Alfonso González Jerez

Metafísica al alcance de todos

Las pensiones de jubilación serán pronto una antigüalla del pasado socialista, masón y manirroto, pero la metafísica está ahora al alcance de todos. A lo largo de este mes se están desarrollando unas conferencias en Santa Cruz de Tenerife que, bajo el modesto epígrafe Charlas de metafísica,  abordan asuntos como La ley del mentalismo: todo es mente, La gran Invocación, Las Siete Leyes Universales y su aplicación práctica o la que parece más prometedora, Te regalo lo que se te antoje.  Contra lo que podía deducirse del contenido del ciclo, las conferencias no se impartirán en un frenopático, en naves industriales abandonadas o debajo de los puentes de la capital tinerfeña. Para nada. A fin de facilitar el acceso a esta luminosa sabiduría instituciones como el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz o la Casa de la Cultura, sede de la biblioteca pública provincial, han cedido gustosamente sus instalaciones, así como varias librerías privadas y centros vecinales.
Lo que venden estos afables charlatanes nada tiene que ver, por supuesto, con la reflexión metafísica que forma parte sustancial de la filosofía occidental. Si por el camino atropellan a Aristóteles o a Kant ellos se lo han buscado. No, lo suyo es la llamada Metafísica Cristiana, un engrudo de estupideces y guanajadas que tiene como principal referente a Cony Méndez, la madre fundadora y maestra ascendida. Juana María Concepción Méndez fue una actriz venezolana, nacida en el seno de la alta burguesía caraqueña, que fundó a finales de los años treinta un supuesto movimiento espiritual, transformado y organizado, después de la II Guerra Mundial, como una secta de creciente éxito por todo el país. Sus libritos se vendieron por docenas de miles de ejemplares y la propia Méndez dirigió con mano firme el negocio hasta su muerte en Miami en 1979. Como todas las sectas esotéricas contemporáneas, la chusca metafísica de la señora Méndez y compañía pretende sintetizar un batiburrillo de creencias y supersticiones recogido de la teosofía, el rosacruzismo y seudotradiciones vagamente orientalistas, con unas gotas verbales de cientifismo disparatado, como su invocación a átomos y electrones. Es una oferta de trascendencia licuefacta y milagrera para tiempos amargos y gentes desesperadas y resulta repugnante que instituciones públicas les sirvan de cobijo y coartada. En cuanto a la interminable decadencia del Círculo de Bellas Artes se comenta con su propia programación: de Bretón, Peret y Gaceta de Arte hasta doña Cony Méndez y sus mariachis metafísicos se arrastra un alma arruinada que ya no resucita ni el conde de Saint-Germain.

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Despedida

John Adams fue el segundo presidente de Estados Unidos y gobernó la flamante república entre 1797 y 1801. Antes había sido vicepresidente durante los dos mandatos de George Washington. Fue uno de los grandes fundadores del país. Sin su inteligente y persuasiva testarudez es improbable que el Congreso Continental se decidiera a proclamar la independencia de las trece colonias; colaboró con Thomas Jefferson, amigo del alma y enemigo íntimo, a redactar la Declaración de Independencia. El durísimo trabajo de Adams como embajador en Gran Bretaña y en los Países Bajos – seis años sin interrupción negociando tratados y préstamos — fue fundamental, política y financieramente, para la viabilidad del nuevo Estado. Adams, sin embargo, no consiguió ser reelegido como presidente. Le derrotó una coalición letal entre el muy popular Jefferson, el candidato alternativo, y un amplio sector de su propio partido, comandado por brillantes canallas como Hamilton y Burn. Este fracaso constituyó un terrible mazazo para un hombre aguda y hasta excesivamente consciente de su extraordinaria valía política e intelectual.
Adams no asistió a la toma de posesión de Jefferson. Antes se hubiera tirado por una ventana. El día del juramento del nuevo presidente amaneció frío y lluvioso. La Casa Blanca todavía estaba en construcción y sus jardines eran un  encharcado infierno de andamios, carretillas, palas, bolsas de cal, bloques de mármol, planchas metálicas y trabajadores empapados que zascandileaban de un lado a otro. Adams tomó una pequeña maleta – su esposa, la extraordinaria Abigail,  se había ocupado de todo lo demás unos días antes– y salió al exterior. Mientras clareaba la mañana esperó unos minutos hasta que escampó. Sorteando el agua y el fango recorrió un par de kilómetros, sin musitar una palabra ni recibir un saludo, hasta el puesto de la diligencia que debía llevarle a casa, a Quincy, en Massachussets, donde su familia tenía su granja y él viviría cuidando de sus campos y sus vacas hasta los noventa años. De nuevo empezó a llover, pero afortunadamente la diligencia asomó pronto por el recodo del camino. Adams, bajito y rechoncho,  subió presto y tomó asiento y resopló aliviado. El cochero chistó y los caballos comenzaron a trotar. Un tipo medio adormilado y con aspecto de comerciante observó fijamente al ya expresidente y le dijo:
–Caballero, ¿usted no…?
— No.
Eso fue todo.
Y así, empapado y silencioso, solitario y sin un solo aplauso, rodeado por ciudadanos anónimos en una diligencia que parecía destartalarse en cualquier momento bajo un chaparrón interminable, entró John Adams en la Historia.

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Un fracaso de 900 millones

La respuesta de la ministra Fátima Báñez al diputado nacionalista  Pedro Quevedo, la réplica airada del también dirigente de NC, la irritación consiguiente, todo, en fin, sigue una pauta que consiste en obviar cuidadosamente la siempre puñetera realidad. Y por un motivo muy sencillo: en la crasa realidad intervienen todos, en la impertinente realidad se entrecruzan fraternalmente todas las responsabilidades. Si la ministra de Empleo fuera realmente una política, y no una desdichada figurante con un talento excepcional para cincelar estupideces, hubiera explicado que los compromisos contraídos por el Gobierno central en los distintos planes de empleo canarios (incluido el PIEC) fueron eliminados de un plumazo por la imperiosa necesidad de adelgazar los presupuestos generales del Estado. Pero la ministra no puede afirmar tal bestialidad. La ministra Báñez elige sus bestialidades libre y cuidadosamente y no está dispuesta a regalarle una a los diputados de CC-NC. Por lo tanto la  ministra opta cínicamente por mentir desde una altanería de charcutera displicente, acusando al Gobierno autonómico de incumplir la ley de Estabilidad Presupuestaria. Claro que si la Comunidad canaria ha incumplido la ley de Estabilidad Presupuestaria, ¿cómo el Ministerio de Hacienda ha certificado su cumplimiento de los objetivos de déficit público y le ha permitido un respiro sustanciado en un crédito extraordinario de 200 millones de euros? Lo cierto es que el Gobierno de Mariano Rajoy ha prescindido abiertamente de cualquier instrumento específico para la lucha contra el desempleo y la reinserción laboral. No forma parte de su programa político ni presupuestario: eso es todo.

El IV Plan Integral de Empleo de Canarias fue firmado en los últimos meses de la anterior legislatura entre la entonces consejera de Empleo, Margarita Ramos, y la secretaria de Estado de Empleo, Mari Luz Rodríguez, e incluía una primera anualidad de 42 millones de euros que jamás fue transferida a Canarias. Pero en sus tres anteriores ediciones significó una aportación de 900 millones de euros. Hay que repetir la cifra: 900 millones de euros en un plazo de doce años. Ese fenomenal esfuerzo financiero – al que deben añadirse, parcialmente, unos 5.800 millones para cobertura de desempleados – no ha impedido que la mejor cifra del paro en Canarias haya sido un escandaloso 10% (en 2007) y que actualmente estemos encallados en un preapocalíptico 33%. Casi 150.000 millones de las desaparecidas pesetas que se han desintegrado con un impacto prácticamente nulo en el tejido empresarial canario, en la dinámica de su mercado de trabajo y en la formación profesional y ocupacional de los isleños. Con Coalición, el PP y el PSOE participando en el Gobierno regional.

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Metáforas encadenadas

Pocas cosas más estomagantes que la admiración idolátrica que despierta en sectores nacionalistas (y de izquierdas) canarios las reivindicaciones independentistas en Cataluña. Esta babosa estimación la comparten desde dirigentes políticos momificados desde hace veinte años en despachos oficiales hasta pibitos con siete estrellas verdes tatutadas en el esternón, pasando por venerables, quejicosos izquierdistas para los que cualquier manifestación de más de 300 personas, si se realiza contra un Gobierno, sobre todo si es de derechas, queda inmediatamente bendecida por la razón democrática, aunque la apoye otro Gobierno cuyo principal partido esté enfangado hasta la barretina  en la corrupción política, un Gobierno, por cierto,  que se ha dedicado con adusta eficiencia a obviar políticas sociales y estrangular servicios públicos. La fascinación que despiertan los desafíos a lo establecido – en este caso, nada menos que a la integridad política y territorial de un Estado – deviene irresistible para cualquiera, y si se trata de un cualquiera que deplore lo establecido, mucho más.

Dudo mucho que en una Cataluña con un 10% de desempleo y un PIB que creciera anualmente un 2% la opción independentista se hubiera extendido tanto. La baja participación en el referéndum de la reforma del Estatuto de Autonomía, hace apenas unos años, no parecía señalar precisamente una inflamación nacionalista. La independencia ha devenido, para muchos miles de catalanes,  una suerte de prodigioso horizonte de superación de todos los problemas de su país. El procedimiento consiste en escapar del supuesto foco de tales problemas, que es el Estado español.  De la protesta más que razonable por el drenaje de sus finanzas públicas en la maquinaria de los sistemas de financiación autonómicos que se han sucedido durante lustros se ha transitado, en poquísimo tiempo, hacia una condensación de expectativas, irritaciones y malestares. La independencia es al mismo tiempo republicanismo, desprecio triunfal sobre una derecha casposa y cañí, ensueño de recursos propios disponibles, corte de mangas al capitalismo mesetario, la selección catalana de fútbol ganando todos los partidos en Europa y en el mundo. Es un objetivo político social e ideológicamente transversal y ahí reside su fuerza y su atractivo abismal.  La independencia es, casi literalmente, lo que tú quieras que sea, como ocurre con los niños la víspera de los Reyes Magos.

Pudibundamente los auspiciadores de la gran manifa prefieren hablar solo de libertad. Queremos ser libres en 2014, decían ayer en las calles y en las plazas los manifestantes.Ningún catalán es menos libre que un alemán, un francés o un británico. Pero es lo que tienen los movimientos nacionales en sus fragores épicos. La autonomía política de los ciudadanos no cuenta. Lo importante es la nación y el resto de las metáforas que encadenaron ayer fraternalmente a los catalanes bajo la sonrisa de Mas. Junquera y compañía. Un economista tan inequívocamente proindependentista  (y poco dado al laconismo) como Xavier Sala i Martín responde «no lo sé» cuando se le pregunta si los catalanes vivirán mejor en un Estado independiente, pero ni las matáforas, ni los mitos, ni la reducción de la política al sentimentalismo se ven afectados por dudas tan tontas como esta. Ni siquiera afecta al propio Sala i Martín.

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Vírgenes

Últimamente las vírgenes no paran. Me refiero a las tallas policromadas que son objeto de veneración por más o menos fieles católicos en ciudades, pueblos y pedanías. Las vírgenes suben y bajan, bajan y suben, son transportadas por mar entre gritos de náufragos de cariño o acompañadas por bailarines incansables que aparentan padecer el mal de San Vito, y escoltan su rumbo presidentes del Gobierno, alcaldes, vacas, burras, carromatos, bueyes babeantes, adolescentes colocados, familias sudorosas y sonrientes, concejales henchidos de orgullo y satisfacción, cabras, cerdos, palmas, barricas de vino, platos de carne fiesta y moscas, abuelas supervivientes de romerías neolíticas, bandas de músicos sordos,  soles inclementes, policías municipales y guardias civiles, pirotécnicos, cámaras de televisión, curas, más curas, todavía más curas. El fenómeno exige ya que los medios de comunicación (a ver cuando espabilamos) establezcan una sección propia. Algo así como Vírgenes: las esperamos en la bajadita. La televisión autonómica canaria está a punto de hacerlo. A sus servicios informativos no se les escapa una virgen (reléase la definición de la segunda línea) y son capaces de emitir durante horas mientras una voz nasal describe, con apasionada redundancia, lo que el espectador, si no se ha dormido, está viendo en esos momentos.
La creciente popularidad de expresiones mariolátricas tiene, desde luego,  un componente económico. Las autoridades herreñas han solicitado al Obispado que la bajada de la Virgen de los Reyes se repita frecuentemente, porque resultó un magnífico negocio para la Isla. Cuentan que Alpidio Armas, llevado por su patriotismo quesadillero, es muy capaz de encadenarse al santuario hasta que los monseñores consientan en que la imagen recorra la isla trimestralmente:
–Hombre, si la Virgen está ahí, tan bonita ella, y la Dehesa y Valverde no se van a mover, digo yo, y todos tenemos que arrimar el hombro, y si no habría que pensar si los herreños, siempre tan maltratados, no estarían más cómodos en otra confesión religiosa….
Con un cuarto de millón de parados para el próximo lustro las bajas y subidas de las vírgenes, tan emocionantes como el zigzagueo de la prima de riesgo, pueden convertirnos en una potencia internacional en materia de veneración religiosa. El objetivo último debiera ser fusionar superstición, deporte y parranda, con pruebas como carreras de obstáculos para los bailarines en El Hierro, waterpolo con el manto en el Puerto de la Cruz o lanzamiento de tronos en La Orotava. La cultura canaria será también sincrética en el siglo XXI o no será.

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