Mediada la mañana en el pleno parlamentario se hizo carne mortal el viceconsejero de Cultura del Gobierno autónomo, Juan Márquez, que entró en la tribuna de invitados acompañado de una marabunta de cargos públicos, colaboradores, asesores más o menos áulicos y dos o tres empresarios que se enriquecieron en su día con Coalición Canaria en el poder y que ahora y en el futuro quieren poder embostarse después de que les sean perdonados sus pecados de lustros anteriores. El motivo de tan ilustre comitiva era la votación del dictamen de la propuesta de ley del Sistema Público de Cultura en Canarias que todas sus señorías interpretaron, en un escenario conceptual e intelectual de cartón piedra, como testigos entusiastas de un momento histórico excepcional.
Un servidor invita encarecidamente a su veintena de lectores que consulten el dictamen de la Comisión de Educación y Cultura sobre la ley engendrada por Márquez y su equipo de luminarias y más enriquecida que Elon Musk– según afirmaron todos los portavoces parlamentarios—por corporaciones públicas y entidades privadas. El comienzo del texto es de una claridad deslumbrante: “La cultura es uno de los grandes conceptos (sic) que mueven el Estado democrático y de derecho contemporáneo (sic) hasta el punto de haber sido propuesta (sic) como el cuarto elemento del Estado que habría que sumar a los tres tradicionales de poder, población y territorio (sic)”. Es un asunto menor, lo entiendo, pero, de verdad, ¿de qué edición del Petit Larouse extrajeron los redactores la definición de Estado contemporáneo? Toda la exposición de motivos es una exhibición de ignorancia petulante y mamarrachesca desarrollada en una prosa parapléjica. No obstante debe reconocerse que esta introducción no desdice el contenido real de una ley a la vez principista e invasiva y obsesionada por el control político- administrativo de la creación cultural, una ley innecesaria y burocratizante que además define y limita la estrategia de las políticas culturales que se impulsen en Canarias bajo premisas o demasiado obvias o demasiado discutibles. Por supuesto que un engendro reglamentista de esta naturaleza, cuya voluntad dirigista es indisimulable, culmina con la creación de dos nuevos órganos cavernosos: la Comisión de Coordinación del sistema público de cultura de Canarias y el Consejo Canario de Cultura, torre babélica en la que estarán representados todos los sectores, todas las artes y oficios, todas las sensibilidades y ambiciones y los sindicatos y los empresarios y la suegra del lector de esta columna si ha leído Mararía o se despista un poco.
Lo más penoso fue escuchar las encomiásticas majaderías de los diputados. Uno de ellos se congratuló casi hasta las lágrimas porque la nueva ley garantizaba el acceso a la cultura como un derecho, como si no lo hicieran ya la Constitución española y el Estatuto de Autonomía. Otro graznó que la ley blindaba un presupuesto creciente para las políticas culturas públicas, cuando no existe ninguna normativa en el ordenamiento jurídico español o internacional con semejante fuerza demiúrgica. Tampoco resulta necesaria una ley autonómica para la coordinación de las administraciones públicas en materia cultural y patrimonial. Es más flexible, más práctico, más eficiente llegar a acuerdos consorciales, periódicos y siempre revisables, que estar sujetos al cumplimiento de una ley que va a entorpecer con más expedientes y comisiones y reuniones y memorandos la colaboración interadministrativa. Nada de esto impidió, por supuesto, que el voto favorable a la ley fuera unánime y que puestos en pie sus señorías aplaudieran a Márquez como cierta familia de mamíferos marinos suelen hacer en los espectáculos del Loro Parque. Entre los diputados me fijé en un anciano que ya no repetirá en la Cámara pero que a cambio de insistir consiguió el respaldo de los suyos al proyecto de ley. Desde la Viceconsejería de Cultura le han prometido que será el primer presidente del Consejo Canario de Cultura. También el echadero es toda una cultura.