundirse, y en contexto como el descrito menos que en cualquier otro, la opinión pública con la opinión publicada en Canarias. La opinión pública, en Canarias, sigue siendo una hipótesis discutible.
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