Alfonso González Jerez

Despierten

“Todas las religiones son cruzadas contra el humor” (Cioran)

No voy a escribir un artículo sobre los humoristas de Charlie Hebdo asesinados en París por dos miserables fanáticos. Espero que la policía los atrape, que sean juzgados con las debidas garantías procesales y que no vean jamás la luz del sol mientras son alimentados el resto de sus vidas exclusivamente con productos porcinos. Oh, ya he cometido una incorrección. Quería escribir precisamente de eso. De las estúpidas miasmas que han circulado por las redes sociales con el sano propósito de advertirnos que las cosas no son tan sencillas, que la religión poco o nada tiene que ver con esta masacre, que mucho cuidado con la islamofobia, que ya se ve a lo que conduce la infinita arrogancia eurocéntrica y criptocolonialista, por no recordar los que saben de buena tinta que todo este horror está diseñado por la CIA, el Pentágono, el gobierno israelita y el Fondo Monetario Internacional.

Mucho cuidado, sí, con la religión. Esta obsesión izquierdosa por borrar la religión como factor nuclear del yihadismo sería hilarante si no estuviera nutrida por una idiotez inacabable, siempre autosatisfecha e incapaz de entender que entre los combatientes islamistas no son motivaciones políticas las que utilizan las convicciones religiosas como excusa, sino aproximadamente lo contrario. O por decirlo con mayor precisión: para los yihadistas no existe diferencia alguna entre opción política e identidad religiosa. La afiliación religiosa agota su identidad política. Es una incompresión radical y patética aquella que no entiende, que se niega resueltamente a entender, que alguien mate por razones religiosas, porque crea con una atroz fuerza interior que su dios exige un  tributo de sangre y recompensará su voluntad de exterminio del infiel. La falta de costumbre, imagino, por parte de europeos para los que la religión supone, mayoritariamente, un vago recuerdo infantil. La religión –según los esquemas interpretativos asumidos por ese progresismo batueco y altisonante que niega así la tradición intelectual de la que se supone forma parte  – debe ser siempre un epifenómeno. Una excrecencia superestructural. Pues no lo es. La religión, para los fanáticos religiosos, lo es todo; es, precisamente, una forma de totalitarismo, una ideocracia cerrada e incuestionable. Política, moral e intelectualmente el Corán es tan despreciable como las Escrituras cristianas. La única diferencia relevante es que en los últimos 300 años hemos conseguidos domesticar civilmente (más o menos) a las iglesias cristianas. No ha ocurrido así con el Islam, que no necesita a moderados sino, en todo caso, a reformistas que consigan secularizarlo.  No aparecen por ningún lado. En cambio lo que se ha fortalecido en las últimas décadas es un movimiento político de vocación universal que basa en supersticiones y prejuicios de cabreros medievales su anhelado modelo de organización y control social y que, divididos entre facciones y ejércitos en disputa, se extiende pujantemente en el norte de África. Y llegan a París y asesinan una docena de escritores y viñetistas. Despierten de una puñetera vez.

Frente a la violencia ideológica en las sociedades democráticas – o que aspiren a no dejar de serlo – no puede concebirse mayor error que concederles la razón a medias a los violentos, los asesinos y extorsionadores.  No es otra cosa practicar desde la comodidad del ordenador o la tablet la victimización de los verdugos,  elevados desde su condición de repugnantes criminales a la digna categoría de signos políticos que apuntan a otras responsabilidades ajenas a su vesania, al fin de cuentas, pura subjetividad fanática. Que apuntan a Europa. Que apuntan, en definitiva, a los propios masacrados. Esta sórdida inmoralidad se enmascara bajo ese ejercicio de masoquismo eucarístico que repite incesantemente que todo ocurre por nuestra culpa, por nuestra grandísima culpa, por nuestra eurocéntrica y colonialística culpa. Una forma particularmente oligofrénica y ruin de regir un problema áspero, complejo y trufado de amenazas y peligros, y en el que no se juega únicamente el destino de las frágiles democracias europeas, sino también el de muchos millones de musulmanes brutalmente sojuzgados por tiranos, militares y clericanallas que aplastan cotidianamente sus libertades. Incluida, por cierto, su libertad religiosa.

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La operación

Fernando Ríos Rull ha descubierto, con un malestar espiritual perfectamente comprensible, que CC se convirtió en una fuerza derechista e insularista el pasado 12 de septiembre, cuando fue elegido candidato presidencial Fernando Clavijo. Porque en realidad toda la tartufesca escenografía que Ríos Rull se está marcando – los pucheros y las críticas previas a la votación del candidato, la chismografía tuitera posterior, su abandono de la organización – se derivan simplemente de este modesto hecho: Paulino Rivero – ese adalid del nacionalismo progresista y ecologista en Canarias — no consiguió optar a un tercer mandato presidencial. Desde ese día aciago los partidarios de Rivero han tocado todos los palos de la intoxicación más deleznable y ridícula, sin desdeñar ni las teorías conspirativas – un complot en el que el pobre presidente del Gobierno, a solas con los presupuestos generales de la Comunidad autonómica y el Boletín Oficial de Canarias, se convirtió en víctima de gente tan ambiciosa que estaban dispuestos a que no gobernara durante doce años ininterrumpidos – ni las denuncias sobre un partido sojuzgado y silenciado, sin comparación apenas con ese pujante y transparente vergel de debate y crítica que era la CC tinerfeña bajo la muy democrática guía de Javier González Ortiz. Y, por supuesto, en la gallarda despedida de Fernando Ríos no se encontrará una palabra de reproche por la perversión político-ideológica que padece la organización al secretario general de Coalición Canaria, José Miguel Barragán, ni al presidente de CC, que no es otro que el mismo Paulino Rivero.

La salida de Ríos Rull de CC no es una decisión estrictamente personal, sino que se inserta en una estrategia política del señor Rivero para sobrevivirse políticamente después del próximo mayo. Con un gesto de suprema delicadeza Ríos Rull no ha dimitido como comisionado del Gobierno autonómico –a lo que cualquier ciudadano con un mínimo sentido de la decencia estaría obligado –sino que ha puesto su cargo a disposición del jefe del Ejecutivo. Ya se verá si Rivero lo destituye o no mientras se fragua el siguiente acto de la astracanada, la retirada del PNC, es decir, de Juan Manuel García Ramos y su muy reducida comparsa, entre ajijides y jaculatorias para la refundación de un auténtico nacionalismo canario, mimetizando en lo posible aquella patochada que se llamó la Federación Nacionalista Canaria y que contó en su día con las bendiciones de otro patriota de izquierdas, Dimas Martín. Lo apasionante será comprobar el papel que se reserva Paulino Rivero, pero después de los últimos años no resulta del todo inverosímil  que intente simultáneamente agotar su mandato y liderar (¿a medias?) una nueva (o no tanto) opción política. Cualquier ciudadano convendría en entender esta operación como una estafa sórdida e intolerable. Y se quedaría corto.

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La felicidad navideña

Uno de los puntos supuestamente fuertes de los puristas que reniegan de las felicidades y emociones navideñas es que se resisten valiente y, por supuesto, sufridamente, a la oligofrénica dictadura de un rebaño adocenado por supersticiones, consumismos, embelecos simbólicos. Estos fieros espíritus reclaman una felicidad perfecta, que no esté contaminada por nada que insinúe siquiera derogarla. Se me antoja una exquisitez un poco zafia. No existe la felicidad perfecta como no existe la perfecta infelicidad, y en eso insistió Primo Levi, que vivió la esperanza, el humor y la curiosidad en un campo de exterminio. Pero, sobre todo, los puristas que detestan las navidades y convierten este asco en una cansina bandera desde mediados de noviembre – yo fue uno de tantos: los conozco bien — equivocan la perspectiva. Quieren una felicidad que les sea digna, cuando se trata de lo contrario: somos nosotros, todos nosotros, los que tenemos como imperativo moral ser dignos de la felicidad. Y la felicidad no está en las excepciones como el aire no se respira en las grandes ocasiones. La felicidad, como la belleza, como la poesía, puede llegar ininterrumpidamente durante las veinticuatro horas del día y hay que estar muy atentos para merecer el milagro y modelar con esa arcilla fugaz un vertiginoso instante de emoción. La felicidad está tan presente y tan esquiva que se puede encontrar incluso en las entretelas de una celebración antiguamente decretada por el nacimiento de un dios inconcebible en el que ni siquiera creemos. No sé por qué no debemos divertirnos y emocionarnos en navidades, en fin, cuando bailamos felizmente en los carnavales en un recinto discutible gestionado por la Comisión de Fiestas cuyo calendario es reglamentariamente inapelable. Tampoco sé, sinceramente, qué puede ser la felicidad. Querer ser feliz no es una dádiva que se espera obtener por un buen comportamiento. El deseo de ser feliz y el anhelo de compartir esa dicha tienen su raíz en un deseo vital que resulta, al mismo tiempo, una virtud en sí misma.
Creo que los argumentos contra la felicidad navideña – efímera, ridícula y tan débil como todas – se resumen en una combinación amormante de ansias de trascendencia, desprecio a lo cotidiano y mala conciencia ratonera. Curiosamente me parecen tres signos inequívocos de flatulencias judeocristianas. No deja de ser curioso que las motivaciones de los más insistentes críticos a los jolgorios navideños estén tan íntimamente relacionados con lo peor de la ideología religiosa que proclaman detestar. Si usted encuentra hoy alguna de estas ceñudas almas mascullando fúnebremente por las esquinas de esta insignificante ciudad dígale que no sean tan cristiana vieja, invítele a una copa y deséele, con toda la perversión que cabe en la generosidad, una feliz navidad.

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Por todos y con todos los compañeros de Charlie Hebdo

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Sentido común (y capital)

El magnífico anuncio de la apertura de una negociación pública entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba para el restablecimiento de relaciones diplomáticas, con la suspensión del bloqueo comercial que ha padecido la isla durante medio siglo en un plazo razonable, produjo una primera reacción sorprendente: Cuba había ganado y las izquierdas comunistas tiraban voladores. ¿Qué es lo que lleva a muchas izquierdas — e incluso a algún que otro socialdemócrata hiperestésico – a seguir defendiendo el régimen político cubano? Esta apología entusiasta tiene, en realidad, un único argumento poderoso: sin la Cuba moldeada por el castrismo (y entiéndase la actual Venezuela como un énfasis añadido) desaparece la única referencia alternativa al capitalismo. Es simplemente un asunto de legitimidad – y credibilidad – de una ideología, el comunismo leninista, pertinazmente refutada por la realidad de sus ruinosos resultados políticos y económicos.  En Cuba también.

Porque Cuba, al filo del 2015, nada tiene que ver con el país que era hace apenas una década, no digamos un cuarto de siglo. Si Cuba estuviera gobernada por comunistas europeos (o argentinos) el régimen se hubiera hundido en los años noventa. Para su supervivencia, por supuesto, el petróleo venezolano ha sido singularmente valioso, pero no estratégicamente decisivo. El castrismo, todavía con Fidel en el poder, comenzó a liberalizar moderada y a veces titubeantemente la economía, a estimular la inversión extranjera, a abrir con timidez el consumo, a desestatalizar, siquiera muy parcialmente, la actividad agraria, a intentar racionalizar una administración ineficaz y parasitaria. Todas esas medidas y otras se han intensificado (administrativa y legalmente) bajo la dirección de Raúl Castro. El modelo – con todas las adaptaciones caribeñas que se quiera – es China: mayor libertad económica como única forma de salir de una miseria más o menos digna o trapacera bajo el férreo e indiscutible control del partido único y las Fuerzas Armadas. Remedando a Fidel, dentro de la liberalización económica y de una apertura prudente al capital y a la propiedad privada, todo, fuera del orden político, ideológico y militar, nada. Es la economía (la única economía realmente existente: el capitalismo, las inversiones del capital privado, el libre comercio) el motivo último y central que ha puesto de acuerdo a Obama y a Castro. El primero presionado por gobiernos y grandes empresas europeas y, en especial, latinoamericanas. El segundo a sabiendas que no le queda otra opción que arriesgarse a una hipotética inestabilidad política futura para conservar la estabilidad política presente en el delicado tránsito hacia un gobierno – y una gobernanza – que no dispondrá ya de las figuras míticas de Sierra Maestra.  Aquí no ha ganado ni el socialismo, ni la dignidad, ni la honestidad, ni ninguno de esos pujos calderonianos a los que son tan extrañamente aficionados los comunistas. Ha ganado el sentido común sobre un montón de billetes crepitantes.

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