Existe un sistema para conseguir que se aprueben los órganos de Radio Televisión Canaria y se normalice la situación jurídica y operativa en el ente público. No lo está desde hace años: el vigente decreto ley de medidas extraordinarias sobre la RTVC del pasado junio prolonga medidas no menos extraordinarias adoptadas en 2018 y 2020: textos para apuntalar la legalidad de una situación que en realidad la vulnera. Que en los últimos tres años y medio los dos máximos responsables que ha sufrido o disfrutado el llamado “ente público” lo hayan sido en calidad de administradores únicos ya es bastante ilustrativo de la incapacidad manifiesta de las fuerzas parlamentarias para cumplir y hacer cumplir la ley, entrampadas en sus cálculos y alianzas (digamos) extraparlamentarias. Pero vayamos a la solución, que es muy simple: una guerra nuclear. Pero una guerra nuclear que, por supuesto, afecte a todo el planeta, no simplemente al archipiélago canario. Una conflagración universal que extermine hasta el último productor televisivo, el último presentador repeinado o presentadora chillona, el último salvapatrias progresista a tanto la pieza. Entonces, y solo entonces, se podría empezar de cero, y alrededor de una hoguera crepitante, reunidos en el fondo de un socavón donde una vez estuvieron las calles Rafael O´Shanahan o Teobaldo Power, lograríamos designar a la cucaracha más gorda que encontremos director general de la televisión canaria, en la confianza de que la resistencia biológica de las cucas volonas alcanzará hasta que la televisión sea reinventada y la comunidad autónoma debidamente reconstruida.
Y mientras tanto habrá que esperar. No se me ocurre sino la resignación más o menos cristiana para pasar los próximos lustros mientras Paco Moreno envejece y se convierte en el primer administrador único centenario, ampliándosele el sueldo para que adquiera una tacataca digno y dotado con geolocalizador hasta que se constituya la Junta de Control, o llega una chica nueva a la oficina que se llama Farala y es divina para ser la única administradora a discreción. Y a callar. Y pasa esto, aún más simplemente, porque a algunos políticos les aterroriza que algunas medios se consideren maltratados. Los políticos isleños –de cualquier partido y condición, pobrecitos – tienen una idea absolutamente tronchante de la influencia socioelectoral de los medios de comunicación. Tronchante. No han descubierto del todo que tienen en sus manos, ahora mismo, la misma supervivencia de aquellos que alardean directa o indirectamente, en público o en privado, de mantenerlos en el poder. Así, por ejemplo, el PSOE de Canarias no le debe a nadie, salvo a sus electores, los 25 escaños que ganó en los comicios autonómicos de 2019. Ni uno solo de esos 25 diputados se adeudan a un periódico, a una radio o a una productora de televisión. Pero se renuncia a la autonomía política frente a otros poderes – aunque sea un poder tan endeble como el de los medios – y se juega a bloquear indefinidamente la situación para no tomar ninguna decisión que pueda molestar a nadie. Si el precio es mantener una cadena de televisión – y a una emisora de radio – en un sempiterno limbo jurídico pues se paga y ya está.
Puede uno refugiarse en el humorismo. Leer la hedionda basurita de los que se lo están llevando crudo para que no sea posible que se ponga en marcha un organismo –la Junta de Control – que entre otros objetivos tiene fiscalizar la gestión del director general y su equipo, incluidos, como es obvio, los contratos de producción. Es tan obvio, tan grosero y tan miserable que da grima. Forma parte de las anormalidades democráticas de este país y se trata de un tumor venenoso que no puede ser extirpado por unas elecciones, sino por la acción consensuada de unos políticos (de unos partidos) que actúen con verdadera autonomía y resolución, que se entiendan a sñi mismos como mandatados por la ciudadanía y servidores de los intereses generales.