Un amigo lo decía ayer asomado al coso del carnaval. “Cuarenta años haciendo esto y aun no lo saben hacer divertido”. Creo que resulta injusto. El carnaval – el carnaval de Santa Cruz de Tenerife, se entiende – es una ilustración del eterno retorno hasta en los lugares donde se alivian miles de vejigas al unísono. Es exactamente igual a sí mismo y nadie toleraría que fuera de otra manera, en la calle y, sobre todo, en los espectáculos. Significa una reivindicación hipócrita demandar, por ejemplo, una renovación organizativa, escenográfica o plástica en la Gala de Elección de la Reina. Cuando se ha intentado practicar tímidamente por algún director despistado la gente ha bramado de irritación mal contenida. La Gala es uno o varios presentadores abusando de los chistes malos y peloteando al público mientras manifiestan su pasmo ante tanta grandeza, un heteróclito jurado que no entiende absolutamente de nada, y un montón de candidatas arrastrando trajes que, desde hace décadas, son variaciones casi imperceptibles sobre los mismos temas e idénticos materiales. La comparsas triscan atléticamente por el escenario, las murgas, ejem, cantan (si retiran amablemente una letra homófoba aprovechan la ocasión para interpretar otra llamando imbécil al concejal que les pidió que lo hicieran) y unos curiosos señores denominados personajes del carnaval se arremolinan confusamente gesticulando más confusamente todavía. No nos equivoquemos, porque eso es lo que le encanta a la peña. Lo mismo ocurre, por supuesto, con el coso: un interminable, monótono y bullanguero desfile de todo el mundo en una suerte de todo a cien de la creatividad popular que muchísimas personas (¿no es extraordinario?) siguen expectantes, sentadas en modestas sillas desde las aceras, para reconocer a un cuñado disfrazado de novia preñada. Construido más o menos sintéticamente con fragmentos, secuencias y prácticas de variadas procedencias – desde Cádiz a Brasil – el Carnaval del Chicharro ha devenido un fenómeno social sofocantemente autorreferencial, en una ilusión de identidad y hasta en una forma sorprendente de patriotismo enmascarado.
En lo que no es simplemente diversión – aunque indisolublemente unido a ella – el carnaval de Santa Cruz es la única oportunidad que consienten los chicharreros de mirarse a sí mismos, de quererse a sí mismos, de admirarse y deleitarse consigo mismos. Para algunos ciudadanos y colectivos es algo tan serio como una religión. Despojados de cualquier significado ritual y amortizada su supuesta carga transgresora — esta ciudad no ha sido transgresora nunca, ni de noche ni de día, desde los tiempos de Alonso Fernández de Lugo — el carnaval santacrucero es un cruce en verdad curioso entre exaltación localista, festejo popular y gestión municipal del ocio. Dicho todo lo cual, por supuesto, me terminaré el whisky, me pondré cualquier disfraz, bajaré al mogollón y olvidaré este artículo sacrílego dentro, digamos, de diez minutos.
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