Lo que está ocurriendo con Podemos en Andalucía amenaza con convertirse en un antecedente que tendrá sucesivas entregas después de las próximas elecciones de mayo en comunidades autonómicas y ayuntamientos. Para decidir el voto de Podemos en la sesión de investidura de Susana Díaz – que no para consensuar o aprobar unos presupuestos generales o integrarse en un gobierno de coalición – la dirección nacional encabezada por Pablo Iglesias ha impuesto a Teresa Rodríguez y a los diputados andaluces un equipo negociador integrado por un alto cargo de la jerarquía podemista (Sergio Pascual, secretario de Organización) y un militante andaluz que no ostenta ningún cargo público u orgánico. Del discurso aflautado del empoderamiento ciudadano a pulverizar cualquier autonomía de Rodríguez y sus compañeros en la primera decisión que debían tomar como partido y grupo parlamentario. Los podemistas andaluces han demostrado disfrutar de menos potestad que sus homólogos del PSOE o de Izquierda Unida. Es francamente difícil imaginar a los socialistas cántabros o a los de IU en Extremadura admitiendo semejante atropello por parte de sus respectivas direcciones federales. Iglesias y compañía siempre han insistido en que ya no era admisible la vieja política de que santificaba la toma de decisiones relevantes en oscuras reuniones de un puñado de personas. En este sentido su voluntad es tan rotunda e inequívoca que se las han arreglado para que Teresa Rodríguez no esté presente en los despachos en los que se decidirá su voto en la investidura presidencial.
La obsesión por el control vertical de la organización – que se quiso opacar con la renuncia a participar directamente en las elecciones municipales – es comprensible desde un punto de vista operativo, pero destruye ese vibrante imaginario que privilegiaba la autonomía de círculos e individuos para una praxis política ferozmente independiente. Podemos es un partido político (sus máximos dirigentes han querido serlo) y funciona como tal, con sus intereses e incentivos, en el ecosistema político español. Un partido de aliento jacobino, alma centralizadora y vocación de poder. Un partido, por tanto, cuyos máximos dirigentes no pueden dejar operar libremente a sus organizaciones territoriales con el riesgo de desgastar sus opciones y contradecir sus estrategias. El espectáculo pude ser fastuoso en Canarias en los próximos meses, porque aquí Podemos ha terminado por convertirse, en una situación de creciente confusión y desorden, y con una muy modesta participación de militantes y simpatizantes, en el acogedor receptáculo de otras opciones ya instaladas electoralmente (como Sí se Puede) o momificadamente testimoniales (como Canarias por la Izquierda). Ha sido una atropellada confluencia más atenta a las cuotas en los neonatos aparatos de dirección y a las candidaturas electorales que en redefinir análisis críticos y especificar propuestas de reforma y en la que podrá mencionarse el nombre de Podemos en vano hasta el mismo momento en que se consigan cargos públicos. Ni un minuto más.
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