No hay nada que discutir contra los que afirman — eso sí, en voz cada vez más bajita – que José Manuel Soria no dimitió por haber cometido un delito. Es cierto: no existe constancia de ninguna actividad delictiva por parte del señor Soria o de sus empresas familiares. Soria ha dimitido porque mintió una y otra vez sobre su participación en mercantiles plenamente legales pero dedicadas a servirse de complejas ingenierías jurídicas y fiscales para eludir el pago de impuestos. Es sorprendente este empecinamiento en que un político solo debe dimitir cuando un juez decida procesarlo. La dimisión política no es el subproducto de la actividad procesal. Se debe dimitir cuando ha resultado obvio que se ha mentido, engañado o simulado. Soria siempre fue un político con escaso apego a ajustar sus declaraciones con una realidad más o menos objetivable. La verdad lo perseguía, pero gracias a sus largas piernas y al uso de la elíptica nunca lo alcanzó. Lo que ocurre es que si viajar en el avión de un gran empresario para ir a pescan salmón es irritante, andar metido en actividades para disminuir la carga tributaria de tu clan ya resulta insoportable para la gente. Soria intentó dimitir como ministro de Industria y Energía y quedarse en el escaño para defender su ultrajada inocencia — y continuar aforado – pero se le pidió que entregara todo antes de salir a la calle, como le pasa al Sucio en las películas, que tiene que dejar la placa, la pistola y el tabaco sobre la mesa del jefe.
La orden de dimitir igualmente como presidente del PP de Canarias indica que Rajoy ni quiere una soriasis que contamine las listas isleñas para las elecciones generales del próximo junio ni estaba dispuesto a admitir un posorianismo gestionado por el ministro dimisionario. Por el momento los dirigentes y cuadros del PP canario se han quedado patidifusos. Soria llevaba cerca de diecisiete años como presidente, sumo sacerdote, juez supremo, canon de belleza masculino y grímpola del Partido Popular de Canarias. Desde que José Miguel Bravo de Laguna – que puede ahora frotarse las manos, aunque sea desde la modestia de un consejero de cabildo — dimitió en 1999 por sus malos resultados electorales en la Comunidad autonómica. Los actuales responsables de la dirección regional del PP llevan tantos años como obsequiosos corifeos que ya se han olvidado hasta de conspirar. Fíjense en el joven aunque suficientemente innecesario Asier Antona, que no puede reprimir enviar un tuit para comunicar al Universo que sustituirá a Soria hasta el próximo congreso del partido, un gesto pueril que no se le hubiera ocurrido en sus tiempos ni a don Alfonso Soriano. El problema de las organizaciones sometidas a hiperliderazgos casi mesiánicos es que cuando sobreviene el desmoche caen en un estado de postración agónica y orfandad despistada. Madrid nos los dio, Madrid nos lo quitó, bendito sea el nombre de Mariano. María Australia Navarro prepara el asalto y esta misma tarde paseará por Triana buscando un nuevo par de zapatos con taconazos que la pongan por encima de tanta mediocridad gris marengo.
–Me estás pisando –le dirá Antona.
–No, lo que pasa es que eres demasiado bajito – le explicará ella.
Soria fue construyendo durante años su escultura broncínea de genio del mal, pero esa una exageración. Al menos parcialmente. Maldad ocupacional, toda, pero nunca fue ningún genio. José Manuel Soria jamás tuvo otro objetivo programático que escalar por la pirámide alimenticia del ecosistema político español. Jamás se le ha escuchado una interpretación social, económica o cultural sobre Canarias ni ha expuesto un modelo de desarrollo y cohesión para el archipiélago. Todo lo que había pensado sobre este pequeño país cabía en sus tarjetas de visita y aun sobraba espacio. Canarias era, simplemente, un mapa de relaciones de poder. Madrid otro, más complejo y resbaladizo. Personalmente alérgico tanto al análisis como a la planificación el señor Soria era un político que se justificaba única y exclusivamente en términos de poder: se le votaba porque era poderoso – o simulaba bien serlo – y era poderoso porque se le votaba. No había nada más. Soria, en definitiva, vendía autoridad. Es lo que hizo al comienzo de su carrera política, cuando obtuvo la Alcaldía de Las Palmas de Gran Canaria con mayoría absoluta allá por 1995. Después de lustros de gobiernos de coalición, débiles, fragmentados y caóticos, Soria supo espectacularizar con tres o cuatro medidas su compromiso de mandar de una vez en la capital. Esa fue, en realidad, su experiencia decisiva. Con el transcurso de los años aprendió muchas triquiñuelas, pero la lección más formativa fue la municipal. Había que mandar, la gente quería que se mandara, él mandaría, ordenaría, controlaría y sería el único autor de su imagen pública. Esforzarse por encontrar otra cosa en sus múltiples responsabilidades es inútil. Soria no dejó ninguna huella estratégica, organizativa o administrativa en el Ayuntamiento de Las Palmas, ni en el Cabildo de Gran Canaria, estaciones intermedias para alcanzar el cenit de la gloria. Por el contrario evidenció trazas de un gestor de chichinabo absolutamente indiferente a las demandas de modernización de administraciones anquilosadas. Tampoco brilló con particular competencia en la Consejería de Economía y Hacienda del Gobierno regional, que abandonó para presentarse distanciado de su socio (Coalición Canaria) año y medio antes de las elecciones autonómicas. Las jugadas tácticas de Soria resultaban perfectamente predecibles. Para mantener el orden – y la jerarquía — en el PP de Canarias le bastaba con disponer del aval inequívoco de Génova: no era necesaria mayor efusión de inteligencia y astucia. Su única máxima consistía en que los elegidos por su gracia le debieran su ascenso y bienestar. Y que no lo olvidaran.
Por su puesto, nada de esto era comentable. Soria siempre despreció a los medios de comunicación. Como muchos de sus colegas. Pero el ex ministro no lo disimulaba demasiado. Los medios eran tolerables si ordenaban gramaticalmente sus virtudes, sus triunfos, sus anuncios y sus silencios. Si osaban diferenciarse de un escriba egipcio los periodistas se convertían no en críticos, ni en adversarios, sino en enemigos, y la memoria de Soria, tan deficiente para los vaivenes de las empresas familiares, era impecable para cualquier minúsculo desaire, incluso en página par. Insinuó delitos de los competidores electorales, practicó el enchufismo con la elegancia de alto ejecutivo de empresa bananera, humilló a periodistas y declaró la guerra a empresas editoras. Soria no era más que una descarnada ambición de poder para alcanzar más poder. Intelectualmente anodino, periodísticamente fascinante, democráticamente peligroso. Al final la mentira, su principal instrumento retórico, abrió un agujero negro tan intenso, tan oscuro, tan voraz que se lo tragó.