Una de las raíces de la actual crisis del pacto de gobierno entre Coalición Canaria y el PSC-PSOE — es la extremada debilidad de ambas organizaciones políticas y la ausencia quebradiza de sus liderazgos. Supuestamente tanto los coalicioneros como los socialdemócratas abrían legislatura y sellaban un acuerdo que coronaría la llegada de una nueva generación política al poder autonómico, encarnada en Fernando Clavijo y Patricia Hernández. Y en efecto, ha cambiado algunos (pocos) nombres, pero se trata de un asunto puramente nominal. Tanto CC como el PSC no han cambiado lo más mínimo ni es previsible que lo hagan. Como todas las viejas fuerzas políticas casi se han reducido a maquinarias electorales: partidos cártel que funcionan como lobbys incrustados en las instituciones. No se transformarán, entre otras razones menores, porque ni Clavijo ni Hernández cuentan con la suficiente potencia política y con unos aliados sólidos para intentarlo. Hablando con propiedad: ni uno ni otra tienen incentivos para hacerlo. Jóvenes sí, pero profundamente conservadores también, porque introducir cambios en la praxis de sus partidos, en sus criterios de organización, en sus programas y sus relaciones con la sociedad civil, en el método de selección de su personal político, en fin, pondría en marcha una dinámica interna de democratización y fragmentación a la vez que muy probablemente no podrían controlar. Ni el presidente ni la vicepresidencia están dispuestos a jugársela. Cambios, los mínimos indispensables, en un proceso cuyo control esté en sus manos.
El caso de Clavijo es particularmente agónico. Después de alcanzar la designación para la candidatura presidencial, y de conseguir encabezar el Ejecutivo regional, Clavijo reparó en que si pudo desplazar a Paulino Rivero fue porque logró la secretaria general d la Coalición tinerfeña. El fin de Rivero, en el seno de CC, llegó cuando perdió el control partidista de Tenerife, que le cuidaba como una huerta –al final como un chalet que visitaba un par de veces al mes — Javier González Ortiz. Era, por tanto, inexcusable mantener el control de la organización insular, aunque suponga una muy llamativa circunstancia – por decirlo suavemente — que el presidente del Gobierno desluzca su neutralidad regional – o nacional – asumiendo los intereses de una de las islas. El presidente se ha encastillado en esta posición, empujando de una patada el balón del Congreso Nacional de CC hacia 2017, y ha contaminado su pequeña magistratura con las crisis municipales en su isla de origen. Es disparatado y contraproducente. Es irracional. Es impolítico. Pero entre los tinerfeños de la cúpula de CC se pretende hacer pasarlo como normal, como se pretende hacer pasar como normal que no se debata políticamente con tu socio político, hasta llegar a un consenso operativo, un buen proyecto legislativo como es la Ley del Suelo o un criterio de reparto caprichoso como supone el propuesto para la inversión del ahora Fondo de Desarrollo de Canarias: es perfectamente posible una fórmula mixta que integre la priorización de proyectos concretos con el equilibrio interinsular a partir de la aportación de cada territorio al PIB regional.
Sí, existe una crisis política que pone en peligro la continuidad del pacto que sostiene al Gobierno autonómico. Pero no es únicamente el precipitado de intereses bastardos, fulanismos exasperados, desconfianzas y puñaladas municipales. Es una crisis de cohesión y coherencia de los grandes partidos, de una concepción inteligente e integradora del liderazgo político, de responsabilidad hacia un país que está perdiendo sus penúltimas oportunidades para no terminar como un balneario abaratado, envejecido y destartalado al oeste de África.