Alfonso González Jerez

Una reforma insignificante

Pedro Sánchez, el secretario general del PSOE, sigue empeñado en conquistar territorios adánicos donde pueda sonreír con inocencia y estirar la ideología como quien estira las piernas. Su última ocurrencia pasa por derogar la reforma express del artículo 135 de la Constitución que fraguaron en unos días los equipos de un agónico José Luis Rodríguez Zapatero y un venidero Mariano Rajoy. Las izquierdas, de inmediato, le han afeado lo que consideran un comportamiento mezquinamente oportunista, en una actitud que me parece básicamente religiosa: si te has equivocado, vienen a decir, no tienes derecho a enmendarte. Los sectores más calvinistas de las izquierdas (en IU y en Podemos) tienen claro que un maldito socialdemócrata peca simplemente por serlo. Estás condenado y punto. Incluso he podido leer a algún dirigente pablista recordar que todo el sufrimiento insondable que ha arrastrado este reforma constitucional no puede purgarse cambiando de opinión. Una reacción muy curiosa, porque el artículo establece, en su disposición adicional única, que los límites de déficit estructural entrarán en vigor a partir de 2020.

La reforma del artículo 135 de la Constitución española fue un gesto urdido por Rodríguez Zapatero para reafirmar ante los mercados de deuda, las agencias de calificación y los gobiernos europeos que el Gobierno español cumpliría con solvencia sus compromisos fiscales. El fantasma de la intervención de la economía española era por entonces aterradoramente real. Y la intervención supondría la pérdida del ya muy estrecho margen de maniobra política del Gobierno y un cañonazo a la línea de flotación de un sistema financiero y económico a punto de desplomarse. El contenido del artículo 135 no suponía de facto una nueva obligación legal. La limitación del déficit estructural, la prioridad en el pago de la deuda y el establecimiento de un techo de deuda pública para el Estado y las comunidades autonómicas ya estaban comprometidos por diversos tratados europeos de rango constitucional. Países como Suecia – ese anhelado espejo de políticas sociales y Estado de Bienestar – han introducido mecanismos de límite de deuda en sus constituciones y en su legislación general antes incluso de la crisis financiera de 2008.  Que la deuda pública española represente hoy casi el 100% del PIB no es suficiente, al parecer, para infundir una mínima reflexión — un fisco de prudencia — a los que creen que el Estado puede estirar el chicle de su endeudamiento hasta el infinito y más allá,

El profesor Pablo Iglesias podría perfectamente gobernar sin tocar o retocar excesivamente el actual artículo 135. Bastaría con que incrementara los ingresos fiscales del Estado – y las comunidades autonómicas – como nos ha advertido que se puede hacer desde una voluntad política rotunda e inteligente, a través de una reforma del sistema tributario y una reducción sustancial de la economía sumergida. El artículo 135, por ejemplo, no impide per se la renta básica universal. Lo impiden las propias capacidades económicas del país. Según los técnicos del Ministerio de Hacienda una RBU aplicada solo a los ciudadanos desempleados y/o en riesgo de exclusión social, exigiría 72.000 millones de euros anuales. Un 38% de todo lo recaudado recaudado en el año 2013.

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Diputuiter

En el vídeo – como en todos los anteriores de este peculiar subgénero audiovisual – se observa a la diputada Patricia Hernández preguntando solemnemente y con gran prosopopeya al ministro de Defensa sobre la agresión de un buque de la Armada española contra activistas de Greenpeace en aguas canarias. Cada vez que lanza una pregunta en el pleno del Congreso de los Diputados Hernández tarda menos de lo que cuesta elegir un candidato presidencial socialista en difundirlo por las redes sociales y, en especial, por twitter: ha conseguido así – y gracias a varias preguntas a diversos ministros sobre asuntos particularmente graves – la moderada notoriedad que disfruta en  Madrid y en Canarias. Pero las preguntas en el pleno de la Cámara Baja no representan la parte más sustancial del trabajo de un diputado. No hay nada particularmente heroico ni resolutivo en dirigirse a un ministro y, con una cuidadosa indignación contenida, un semblante severo, una ironía no precisamente deslumbrante, plantear una cuestión al responsable ministerial de turno. Leerse y estudiarse expedientes, estar inmejorablemente informado de la situación política, social y económica de sus representados, intervenir en la elaboración de leyes, presentar mociones, participar en equipos para diseñar textos alternativos, luchar en la elaboración de propuestas presupuestarias. Esa es la labor básica de un diputado que se toma su trabajo en serio. El abuso sistemático de las redes sociales para resaltar supuestos momentos de gloria solo contribuye a una trivialización de la acción política que está embadurnada de un personalismo a veces pueril y, por su propia naturaleza, siempre fugaz y cominero.
Ocurre, sin embargo, que este comportamiento de Patricia Hernández es casi una anécdota (aunque ilustrativa) en el PSC-PSOE. Porque en el PSC-PSOE, en la anterior legislatura autonómica, no se diga en la presente, se ha mostrado reiteradamente incapaz de presentar un análisis de Canarias en la peor encrucijada económica de su historia y perfilar un conjunto de alternativas, propuestas y acciones en el ámbito del reformismo socialdemócrata. Ni un solo documento ha pergeñado la dirección del PSC en los últimos seis años. Ni un miserable debate estratégico, programático, ideológico puede constatarse en el seno interno de la organización socialista transformada en un desolador erial político e intelectual. El PSC es hoy indistinguible de un ficus encantado de su insignificancia. El único producto relevante de la factoría PSOE  relativo al Archipiélago fue aquel Plan Estratégico de Canarias que los mismos socialistas isleños han olvidado a conciencia, tanto en sus diagnósticos, como en sus propuestas, como en los compromisos presupuestarios. Debe ser que no cabe en un tuir.

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La última oportunidad perdida

El pasado martes Mariano Rajoy le espetó a Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados, poco más o menos, que no le molestara con zarandajas sobre la reforma de la Constitución, que hay que ser serios y tal. Que en una situación como la que vive en este país su máximo responsable político, el presidente del Gobierno español,  exija seriedad a la oposición es hilarante. Nada de reformas constitucionales, por lo tanto, y no moleste usted, joven, que estamos muy ocupados. Debe reconocerse que la oferta para una reforma consensuada del secretario general del PSOE era un poquitín abstracta aunque llegaba con los buenos deseos federalizantes bajo el malherido sobaco socialdemócrata. Una reforma constitucional no puede ni debe reducirse a la postura postiza y reactiva frente a un problema político concreto y complejo, como es ahora Cataluña, donde el soberanismo ha traspasado, muy probablemente, la línea de cualquier solución de mutuo acuerdo para la continuidad catalana en el Estado español. Una reforma constitucional debe plantear el rediseño de las instituciones públicas y de las relaciones políticas, financieras y fiscales entre el Gobierno central y las comunidades autonómicas, entre otros graves y complejos asuntos. El PP no quiere oír hablar de este proceso y al PSOE se le supone voluntad, pero evita como el fuego mayores precisiones. Por ultimo, una reforma constitucional como la que le urge al país no puede negociarse y aprobarse en el lapso de un año escaso, que lo que resta de legislatura, sin contar con unas elecciones autonómicas y locales a la vuelta de la esquina. Los dos partidos hegemónicos de la política española han perdido una oportunidad excepcional para actuar como instrumentos políticos capaces de una reforma inteligente y solvente del establishment.  Han obviado los incentivos estratégicos para emprenderla a fin de apurar todas las ventajas del status quo desde un cortoplacismo suicida. Y lo van a pagar política y electoralmente.
Conservadores y socialistas ni siquiera han conseguido trenzar un compromiso de transparencia sobre los viajes y desplazamientos de diputados y senadores con dinero público después del flatulento escándalo de José Antonio Monago. Lo que han decidido es que los grupos parlamentarios se convertirán en custodios y fiscalizadores de los billetes de avión, tren o trineo siberiano que consuman sus señorías. Los ciudadanos no podrán acceder a la información al respecto directamente, como ocurre con los votantes británicos o alemanes. El PP y el PSOE trabajan activamente para profundizar la crisis de legitimidad política de un Estado cuyo entramado institucional se muestra cada vez más ineficaz, más ineficiente, más ocupado prioritariamente en su propia autorreproducción

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Otras menudencias

No digo que cada día no tenga su afán y cada noche su duermevela, pero creo que nos agobian problemas más importantes que el incidente entre el barco de Greenpeace y la Armada Española en las aguas donde ya han comenzado las prospecciones indagatorias de Repsol, más graves incluso, y que caigan sobre mi cabeza todas las maldiciones del averno ecológico, que las prospecciones mismas. Si está claro (y lo está para Juan López de Uralde: leáse la entrada al respecto en el blog www.seguimosinformando.com) que varios tripulantes del Artic Sunrise, a bordo de lanchas rápidas, pretendieron abordar la plataforma, ya sea para plantar ahí una pancarta, ya sea para pintar algún eslogan de protesta, no cabía esperar otra actitud del buque de la Armada que la de una abierta oposición a fin de impedirlo. Algo muy distinto es que la reacción de la Armada haya sido brutalmente desproporcionada, embistiendo ferozmente contra los ecologistas y, al final, hiriendo de cierta gravedad a una de ellos. La guinda del despropósito – y evidencia de una pésima gestión política y operativa de esta crisis – se concentra en la multa impuesta a Greenpeace y la inmovilización de su barco en Arrecife hasta que abonen la sanción.
Uno sabe perfectamente que el atractivo épico de este asunto resulta casi irresistible, trufado de metáforas, imágenes, indignaciones y reclamos, y el Gobierno autonómico lo jalea con una habilidad retórica digna de Sautier Casaseca. El presidente Paulino Rivero ha llegado a afirmar enardecidamente que “esto es la mayor agresión de España a Canarias desde la conquista”, sin precisar luctuosos episodios anteriores. De creer a Rivero los sondeos en las proximidades de Lanzarote y Fuerteventura es lo peor que nos ha ocurrido en los últimos 500 años. Sin duda instalado en la frivolidad, se me ocurren otras cosas, pongamos, el franquismo: una dictadura criminal que asesinó a cientos de canarios, encarceló y torturó a varios miles y nos condenó a una autarquía de hambre, piojos, terror, ignorancia planificada y subdesarrollo.
El presidente Rivero sufre, como es notorio, una disonancia histórico-cognitiva que le ha llevado a asumir que la historia de Canarias comenzó en junio del año 2007. Aun así en estos siete años y medio podemos citar entre otras menudencias un desempleo que ha llegado al 33% de la población activa, unos servicios sociales a punto de colapsar, un empobrecimiento asfixiante de las clases medias, una estructura político-administrativa cuyo mal diseño y deficiente funcionamiento no ha llevado a reformas estructurales imprescindibles, un incremento portentoso de la desigualdad de rentas, problemas de malnutrición infantil, una paralización suicida en el desarrollo de energías alternativas. Igual el señor Rivero tiene razones para obsesionarse febrilmente con los sondeos y utilizar el petróleo como tinta de calamar. Los ciudadanos, no.

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Imputaciones y responsabilidad política

Desde hace algún tiempo una alta autoridad política de Canarias (llamémosla así) mostraba su hondísima preocupación por escándalos judiciales que salpicarían a compañeros de su partido. Varios relevantes periodistas tinerfeños podrían certificar su estupefacción al escuchar a la muy alta autoridad repartiendo oscuras admoniciones y pringosos vaticinios. La pasada semana un juez de instrucción de La Laguna imputaba al alcalde de la ciudad y candidato presidencial de Coalición Canaria para las elecciones autonómicas del próximo mayo, Fernando Clavijo, por cuatro supuestos delitos. La canallesca, cuya intrínseca maldad no es discutible, ha potenciado los chascarrillos al respecto, pero resulta innecesario – y además inverosímil – relacionar causalmente  ambas circunstancias. O no.
Es absolutamente inútil advertir que un imputado no es un acusado. No todo detenido es imputado o procesado, no todo imputado o procesado es acusado, y que no todo acusado es condenado o culpable.  Pero en el tormentoso clima político y moral que está demoliendo este país las precisiones técnico-jurídicas devienen irrelevantes. No es que un imputado se situé automáticamente bajo la sombra de la sospecha: un imputado, en el mejor de los casos, es culpable si no se demuestra lo contrario. Hace pocas semanas los principales procesados el denominado caso Icfem (con Víctor Díaz, consejero de Empleo en el Gobierno de Manuel Hermoso, a la cabeza) fueron declarados inocentes de todos los cargos después de  dieciséis (16) años de pleitos judiciales. No son una excepción, ni en Canarias ni en España. Estos dieciséis (16) años de amarguras, sinsabores, humillaciones y nauseas supusieron, además, su extirpación sin contemplaciones de la vida política. Es curioso  —dolorosamente curioso para sus víctimas – el perverso dibujo del caso Icfem, por el que varias ciudadanos comprometidos en la lucha antifranquista terminan como apestados políticos en la democracia parlamentaria por la gestión de un organismo público en el que – tantos años después – quedó establecido que no cometieron ningún delito, ninguna irregularidad punible, ninguna estafa (1).
Es delicado fijar la línea roja judicial por la que un cargo público – o un candidato electoral –debe presentar su dimisión o renunciar a su candidatura. Encuentro que lo más razonable, entre todas las opciones, y salvo la imputación de delitos graves, es presentar o exigir la dimisión al minuto siguiente de que el magistrado dicte el procesamiento. Todavía no he encontrado un jurista capaz de afirmar que el auto de imputación que ha caído sobre Fernando Clavijo no presenta incongruencias sorprendentes, abuso de procedimientos inductivos y el relato de un comportamiento de gestión cogido con alfileres temblorosos. Clavijo ha decidido continuar adelante, ofrecer todo tipo de explicaciones a sus vecinos y a los medios de comunicación y confiar en la administración de justicia. Es una apuesta políticamente arriesgada pero que, a mi juicio, solo puede tomar un hombre, y un dirigente político, que sabe que ha actuado honradamente y sin haber conculcado la legalidad.

(1) Un ejemplo entre cientos de cargos públicos imputados es el de Cayo Lara, coordinador general de Izquierda Unida, que acaba de anunciar que no se presentará a las primarias para la candidatura presidencial de las elecciones generales de 2015. Durante su etapa como coordinador de IU de Castilla- La Mancha,  Cayo Lara, junto al alcalde de Seseña, estuvo imputado durante varios meses por los delitos de falsa denuncia y falsedad de documento público a raíz de una denuncia del constructor Francisco Hernando, alias el Pocero.  Casos como los de Demetrio Suárez –en Madrid — o Carmelo Padrón –en Canarias — son ejemplos perfectos de carreras políticas virtualmente pulverizadas, o paralizadas durante lustros, a causa de procesamientos de los que salieron como inocentes de todos los cargos, y existen fundadas razones para sostener que los denunciantes no pretendían otro objeto.   

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