Un amigo, extrañado, me llama para preguntarme como no escribí nada sobre el aniversario – unos redondos ochenta años – del golpe de Estado y el estallido de la Guerra Civil y le contesté que la culpa la tenía el buen tiempo. No, no es que el calor te devuelva a la feliz condición de ágrafo. Sucede que en las vísperas, durante unos segundos, recordé el aniversario inminente mientras veía a mis hijas jugar en la playa e inevitablemente lo pensé. Pensé que esa guerra, definitivamente, ya no era su guerra. Que todavía pudo serlo minúsculamente la mía, porque la sufrieron – en mi caso la perdieron – mis abuelos y bisabuelos pero, de ellas, bajo el feliz sol del verano y riendo mientras chapoteaban, para siempre y jamás no. Que urge dejar viejas trincheras imaginarias y ocupar las nuevas. Seguir viviendo una guerra como propia ochenta años después – por mucho o poco que se haya perdido en ella – es una imbecilidad intelectual y moral. Es apenas una maloliente nostalgia por el horror del exterminio o una excusa ideológica para practicar el resentimiento. No es nada más.
Y, sin embargo, desde hace algunos años, el golpe militar y la Guerra Civil son festejados todos los julios por algunas izquierdas que no se resignan a prescindir del antifranquismo como una de sus señas de identidad. Es extremadamente curioso. Han transcurrido cuarenta años desde la muerte de Franco – más tiempo que el duró su dictadura – y todavía algunos ciudadanos de izquierdas y organizaciones políticas siguen actuando como activistas antifranquistas, vale decir, como cazafantasmas fascistoides. Para justificar esta carnavalada estas buenas gentes hablan y no paran de franquismo sociológico, de metamorfosis de la dictadura en una democracia vigilada, de la pervivencia de una oligarquía financiera y empresarial y otros sintagmas que funcionan únicamente como eslóganes porque no resisten una comprobación empírica. Y al mismo tiempo, por supuesto, agitan la nostalgia por una II República y glosan fotos de milicianos comunistas o anarquistas, a los que describen como “luchadores por la democracia”. En absoluto luchaban por la democracia republicana. Luchaban por la revolución socialista o anarquista y el régimen republicano se les antojaba un medio, no un fin, hacia una rápida e implacable transformación social. En la España de julio de 1936 los defensores de una república moderna y reformista basada en una democracia parlamentaria se reducían a una minoría casi insignificante. Optar ahora mismo por la república exigiría una revisión crítica de la república que presidieron Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña.
No estaría más que alguien estudiara este tan zoquete revival del guerracivilismo que perturba las entendederas de muchos miles de ciudadanos españoles.
Sacudí la cabeza. Las niñas me llamaron, riendo y saltando, y me lancé al mar, el hogar líquido de todos los recuerdos, de todos los olvidos.