Carece de sentido que la actual España pida perdón por las barrabasadas de Hernán Cortés porque España como tal no existía en el siglo XVI. Para ser más preciso: no existe el continuum de una identidad política, institucional o axiológica que justifique solicitar un perdón o ser perdonado. Por otra parte, y como señaló una vez el profesor Alvarez Junco, habría que empezar por saber a quién se tendría que pedir perdón: “¿Los herederos de los españoles que se quedaron en la península tendríamos que pedir perdón a los herederos de los españoles que se fueron a América?” El historiador ha observado agudamente que la terrible situación de México en la actualidad guarda mucha más relación con los sesenta años de mandarinazgo del Partido Revolucionario Institucional y los hasta ahora frustrados intentos de democratizar el país que con la acción de los conquistadores españoles. Con esto bastaría para no seguir perdiendo el tiempo en este ocioso asunto, que por lo general, y desde luego en este caso, no es más que el trampantojo ideológico del peor nacionalismo. Por ejemplo, el de Andrés Manuel López Obrador, que en esto sigue las huellas más tramposas y elementales del priísmo, “politizando la historia, subordinando el interés general del conocimiento a sus intereses políticos particulares”, como apunta Enrique Krauze, para el que la relevante obra historiográfica del presidente mexicano “presenta un desfile de héroes que viene a culminar en él”. Una historiografía con aciertos aislados y algunas páginas memorables, pero que AMLO articula y considera no como un trabajo científico, sino como un oráculo político, como su evangelio personal.
Contra lo que ocurría hace apenas una década hoy, sorprendentemente, se replica a esta cansina bobada («¡España es culpable!») y lo hace además una derecha que en lugar de denunciar la superchería, pasa a sumarse a ella encantada, porque lo toma como un episodio de la guerra cultural que está decidida a ganar. Ni el Papa de Roma se escapa a su reacción de dignidad ofendida: Díaz Ayuso parece dispuesta a pasarse al protestantismo (como los de Ciudadanos se pasan al PP) para defender el honor de España. Los comentarios de José María Aznar lo excluyen de cualquier club de cuñados que se respete a sí mismo. Para ganar definitivamente la competición, el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, aseveró que estaba “muy orgullo del descubrimiento y conquista de América”. ¿Cómo puede estar uno orgulloso de conquistar nada a sangre y fuego, despanzurrando personas, sociedades y culturas, sobre todo, si no tiene en realidad ninguna puñetera relación con estas barbaridades? ¿Pizarro y Cortés fueron delegados del Instituto Cervantes en Perú y Méjico? ¿Qué relación puede establecerse entre Carlos V y Felipe VI o entre un conjunto patrimonial de reinos y señoríos y un Estado moderno dotado de una democracia parlamentaria?
Esta derecha encorajinada se nutre de una literatura apologética (y no siempre estrictamente historiográfica) como Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea o Madre patria, de Marcelo Gullo Omodeo. Libros que desmontan más o menos eficazmente la propaganda y contrapropaganda que se dedicó al colonialismo español y al Imperio de los Austrias, pero cuyo afán vindicador es tan ardiente que consume cualquier evidencia de las monstruosidades cometidas por los responsables del control político-militar y la colonización en América y la Inquisición en España. Lo quieran o no sus autores, estos textos proveen de un material muy útil para la legitimación de resurrecciones ideológicas a favor de la reivindicación de un pasado patrióticamente idealizado. Pero ni yo, ni usted lector, ni el Gobierno español somos responsables de las matanzas de Cortés ni AMLO ni los millones de indigentes que sobreviven en Ciudad México lo son de los sacrificios humanos de los mayas. Nuestra tarea es comprender el pasado para reconocer el presente y mejorarlo, entre todos, para un futuro que habiten hombres y mujeres libres, no fantasmas en nómina.