Muchos carnavaleros están cabreados. Cuando hablo de carnavaleros me refiero sobre todo a los agentes más activos de la fiestas, cuyos colectivos vertebran las carnestolendas, pero también a aquellos para los que son una patria y una memoria colectiva de apretones, vomitonas, purpurina y ligues. Suspenderles el carnaval es como faltarles el respeto. Es cuestionar su estilo de vida, sus gustos y sus fobias, su formato preferido para cultivar la amistad y los rencuentros. Repiten una y otra vez que el Gobierno autónomo fue “flexible” durante las Navidades y reclaman la misma comprensión y tolerancia para sus anhelos de empedusarse entre tibios charcos de orina y kioscos con cerveza para multimillonarios. Enamoradito estoy de tí, de tí, de tí. Luego están esos pozos de lucidez que te descubren que el carnaval es una industria – en fin – de la que vive muchísima gente. No, eso es inexacto, y forma parte de la pequeña mitología del jolgorio que necesita imperiosamente de dinero público para subsistir. El carnarval es una actividad de la que viven unas cuantos cientos de personas en esta ciudad, que en muchos casos tienen en las fiestas un ingreso económico complementario relevante, pero no el central. ¿Cómo va a vivir una modesto espacio económico de una actividad que solo se prolonga un mes y medio cada año? Menos tonterías.
Ayer fallecieron 14 personas a causa del covid en Canarias. La ocupación de UCI por contagiados no desciende y los ingresados en plantas hospitalarias son cerca de 550. Y se pretende en esas circunstancias propiciar un debate sobre la oportunidad de celebrar los carnavales. En un país mediamente razonable, con una élite política, y en particular un Gobierno autónomo, más responsable y menos acomodaticio, desde hace tres o cuatro semanas se sabría que los carnavales quedarían suspendidos sine día. La Consejería de Sanidad ha jugado a apurar los límites y lo sigue haciendo, fiándose de que estamos a punto de llegar el pico de la sexta ola y que las infecciones comenzarán a descender rápidamente. No es una apuesta sanitaria, sino política y económica. A esta actitud los carnavaleros deberían oponer otra y no esperar que los ayuntamientos digan o callen esto o aquello, y mucho menos admitir propuestas como celebrar los concursos (murgas, rondallas, comparsas) a puerta cerrada o con un aforo mínimo y con los jurados reunidos electrónicamente para emitir su tradicional error. La de los concursos desiertos es una ocurrencia grotesca que no salva nada de las fiestas, sino que, por el contrario, las desvirtúa sin remedio.
Ya se intentó el año pasado algún formato para un carnaval callejero limitado, pero es imposible esa cuadratura del círculo, porque el carnaval se basa, como el judo, en un continuo contacto personal. Incluso extremadamente personal. No son posibles los remedos del carnaval precisamente por eso. Para calmar los ánimos lo mejor es consensuar una fecha concreta que transforme –excepcionalmente — las fiestas de invierno en las fiestas de verano, siempre y cuando no llegue una nueva cepa que nos transforme a todos en caníbales, salamandras o casimirocurbelos. De todas formas, ¿no es asombrosa la capacidad martirológica del personal y la insistencia en las mismas majaderías que probablemente no serían superadas en un siglo de pandemia ininterrumpida? ¿En serio, navidades y carnavales otra vez? ¿Y los miles de ancianos y de ciudadanos con psicopatologías que están sufriendo esta situación desde hace ya cerca de dos años? ¿Dónde pueden acudir en ayuda especializada? Viejos, inmunodepresivos, esquizoides o paranoicos que viven solos o acompañados y que han visto sus salud mental desgastada durante semanas y meses y están cada vez más perdidos mientras crece la aterradora oscuridad a su alrededor. Nadie parece indignarse. A nadie le inquieta especialmente. Enamoradito estoy de tí, de tí, de tí.