Yo entiendo a la gente que no entiende la guerra. De verdad. Esa gente que te dice, leí un artículo de ese estilo firmado por una señora en El País, que todos los esfuerzos deben centrarse en lograr un acuerdo entre la Federación Rusa y Ucrania. Un acuerdo en el que las dos partes ceden en lo suyo hasta resultar – obviamente –satisfactorio para ambas. Es un poco imbécil. Me recuerda el monólogo de Miguel Gila sobre la guerra. “¿Es el enemigo? Que se ponga. Oye. Sí. ¿Pueden no empezar a bombardear hasta las diez de la mañana?”. Putin y su régimen no están dispuestos a hacer concesiones y por eso, precisamente, han invadido Ucrania y matado a miles de personas. La masacre de Bucha no será la última. ¿Las hará ahora? Pues no. Va a reagrupar tropas y centrarse en el control de Donbás. Busca conquistas territoriales e imposiciones políticas y diplomáticas firmadas con sangre de inocentes, que son las que no se olvidan. Una pedagogía, íntima y general, de la muerte y el miedo. Como todas las guerras.
De veras que entiendo a los que se exasperan con los entusiastas de la resistencia ucraniana. Como les gusta el heroísmo de otros. Esta guerra es una prolongación simbólica, para los españoles que duermen caliente, de todas las guerras metafóricas de los últimos años. La guerra contra el régimen de 1978. La guerra contra la crisis y el desmantelamiento del Estado de Bienestar. La guerra contra el coronavirus. La guerra contra la destrucción económica producida por la pandemia. Todo es guerra y todo es una invocación al combate. “La poderosísima seducción catártica de la guerra y la popularidad de quien promete sacrificios”, como escribía Sánchez Ferlosio. La guerra como una suerte de purificación y un relicario democrático. Mira, creíamos que la democracia representativa era una anciana arterioesclerótica, poca cosa, una pesadez decepcionante provista de urnas electorales, y fíjate cómo la defienden en Ucrania. Qué bonita es la democracia cuando se puede oler el cuerpo descompuesto de sus mártires. La guerra como partera de la democracia: bien, no es la primera vez que ocurre. No es la primera vez que esta retórica espeluznante se utiliza por políticos, periodistas, académicos y otros grupos manifiestamente desconfiables. La guerra acabaría pronto, es decir, ganarían los ideales democráticos y la soberanía ucraniana, si no se le comprase un euro de gas a la Rusia putinesca. No es el caso. Alemania no está dispuesta a meterse en semejante fregado que puede condenarle a restricciones financieras y económicas imprevisibles o demasiado previsibles. Que Ucrania siga combatiendo bravamente por la democracia, que a mí me da frío. Incluso en abril.
También entiendo a los políticos que procuran no aludir alas consecuencias de la guerra y que guerrean electoralmente inventando otras. Por ejemplo, los que responsabilizan a Putin de la inflación desbocada o explican que los precios de las materias primas no dejan de crecer. El político ha entrado en una nueva era crítica en la que no tiene ni admite tener responsabilidades. ¿Quién controla a Putin? ¿Quién gobierna las cadenas globales de distribución? ¿Quién se lucra con la subida de precios de las materias primas? El político explica que eso está lejos de su radio de acción. Él no tiene nada que ver, y si es así, ¿cómo se le pueden solicitar responsabilidades? “Pareciera que la guerra significa el momento máximo de la responsabilidad”, escribió Tolstoi, que fue oficial de caballería y participó en matanzas que entonces casi no lo eran, “y sin embargo toda responsabilidad queda atomizada y se quiebra y nadie es responsable indiscutible del horror que está ocurriendo en el campo de batalla, pero también en las calles y en las plazas y en las casas de los vencidos”.
La guerra es un fracaso infinito que nada soluciona y puede destruirlo todo. Pero nadie puede ni sabe renunciar a su hedionda bendición.