En medio de una situación económica y social desastrosa, Hugo Chávez Frías ha solicitado – y por supuesto obtenido – de un Parlamento que está a punto de terminar su mandato una nueva ley habilitante – y van tres – que le permitirá gobernar a decretazo limpio o sucio –según las necesidades de su revolución bolivariana – durante el próximo año y medio. No podía esperar. La próxima asamblea, la elegida este otoño, tendrá una amplia mayoría chavista, pero una muy activa minoría opositora. El presidente se la quitado encima durante hasta mediados de 2012 como mínimo. La Asamblea Nacional se reducirá de nuevo a un patio teatral desde donde ver a Hugo Chávez en acción. Hace algunos días varios cientos de estudiantes universitarios protestaron por la aprobación de la nueva Ley de Educación Superior. La respuesta de Chávez retrata perfectamente el alma de este sin par iguanodonte: “Los burgueses (sic) están otra vez en lo mismo. Yo les pido que me dejen trabajar en paz”. De modo que un jefe de Estado que dispone – gracias a la financiación estatal de sus propias campañas, de una propaganda incesante, de la compra del voto con neveras y harina para arepas, de reformas electorales ad hoc – de una acumulación de poder político y legislativo insólito en la historia de la República se irrita ante estos estudiantes pendejos, traidores a la causa del socialismo bolivariano, y suplica que le dejen trabajar pacíficamente hasta conseguir la ruina política y económica del país.
La nueva Ley de Educación Superior establece que la Universidad venezolana está supeditada al Estado revolucionario y su desarrollo estará sometido a una llamada “asamblea de transformación” con paridad de voto entre profesores, alumnos, personal administrativo y personal operario. Será el Estado, igualmente, el que decida el ingreso de los ciudadanos en los centros universitarios, con independencia de las pruebas de acceso que establezcan los mismos. ¿Y la autonomía universitaria? Bueno, el socialismo bolivariano no está para bromas. Como explica claramente la exposición de motivos del texto legal, “la autonomía universitaria supone un ejercicio responsable frente a los intereses y necesidades del pueblo y del Estado Revolucionario, en todos sus ámbitos, procesos, funciones y modalidades, en correspondencia con los planes nacionales de desarrollo para el fortalecimiento, consolidación y defensa de la soberanía e independencia de la Patria y la unión de nuestra América”. Los “procesos fundamentales” de la educación universitaria “deben contribuir a la construcción del modelo productivo socialista mediante la vinculación, articulación, inserción y participación de los estudiantes y trabajadores universitarios, en el desarrollo de actividades de producción de bienes materiales, transferencia tecnológica y prestación de servicios”. Qué cosa sea el modelo productivo socialista no lo explica la ley, pero basta con echar una ojeada a la situación económica de Venezuela para hacerse una idea aproximada. La Ley de Educación Superior es uno de los mojones – y nunca mejor dicho – que señala el tránsito de un Gobierno autoritario hacia un régimen totalitario.
En el año 2009 Venezuela arrojó un PIB negativo (un -2,5%) y una inflación acumulada del 25%. Es decir, Venezuela se instaló en la estanflación, esa terrible situación económica en la que el estancamiento o decaimiento de la producción económica se combina con una alta tasa de inflación. Las previsiones del Banco Central de Venezuela estiman que se cerrará el año aun con un PIB ligeramente negativo y una inflación cercana al 20%. La inflación es lo que más preocupa a los venezolanos y, sobre todo, a los venezolanos más pobres: una brutal escalada que comenzó a crecer en 2008 y que no ha parado apenas hasta hoy. Hace algunos meses un técnico estúpido, pero patrióticamente bolivariano, del Ministerio de Economía explicó que la inflación era estructural en Venezuela, un mal con el que país debería a resignarse a convivir, porque “la capacidad de compra está por encima del nivel de producción”. Hugo Chávez repitió esta alucinatoria cantinela en varias ocasiones. Un argumento que no es muy útil para explicar cómo la Venezuela de los años cincuenta y sesenta mantuvo una inflación media de entre el 1,6% y el 1,1%. Lo cierto es que con unos ingresos petroleros fabulosos en los últimos cinco años unas cifras como las que presenta la economía venezolana solo pueden diagnosticarse como el producto de una nefasta, oligofrénica, torpe y sectaria gestión económica en la que la voluntad política –y politiquera – cree que se basta y se sobra para alumbrar milagros. La creación de comunas y cooperativas empresariales no han aumentado ni la producción ni el ritmo de consumo. La compra de empresas a golpe de talonario – y a cuenta de los ingresos petroleros – no ha obedecido a razones económicas objetivables, sino a golpes de inspiración ideológicos o a intereses particularistas más o menos inconfesables. Venezuela importa del exterior – y Estados Unidos es un cliente privilegiado — un volumen de alimentos superior al de los tiempos presidenciales de Carlos Andrés Pérez. Los controles políticos – o más exactamente: partidistas – impuestos a la economía venezolana se han revelado como nefastos. El control de precios ha contribuido decisivamente a la fuerte inflación y el control de cambio ha generado una sobrevaluación cambiaria gravosa para el país. Como explica con precisión un economista venezolano, el flagelo de la inflación, principal síntoma del caos económico venezolano y producto de una política económica delirante, está engarzado en dos factores: “El primero de esos factores es el desbocado gasto público, a través del cual se inyectan a la economía los abultados ingresos petroleros, expandiendo la oferta monetaria y estimulando el consumo. Al crecer la demanda más intensamente que la oferta interna, se produce un fenómeno de alza de precios, a pesar del incremento notable de las importaciones con las que se pretende complementar la insuficiente oferta local. Esa dependencia creciente de lo importado se ha traducido en presiones inflacionarias adicionales, ya que la sobredemanda internacional de productos básicos, combinada con el desvío de productos agrícolas para la producción de biocombustibles, ha generado una escasez creciente de alimentos, con su consecuente encarecimiento en algunos casos desproporcionado”.
Este es el país en el que Hugo Chávez pide que lo dejen trabajar en paz. Un país carcomido por una corrupción inaudita y una feroz violencia callejera que el Gobierno parece cuidarse, incluso, de evitar con demasiada dedicación. Cuando escucho o leo a supuestos o reales izquierdistas en Europa, España o Canarias defender al régimen de Chávez como una alternativa para Latinoamérica, como un proyecto emancipador, como una nueva fórmula de socialismo para el siglo XXI, ya no me río. La verdad es que tampoco lloro. Solo constato el pésimo estado de salud político, teórico y cultural de la izquierda en todas partes. Su empeño en desacreditarse cada día un poco más, de derrota en derrota hasta la victoria final de la obsolescencia, el engaño y el cinismo.
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