Alfonso González Jerez

Coleridge

Coleridge, en su biografía, estableció que la fé poética se basaba en “la voluntaria suspensión de la incredulidad”. Se trata de una convicción de raíces aristotélicas: el escritor debe seducir al lector para que reprima su desconfianza ante la lógica defectuosa de un argumento, la inverosimilitud de una trama o un personaje, a fin de disfrutar del poema, el cuento o la obra teatral. En la actual tesitura política, social y económica la ideología que pretende legitimar los recortes sociales y el desmantelamiento del Estado de Bienestar y, complementariamente, responsabilizar de la presente catástrofe a la mayoría social, a los que osaron firmar una hipoteca, permitirse unas vacaciones o almorzar un par de domingos fuera de casa, en fin, acude a la poética de Coleridge con entusiasmo. Cuando el presidente del Gobierno autonómico, Paulino Rivero, afirma que el sistema escolar canario está entre los mejores de Europa, por ejemplo, nos pide una suspensión más o menos voluntaria de nuestra estupefacta incredulidad sobre las ruinas del fracaso escolar, el absentismo galopante y las miserias presupuestarias de la Consejería de Educación. Cuando la directora del Servicio Canario de Salud, Juana María Reyes, proclama que “la lista de espera quirúrgica no es un problema importante”, no solo es evidente que conoce a Coleridge, sino que no cabe descartar que conozca el opio.
Lo mismo ocurre con los democratizadores bombardeos sobre Libia, las recetas de Bruselas y el FMI o la proclamación de Camps como candidato a la Presidencia de la Generalitat de Valencia. ¿Qué el señor Camps está a punto de sentarse en el banquillo por un delito de cohecho? Suspenda un rato su incredulidad y encontrará que este santo varón, oscura longaniza rociada de agua bendita, es lo que merecen todos los valencianos. ¿Y la estruendosa negativa de los eurodiputados a bajarse un solo euro el salario? Ahí tiene usted para suspender su incredulidad a Juan Fernando López Aguilar, y si lo escucha más de cinco minutos, saldrá usted a manifestarse, indignado, para exigir que les aumenten las dietas en Estrasburgo. Por último, y como ejercicio definitivamente coleridgeniano, enfréntese usted a las proclamas electorales de Moisés Plasencia, manumitido a cargo del Gobierno coalicionero durante largos y gandules años en diversos cargos inútiles y ahora compañero de izquierdistas tan conspicuos y antirregimentales como Román Rodríguez y Santiago Pérez. Claro que, frente a Plasencia, al mismo Coleridge le reventaría la cabeza. Plasencia es más de Camela.

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Alcalde divino

Las páginas de los diarios se pueblan cansinamente de candidaturas electorales. Despejadas ya las apasionadas dudas sobre los cabezas de lista (?) toca ahora presentar a todos los colegas con los que pretende encaramarse en la gloria democrática o seguir apoltronado en la misma. Algunos optan por un posado ligeramente bucólico, como los candidatos del PP en Lanzarote, grácilmente dispuestos entre los restos de un campo de maíz, con una Rita Martín con cara de inocente, como advirtiendo que ella no se ha comido lo que falta. Otros, como Macario Benítez, cuyo advenimiento, según el carbono 14, fue anterior a la invención de la carne fiesta, optan por recorrer las calles de El Rosario entre sonrisas de inmortalidad. Los tres grandes partidos presumen simultáneamente de ofrecer abogados e informáticos, viejos y jóvenes, emprendedores y funcionarios, novatos y experimentados. Incluso alguna ilustre candidata ha asegurado que todos sus compañeros saben inglés, aunque sin aportar ningún certificado acreditativo de la London School.
–Sincerely, you punchases your panties?
— Yes, yes, I buy my panties, dear voter.
Sin embargo, un partido, un dirigente político, ha superado a todos sus adversarios, e incluso a sus compañeros de otras circunscripciones. Hermógenes Pérez, alcalde de Tacoronte, ha estado a punto de fichar a Jesucristo como alcalde honorario. Nadie ignora que don Hermógenes es un hombre pío y temeroso de Dios. Una de sus costumbres más arraigadas, durante los interminables 16 años de un mandato que están a punto de concluir, era mantener un sentido diálogo con el Cristo de Tacoronte como aldabonazo de las fiestas locales. No solo le pedía para él y a los buenos vecinos hermogenistas, sino también para los malvados de corazón oscuro y lengua viperina. “Ilumínalos, Señor, porque como dijiste un día, no saben lo que hacen, y si no es así, desenfunda tu espada”. Glup. Don Hermógenes siempre supo lo que hacía hasta que presentó un nuevo PGO y los vecinos repararon en lo que quería hacer. Antes de marcharse ordenó a uno de sus concejales presentar una moción para convertir al Cristo, “que debe guiarnos a todos en el futuro”, en alcalde honorario, por encima de la Constitución, el reglamento de honores y distinciones y el respeto a los vecinos que no comparten tales machangadas. Lo ha impedido, por el momento, el único concejal de Sí se puede, hasta que sobre él caiga un rayo divino o el Cristo presente su propia lista, con Judas Iscariote como concejal de Urbanismo.

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El Deseado

El candidato que espera las encuestas electorales como argumento definitivo para presentarse o no a unos comicios es un candidato muy particular, como el patio de su casa, porque bajo la lluvia de las papeletas adversas no quiere mojarse como los demás. En las elecciones de 1999 Santiago Pérez encabezó la candidatura socialista al ayuntamiento lagunero con magníficas expectativas electorales, pero sabiendo que no contaba con la mayoría absoluta en el bolsillo. Y así fue: logro una victoria rotunda, pero no pudo gobernar. Ahora es distinto: ancló su decisión final a unos garabatos transmitidos desde Telde, donde Miguel Guerra lee en las entrañas de patas de cochino asadas el triunfo inapelable de Román Rodríguez y los siete magníficos. Una cosa es fallar un objetivo político y electoral acompañado por todo un partido; otra, bien distinta, arruinar un prestigio personal adornado de afeites martirológicos en tu ciudad natal.
En la previsible puesta de escena de Santiago Pérez, el Deseado, la historia de un héroe que no se resigna a ser tal hasta que se lo piden mucho entre grandes suspiros, ajijides y temblores, descuella un rasgo chocante: haber aceptado primero la candidatura al Parlamento y solo al cabo de un par de semanas la candidatura al ayuntamiento lagunero. Si se admite muy hipotéticamente que el machihembrado entre Nueva Canarias y SxT puede cosechar un diputado en la circunscripción tinerfeña será gracias a los votos que capitalice en Santa Cruz y La Laguna, únicos municipios en los que los seguidores de Ignacio Viciana y José Manuel Corrales cuentan con alguna presencia activa. Y en La Laguna su única figura referencial es, precisamente, Santiago Pérez. De manera que Santiago Pérez ha estado reflexionando varios días sobre si apoyarse a sí mismo. Como se me antoja una actitud demasiado chocante, incluso en esta disparatada sombra de proyecto político, solo cabe entenderla como una reclamación, y como tal se señalaba ayer por la rumorología metropolitana: Santiago Pérez había exigido que la lista al Ayuntamiento de La Laguna fuera suya y solo suya, sin interferencias vicianistas ni antojos sin la debida supervisión por parte de Izquierda Unida. Y si la flauta dulce suena dulcemente por casualidad y aflora un escaño, desde La Laguna se reclama firmemente la portavocía del grupo. Porque puede que queda excluido cualquier programa electoral entre NC, SxT e IU, pero las cuotas, por supuesto, no.

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Zapatero

He votado por José Luis Rodríguez Zapatero dos veces. Nunca me ha gustado. En una ocasión, en un grupo de veinte personas, lo tuve delante, sentado en una mesa, durante una hora larga. Tuvo suerte conmigo. Acababa de ser elegido secretario general del PSOE y todavía fumaba públicamente como un carretero, así que me despalilló casi media cajetilla de tabaco. Al principio preguntó con una timidez azul en la mirada: “¿Tienes un cigarrillo?”. Para los tres siguientes tuvo un gesto cordial. El resto los tomó con discrecionalidad mientras hablaba con todos. No me fío de las personas que te miran siempre a los ojos, porque todos tenemos algo que ocultar, un reproche irreproducible, una herida de timidez belicosa. La naturalidad es la pose más difícil de todas, y Rodríguez Zapatero sabía que su mirada era su mejor instrumento de seducción y la utilizaba a fondo sin entrar nunca a fondo en nada. Sus respuestas eran inocentemente astutas o astutamente inocentes: le daba en parte razón al interlocutor, siempre, para luego recomponerla con un par de brochazos de un elástico sentido común socialdemócrata. Al final una señora que llevaba un móvil incrustado en la oreja advirtió que tenían que irse inmediatamente. Y el secretario general se levantó y se fue con una frase de despedida como disculpa: “Me traen y me llevan”. Y se marchó, escoltado y esquinero, hacia la gloria fugaz y demoledora de los presidentes, cuyo destino final es corroborar, hasta la soledad más insondable, que las flores del poder crecen en los estercoleros y todas se marchitan y se pudren pétalo a pétalo, supurando mierda, sobre su propia alma.
No creo que tuviera un proyecto político sólido y articulado para España. Tenía objetivos, por supuesto: fortalecer el Estado de Bienestar, instituir los derechos de tercera generación que le había soplado Philip Petit, crear su propia guardia de corps mediática y, por supuesto, culminar la estandarización del PSOE como una marca comercial más jerarquizada y burocratizada que nunca. Pero en su estrategia programática se registraban carencias que el tiempo ha patentizado: estructura político-territorial del Estado, relaciones internacionales, política energética. Rodríguez Zapatero vivió con deleite en la trampa de todo socialdemócrata cuyo reformismo se detiene ante la economía real y lo fía todo en las bondades de la redistribución sin un gesto que moleste a las oligarquías financieras y empresariales, sin mover ni un taburete de un modelo económico tramposo y rapaz lleno de lámparas fraudulentas, hipotecas cachivaches, alfombras cubriendo basura sangrienta y alibabases de mármol y de escayola. Por pura torpeza y miedo tardó en asumirlo: este capitalismo es irreformable, y cuando lo necesita su ólica interna ordena y manda imperativamente, pero él no. Él puede reformarse. Y está en la faena. “Me traen y me llevan”. Exactamente.

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La manifestación desierta (por el momento)

¿Por qué no hay aquí manifestaciones para protestar contra una situación social y económica tan dura, áspera y desesperanzada como la que padece Canarias? Esta pregunta debe formularse con el ceño fruncido y ojos decorosamente pasmados. Casi un 30% de la población activa en paro, muchos cientos de canarios agotando mensualmente la prestación por desempleo, el trabajo más precarizado que nunca, la economía prácticamente detenida, los servicios educativos y sanitarios públicos cada vez más degradados. Y nada. Pero, ¿somos menos que en Londres, en París, en Roma, ciudades todas ellas con un paro inferior al de Santa Cruz de Tenerife o Las Palmas de Gran Canaria? ¿Cómo es que consiguieron reunirse decenas de miles de personas para impedir el paso de un tendido eléctrico de alta tensión por Vilaflor y apenas aparecen cuatro gatos maullantes para protestar de las agresiones que sufren los ciudadanos en su vida cotidiana? ¿De verdad es tan misterioso, incomprensible, enigmático? A mí me parece que no. Al arribafirmante, en fin, lo que le extrañaría es, precisamente, lo contrario, aunque muy probablemente, entre finales de este año y finales del próximo, llegaremos a ese exquisito punto de maduración: manifestaciones, alborotos, algaradas. Muchos sociólogos y politólogos han intentado analizar los orígenes del comportamiento de las masas, pero solo un escritor, Elías Canneti, lo ha reconocido con pertinencia en su maravillosamente lúcido Masa y poder: las masas son impredecibles. Ni las revuelas ni las revoluciones se pueden programar, anunciar, preveer. El propio Lenin – que algo tuvo que ver con la Revolución de Octubre de 1917 – reconocía que los bolcheviques casi se habían limitado a recoger el poder “que estaba tirado en la calle”. La tentación del poder político, en la oleada conservadora que asalta a Europa, un conservadurismo destructivo del que participan conservadores, socialdemócratas, democratacristianos y liberales como diligentes guionistas de la banca y de los fondos de inversión internacionales, es que los males de la democracia – y la democracia es todavía un serio impedimento para la reestructuración del capital globalizado y su incondicional desenvolvimiento – no pueden curarse si no es estrangulándola. En una fecha tan lejana como 1975 un egregio sinvergüenza, Samuel Huntington, mostraba su desprecio por esa fórmula según la cual las patologías de la democracia se superan con más democracia. “Algunos de los problemas de gobernabilidad de los Estados Unidos provienen de un exceso de democracia”, comentaba, “y lo que se necesita, más bien, es un mayor grado de moderación en la democracia”. Por supuesto. Hace un par de días, gracias a unos amigos que habían grabado su alegato, escuché a un periodista tinerfeño indignado porque los pérfidos ecologistas estaban utilizando las leyes para detener infraestructuras básicas para el desarrollo del Archipiélago. Es terrible a los extremos a los que puede llegar esta pandilla de nihilistas. No se recatan, ni siquiera, a la hora de exigir que se cumpla la legislación vigente e incluso se permiten el cinismo de acudir a los tribunales. Este periodista es, en su abisal ignorancia, muy huntingtoniano: con un poco menos de democracia, con un Estado de derecho menos generoso y garantista, estas cosas no pasaban. No podrían pasar. Seríamos felices y roeríamos huesos de perdices.
¿Manifestaciones, revueltas, algaradas en Canarias? Nuestro aguante es muy elástico y tiene razones causales no demasiado inextricables. Y entre otras bastan dos razones para explicarlo.
1. La deficiente articulación de la sociedad civil canaria. En los últimos treinta años la articulación de la sociedad civil ha avanzado, pero insuficiente y desigualmente. Están mucho más y mejor organizados los empresarios que unos sindicatos cada vez más anquilosados y desprestigiados (la élite empresarial pueden alquilar prestigios, los sindicatos deben ganárselo y no lo están haciendo). Los grandes partidos políticos que los colegios profesionales. Los lobbys de presión – a veces monoplaza – que los estudiantes universitarios. Los receptores de subvenciones y ayudas que los pequeños empresarios, los emprendedores y los autónomos. Cuando culmina la llamada transición política la sociedad civil canaria, sus posibilidades de desarrollo autónomo, es abducida por el poder económico que adquieren rápidamente gobierno autonómico, cabildos y ayuntamientos. Una sociedad débilmente urbana, que apenas veinticinco años antes era todavía una sociedad básicamente rural, encuentra en las administraciones públicas, y en una amplia clase política de nueva planta, mecanismos de asignación de recursos económicos y laborales bien cebados fiscalmente (y con generosos fondos comunitarios durante lustros) y cada vez extendidos y potentes. Si en España (frente a lo que ocurre en Alemania, Suecia, incluso el Reino Unidos) la clase política tiene un lugar excepcional en el espacio público, en Canarias la situación llega al paroxismo: no hay problema que no se traslade inmediatamente al ámbito de la decisión política, no hay político que no brinde continuamente soluciones punto menos que instantáneas a problemas de todo orden, se gastan ríos de tinta para recoger su ocurrencia más mema y deleznable, las tertulias radiofónicas están infectadas de políticos diariamente. Es impresionante. Y configura un dispositivo de desactivación crítica y desmovilización ciudadana muy considerable, sobre todo si se considera que son más de 130.000 los funcionarios en Canarias, entre empleados públicos de la administración del Estado, administración autonómica, administraciones insulares y municipales y profesores y personal no docentes de las Universidades. Más de un 16% sobre la población activa, una de las tasas más altas de España (en Cataluña, por ejemplo, apenas llega al 9%). Si a estos se suman las empresas y autónomos cuyo único o principal sustento deriva de sus relaciones contractuales con las administraciones autonómicas y locales son más de medio millón de canarios (ellos y sus familias) los que viven gracias a las administraciones públicas. Y esa circunstancia es un obstáculo evidente para cualquier activismo político, cívico, participativo. Para cualquier fermento asociativo, entre otros efectos. La actitud de los segmentos profesionales, sociales o vecinales organizados raramente es abiertamente crítica, ni siquiera propositiva. Es básicamente desconfiada pero expectante, rara vez propositiva y generalmente conformista.
2. La debilidad del espacio público canario. El espacio público democrático no es una realidad natural, como los tabaibales o las playas de arena negra. Es una construcción social y simbólica que deriva de unas condiciones históricas, materiales y económicas concretas. El espacio público, tal y como es conocido y emblematizado comúnmente, es un producto de las sociedades burguesas. Canarias jamás ha sido una sociedad prototípicamente burguesa. Como ocurrió en España jamás se produjeron revoluciones burguesas, jamás la muy particular burguesía isleña, por lo general fuertemente vinculada a las actividades agroexportadoras, fue una burguesía contestataria, debeladora e ilustrada, jamás diseñaron un proyecto de país, jamás defendieron las libertades (les bastaron las fiscales y comerciales) que en otros ámbitos definieron su identidad como clase social. Salvo sectores reducidos de la pequeña burguesía establecida en las pequeñas y destartaladas capitales isleñas nunca se preocuparon por semejantes naderías. Y esa situación se prolongó, mal que bien, hasta la conclusión, por pura consunción biológica, de la dictadura franquista. En Canarias los poderes (políticos y económicos) no están acostumbrados al debate, sino a la imposición amable o brutal, no son proclives al consenso, sino al mercadeo, no apuestan tradicionalmente por el diálogo razonable y razonado desde convicciones genuinamente democráticas, sino por la publicidad positiva o negativa. Y los administrados solo cuentan con un arma devaluada, su voto cuatrianual, porque la misma desarticulación social anteriormente mencionada impide o dificulta la apertura de espacios públicos no colonizados por los discursos del poder o por los silencios sesteantes, y cuando consigue algún éxito (las suficientes firmas para avalar una iniciativa legislativa popular, por ejemplo) suele ser cercenado sin contemplaciones. No debe confundirse, y en contexto como el descrito menos que en cualquier otro, la opinión pública con la opinión publicada en Canarias. La opinión pública, en Canarias, sigue siendo una hipótesis discutible.

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