Alfonso González Jerez

El acróbata

Todo el mundo puede recordar como el presidente del Gobierno autonómico, Paulino Rivero, envió una carta al Rey de España para advertirle de los “brotes soberanistas” que la gravísima situación social y económica del archipiélago estaba alimentando. Que un nacionalista considere que el soberanismo sea motivo de alarma resulta bastante asombroso, por no decir chiripitifláutico, pero Rivero consiguió su anhelada reunión en el Palacio de la Zarzuela, y a la salida, proclamó muy ufano que Canarias “ya estaba en la agenda de la Casa Real”. La expresión carece de cualquier sentido político. El jefe del Estado, en esta averiada monarquía parlamentaria,  carece de cualquier poder ejecutivo. El Rey no tiene sensu stricto ninguna agenda política: eso es, constitucionalmente, un contrasentido. Lo del presidente canario es un titular más de la incansable  factoría Rivero, porque don Paulino estima que día que no ha marcado con sus titulares el territorio zoológico de la Presidencia es un día perdido. El contenido semántico del titular es indiferente. Lo importante es que se escuche la voz del trueno estremeciendo las portadas y los micrófonos temerosos de Dios.
Al cabo de una semana se discute en el Parlamento esa reforma del Estatuto de Autonomía de Canarias que tanto coalicioneros como socialistas saben, desde el primer momento, que quedará destrozada contra los riscos de la mayoría absoluta del PP en las Cortes. Y el presidente del Gobierno toma la palabra y expectora un nuevo titular cincelado lapidariamente por sus brillantes escribas. Es necesario un nuevo Estatuto de Autonomía, como es imprescindible un nuevo REF, para que no se prolongue “el trato colonial a Canarias”. Trato colonial, dice el estadista alarmado por la creciente desafección de los isleños hacia el Estado español. Y apenas 24 horas más tarde el anticolonialista presidente recibe sonriente al Príncipe de Asturias y le acompaña mañana y tarde en regocijadas inauguraciones en Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria.
Paulino Rivero consuma estas transformaciones súbitas sin necesidad de disponer de una cabina telefónica como la que usaba supermán. Ni falta que le hace. Rivero no vive en Las Palmas, en Santa Cruz o en El Sauzal. Vive instalado intrauterinamente en un titular perpetuo. Salta de titular en titular como un poeta dadaísta en taparrabos. Lo único censurable es que Canarias no necesita un acróbata epiléptico obsesionado por seguir bajos los focos en el centro de la pista. Un presidente, en cambio, no vendría mal.

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El Mae

La hija de unos amigos, alumna del colegio Montesori, le llegó a preguntar a su madre quien era el Mae de los otros colegios. El Mae, Antonio Castro Álvarez,  era el maestro que fundó el Montesori y lo dirigió durante décadas en el barrio santacrucero de El Toscal, y para la hija de mis amigos resultaba inconcebible que en cada centro escolar no lo hubiera, tenía que haberlo, era sencillamente obvio y natural que lo hubiera. Un Mae, es decir, una referencia inmediata, como cuando la luz entra en la habitación y sabes que ha amanecido, o en la caminata se oye un rumor próximo y aparece el mar al final del camino; o cuando terminas la frase y quedas estremecido y feliz porque el cuento ha acabado y el caballero ha ganado la batalla al dragón. Quizás en lo otros colegios el Mae no fuera anciano, ni llevara una guayabera blanca a menudo arrugada, ni caminara con esa lenta meticulosidad, ni lo supiera todo, ni reconociera que no lo sabía todo pero, ¿cómo no iba a haber un Mae en todos los colegios? Pues no lo había, Candela; no los hay. Y por eso quizás somos un poco menos felices, algo menos dignos, un fisco – y quizás no solo un fisco – más torpes, confundidos, asustados.
Era el Mae, por supuesto, porque lo llamaron así los niños, sus primeros alumnos, y siguieron llamándolo así promoción tras promoción, desde los años sesenta, cuando hastiados de la opresión mentecata y el nacionalcatolicismo obligatorio de la dictadura, fundó con varios colegas su humilde colegio en el centro más populoso de esta pequeña, mezquina y tan grotescamente autosatisfecha ciudad. Una diminuta pero poderosa isla de laicismo, cultura y espíritu crítico a la sombra hiriente de todos los campanarios. Jamás conocí a un personaje tan respetable y respetado y tan absolutamente ajeno a la voluntad de construirse un personaje. En sus muchos años de dirección y docencia se han sucedido políticos, empresarios o periodistas – por señalar tres especies intranquilizadoras – y quizás ninguno ha tenido una influencia similar a la suya, porque le bastó ser un hombre libre y un maestro volcado con pudoroso amor en su oficio para ayudar a crear, con mayor o menor fortuna,  hombres y mujeres libres, críticos, escépticos, insatisfechos y felices al leer, al estudiar, al jugar. Al descubrir y explorar el mundo bajo su palabra precisa e irónica, recta y generosa. El Mae se ha muerto ahora, y créanme, desde hoy esta ciudad está más sola, es aun más descuidada y estúpida, y ha perdido a una de esas personas excepcionales que durante toda su vida solo hace el bien, un bien que alimentaba la inteligencia, la libertad y la honradez sorteando la conspiración cotidiana de los estúpidos, los ignorantes y los  codiciosos, sin traicionar su vocación ni ahorrarse un sarcasmo justiciero, una huelga de hambre  o un minuto de atención a un alumno.

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Un Gobierno maltusiano

Siempre sospeché que el Gobierno de Mariano Rajoy no era liberal – a esta pandilla de  funcionarios apesebrados, primos de sus primos y rentistas el liberalismo les debe parecer una herejía modernoide – y ahora está claro que su inspiración filosófica no proviene de Milton Friedman, sino de Thomas Malthus. Este es un gobierno malhtusiano que entiende que debe preservarse al Estado de los ciudadanos y en ningún caso a los ciudadanos del Estado, no se diga de las injusticias, el pauperismo, el desempleo o las desigualdades de renta. El Estado se debe preservar para que pueda pagarse la deuda pública y José Ignacio Wert disponga de policías suficientes para abrir cursos académicos o inaugurar catedrales.
El verdadero corazón maltusiano del programa del Gobierno conservador ha quedado patente por una distracción cometida en el informe redactado a propósito de la nueva ley del aborto diseñada por Alberto Ruiz Gallardón entre lectura y lectura del Malleus Maleficarum, el gran tratado sobre la cacería de brujas publicado en el siglo XV. El informe apunta que las restricciones al aborto supondrán un positivo impacto para la salud económica del país porque, entre otros bienhechores efectos, ayudará a un aumento de los índices de natalidad. De acuerdo, solo un oligofrénico incurable puede imaginar que si prohíbes abortar, las mujeres no abortarán, porque la experiencia histórica, social y clínica acumulada demuestra que, simplemente, abortarán en peores condiciones, salvo las ricas, que podrán hacerlo en otros países de la impía Europa. Pero lo que cuenta es la inspiración, el horizonte, el sello intelectual de semejante reflexión. ¿Para cuándo la reforma –sesuda, equilibrada, prudente, gallardoniana en fin  — de la ley del divorcio? ¿No es evidente su impacto en el mercado de alquiler de vivienda, en el consumo en el ocio nocturno, en la prolongación voluntaria de la jornada de trabajo para no llegar al piso vacío y destartalado? ¿Cuándo se producirá la introducción de una normativa que permita –con las consecuentes desgravaciones fiscales – pagar por trabajar como una vía óptima para el reflotamiento de las empresas y el aumento de la recaudación tributaria? Abandonado como un traje ya sin remiendo la socialdemocracia, arrinconada la izquierda comunista, sepultadas las fantasías liberales como máscara ajada del capitalismo de cortijo, ese que mantiene a un diputado sentado y encausado en el Tribunal Superior de Justicia de Canarias sin que nadie le pida la dimisión, ha llegado el turno de Malthus, que además era sacerdote, aunque escribía peor que Santa Teresa.

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Paulino Rivero y la desafección a CC

La dirección de Coalición Canaria no abrirá formalmente su debate sobre la candidatura presidencial para las elecciones autonómicas de 2015 hasta el próximo junio, pero el jefe del Gobierno regional, Paulino Rivero, ya ha comunicado a sus compañeros – empezando por el secretario general, José Miguel Barragán – su voluntad para optar a un tercer mandato. Cuando los periodistas le han preguntado a Rivero al respecto el presidente ha señalado lacónicamente dos argumentos sorprendentes. Primero, que nada lo impide en los reglamentos de CC; segundo, que se siente con fuerzas. Son razones, como se ve, absolutamente ajenas a los electores, a los que en su inmensa mayoría, los reglamentos coalicioneros les importan un higo pico, pues maldita influencia tienen en su vida cotidiana. Acerca de las fuerzas de Paulino Rivero para ejercer como presidente, corredor de medio fondo o vendimiador ocasional – a veces ha sido difícil distinguir entre estas actividades – su inquebrantable salud es, sin duda, un asunto venturoso, pero que se circunscribe a su ámbito biológico. Cabe intuir que la mayoría de los militantes y cuadros de Coalición están, más o menos, tan sanos como él. Su ritmo cardiorrespiratorio y su nivel de colesterol no parecen ventajas competitivas incontestables.
Frente a sus compañeros, por supuesto, Rivero emplea otros argumentos, sin olvidar los reglamentarios e higiénico-sanitarios. El principal es, por supuesto, su carácter de hombre regional sobre el que no es lícito arrojar ninguna sombra de insularismo, parcialidad localista, intereses terruñeros. Es la herencia que más y mejor gestiona: la que cultivó incansablemente durante sus largos años como presidente de Coalición Canaria (1998- 2006) en los que contribuyó decididamente a consolidar la unificación de las fuerzas nacionalinsularistas y que facilitó su primera candidatura a la Presidencia en 2007. La portavocía del grupo parlamentario en el Congreso de los Diputados le proporcionó conocimiento y proyección pública en todo el Archipiélago, pero fue la presidencia de CC el factor clave de su ascensión a los cielos del poder autonómico, porque le proporcionó un caudal de información interna casi ilimitado y una riqueza de relaciones y contactos muy rentable con los jerifaltes de todas las islas. Rivero sería así –según su imparcial autorretrato – el primer homo regionalis  producto de la evolución en el ecosistema coalionero. Pero esta condición es ligeramente tramposa, porque es el propio Rivero el que se reserva el papel de Darwin. El entorno presidencial se dedica, con cierto esmero, a comentar aquí y allá el escaso pedigrí regionalista de esta o aquel candidato, sin duda excelente, pero demasiado tinerfeño, demasiado palmero o demasiado majorero. De admitirse esta tesis la continuidad de Rivero en la Presidencia del Gobierno, por su canarismo a toda prueba,  supone, de facto,  bloquear el acceso, por su insuficiencia experiencia o fervor regionalista, a cualquier otro postulante porque ¿quién puede estar más obligado a tener a toda Canarias en la cabeza que el presidente del Gobierno de Canarias?
Rivero significa, por tanto, la pacífica prolongación de una vieja confianza, relativamente compartida por todos los mandamases isleños durante más de quince años. Por supuesto, está también en venta su capacidad para perder dos elecciones autonómicas y, sin embargo, conservar la Presidencia del Gobierno y el control de la mayor parte del Ejecutivo;  o la resistencia coriácea al afrontar la peor crisis económica sufrida por Canarias en el último medio siglo; o la brillantez táctica (si bien fugaz) de algunos movimientos políticos. Ocurre, sin embargo, que Coalición Canaria se enfrenta a su peor situación política desde su bizarra fundación en 1993, y una parte no desdeñable de esta crisis larvada corresponde, precisamente, a la respuesta a la crisis estructural que vive el Archipiélago, con una tasa de desempleo del 35%, un tejido empresarial desvastado, los servicios públicos osificados y el motor económico gripado por el hundimiento de la construcción y un consumo interno miserable.
Muchos votantes tradicionales de CC ya no saben lo que es Coalición Canaria, y nadie vota por lo que no sabe lo que es. El proyecto político coalicionero ha quedado desdibujado, si no desintegrado, y sus éxitos económicos y presupuestarios, que derivaban de su más potente instrumento político, los grupos parlamentarios en las Cortes, ha sido desactivado por su progresiva debilidad electoral y la abrumadora mayoría absoluta del PP. El estupefacto simpatizante de CC ha tenido que escuchar casi simultáneamente a José Miguel Barragán afirmar que “el maltrato del Gobierno del PP a Canarias puede llevar a plantearnos que sería mejor estar fuera que dentro de España” y a Paulino Rivero alertando al Rey Juan Carlos sobre “el peligro del aumento de la desafección al Estado español”. Afortunadamente Juan Carlos I no le preguntó a Rivero por Barragán. La dispersión de esfuerzos, la metodología de la ocurrencia incesante, el afán profético en vaticinar año tras año el fin de las penurias, la obsolescencia casi instantánea de campanudos planes estratégicos, la incapacidad palmaria para una auténtica reforma de la administración, la distancia jerárquica que se impone obstinadamente entre el poder político y la sociedad civil ahuyentando los valores deliberativos democráticos, la obsesión permanente por los titulares y el acaparamiento del espacio público por la figura del presidente del Gobierno han desfigurado cualquier orientación programática coherente, cualquier perfil político-ideológico verosímil, cualquier clarificación sobre los objetivos centrales de un proyecto supuestamente nacionalista. Y esto no se arregla con una post en el blog del presidente. Aunque se lo escriban  Fernando Ríos Rull y Pepe Benavente, o viceversa.

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Entrevistas caballerosas

El bisabuelo de un amigo, criado bajo sucesivas boinas en los Monegros, nunca entendió lo de la televisión. Discutía a gritos con el aparato. Una aciaga tarde el metereólogo del telediario anunció un tiempo espléndido mientras fuera descargaba una tromba de agua apocalíptica. Para el anciano ya fue demasiado. Comenzó a gritar, le tachó de mentiroso y se levantó a tientas para abrirle la ventana de la habitación y enseñarle al locutor el diluvio. En ese preciso momento estalló un trueno, se desconectó la electricidad y la pantalla se quedó a oscuras. El viejo aulló de indignación:
–¿Y ahora te escondes, cobarde?
La relación del bisabuelo de mi amigo con la televisión es la que tiene Mariano Rajoy con el periodismo. Ah, los periodistas. Esa excrecencia tumoral de una democracia por encima de las posibilidades del mercado. Gente que habla y habla para nada y lo único que consigue es confundir las cosas. Fuera luce el sol y se empeñan en decir que están granizando parados que luego se reducen a pequeños charcos donde mean todos los perros callejeros y los subsecretarios de Estado. Aseguran que Rajoy es un excelente orador parlamentario, pero un monologuista del Club de la Comedia no es un actor cómico. Cualquiera puede ser un gran orador parlamentario. Yo he leído que José Carlos Mauricio era un gran orador porque hablaba sin leer papeles, exactamente igual que hacía al gestionar los recursos públicos. Quizás tenían razón, pero en la oratoria no interviene para nada la praxis democrática. Y eso es lo que le molesta a Rajoy. El presidente es un coqueto anacronismo que se encontraría realmente cómodo en el régimen canovista, donde el poder político no dialogaba, ni daba explicaciones, ni buscaba esa pesadez ortopédica, el consenso. Cualquier entrevista periodística con Rajoy, incluso la más lacayuna, está destinada a un fracaso más o menos cómico. Las entrevistas, para Rajoy, son un gesto de cortesía, como ceder el paso a las damas o estrechar la mano a los caballeros. Instalado en ese terminante y cortés desprecio hacia los medios – la mitad de los cuales, sin embargo, difunden la afasia como una de las virtudes del estadista — Rajoy puede prolongar su silencio mientras sus ministros invocan a santas y vírgenes o se pasean por España – como lo hará hoy Wert en Tenerife – escoltados por 300 piadosos policías.

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