Alfonso González Jerez

Tomarse el desempleo en serio

La pregunta es muy interesante. Si el Producto Interior Bruto de Canarias lleva incrementándose por encima de la media española en los últimos tres años (un 2,2% en 2014, un 2,8% en 2015, un 3,8% en 2016), ¿por qué las islas registran una escandalosa tasa de desempleo que no ha podido descender del 25% y que en referencia al paro juvenil supera nada menos que un 54%?  El Partido Popular ha encontrado una respuesta sencilla y satisfactoria: la culpa es del Gobierno de Canarias, que lo tiene todo a su favor, pero que gestiona mal. Para superar esta sencilla pero enojosa situación, el PP, y más exactamente, su presidente regional, Asier Antona, ha ofrecido lo que llama una “agenda de reformas”, poniendo amablemente a su organización política al servicio de la misma, si Fernando Clavijo y sus compañeros tienen a bien asumirla. ¿Las reformas? Pues bajar los impuestos, reducir burocracia, internacionalizar los sectores productivos canarios (sic), promocionar las bondades del REF en el exterior, reformas las políticas activas de empleo, llevar la banda ancha hasta el último rincón del Archipiélago. No, no es broma.

La mayoría de estas pequeñas y relumbrantes panaceas se vienen escuchando en los últimos veinte años como un canto gregoriano de monjes sonámbulos, a veces interpretadas por el PP, otras por CC y, de vez en cuando, por el PSC-PSOE. Son mantras que en su mayoría resultan absolutamente inservibles para entender  — no digamos ya para solucionar – los problemas básicos de la economía canaria, sobre todo, el alto desempleo crónico, los bajos salarios, la exclusión social y la creciente desigualdad. Ni bajando sustancialmente los impuestos, ni reduciendo funcionario ni desplegando campañas sobre el REF en las capitales europeas se va a conseguir absolutamente nada. Porque los desajustes, disfunciones y fracasos de la economía canaria – y la resignada catástrofe de su mercado de trabajo — tienen otras raíces. Tal y como explica Juan Francisco Jimeno, la ampliación de las oportunidades de trabajo y el aumento del PIB dependen conjuntamente de un cúmulo de factores que se interrelacionan de manera compleja. Por eso una región alemana, creciendo a un 1,5%, crea más empleo que Canarias, creciendo un 3,8%. La variable que intercede entre incremento del PIB y creación de puestos de trabajo es la productividad. Solo una productividad creciente – que implica necesariamente la multiplicación de actividades empresariales que generen valor añadido – puede garantizar un crecimiento económico que genere empleo y un empleo que impulse el crecimiento económico. Y ocurre que la productividad en la economía insular es terriblemente baja y no ha dejado de decrecer en los últimos quince años. La construcción y la actividad turística no estimulan (sobre todo en el primer caso) el alza de la productividad. Y esta situación no cambiará hasta que sean reconocidas, asumidas y analizadas algunas verdades desagradables: nuestras empresas son demasiado pequeñas y demasiado ineficientes, la energía que necesitamos demasiado cara, nuestro mercado de trabajo está mediatizado y comprimido por la dualidad contractual, nuestra política educativa – desde las universidades hasta la formación profesional y ocupacional – ha fracasado, unas élites extractivas han sido las principales beneficiarias de los fondos europeos y han evitado con terror cualquier riego inversor bajo el paraguas de las ayudas y exenciones proporcionada por instrumentos como el REF y la Reserva de Inversiones, y en este contexto, obviamente, es inimaginable cualquier esfuerzo inversor, público o privado, en investigación, desarrollo e innovación.

Es muy improbable que ninguna fuerza política – nueva o vieja – esté dispuesta a metabolizar una situación tan puñeteramente compleja, dolorosa y arriesgada.  Ni intelectual, ni operativa, ni políticamente se toman el desempleo en serio. No digamos el PP de Asier Antona.

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Con permiso

No sé si escribir sobre Venezuela. Imagino que uno debería de pedir permiso. Permiso a la derecha española, que considera a Venezuela, celosamente, un valioso y aterrador comodín, una severa advertencia que le sale gratis para explicar lo que ocurriría en este país si un día, no lo quiera Dios Nuestro Señor, el PP pierde las elecciones y los bárbaros entran en la ciudad, como predijo Cavafis – un primo lejano y ligeramente vicioso de Andrea Levy –. Permiso a las izquierdas, para las que hablar o escribir sobre Venezuela – si no es para alabar las dotes políticas o coreográficas de Nicolás Maduro – resume una forma de complicidad con la derecha más reaccionaria y corrupta de Europa, porque cada vez que se critica al chavismo se pierde la oportunidad de criticar en ese mismo instante a Mariano Rajoy y sus cómplices y, además, muere un gatito que siempre siempre se llama Vladimir.

Correré el riesgo. Que me sirva como eximente de esta grosería ser venezolano y tener familiares y amigos en Venezuela, más los que tengo aquí, refugiados en Canarias después de huir de su país para poder vivir con cierta dignidad y sin el pánico asfixiante de ser asesinados, heridos o secuestrados en cualquier momento del día. Y sin soportar la autoritaria, militante y cada vez más invasiva y mentirosa imbecilidad del chavismo, por supuesto. Se podría empezar por el aislamiento penitenciario de Leopoldo López. Su traslado desde su modesta celda a un agujero incomunicado y que, después de más quince días, aun no ha sido debidamente reportado a sus abogados. Es innecesario tener una magnífica opinión sobre las convicciones ideológicas de Leopoldo López, en realidad es irrelevante, para admitir la farsa judicial que condujo a su condena – leer la sentencia produce una vergüenza ajena que te lleva hasta el vómito – y denunciar su entierro en vida. Controlan el gobierno federal, la inmensa mayoría de los gobiernos estatales y los municipios, las fuerzas armadas, la judicatura y los sectores económicos estratégicos, pero debe evitarse a cualquier precio que Leopoldo Pérez pueda hablar con nadie, porque con su traidora saliva es capaz de tejer macabramente un golpe de Estado entre labio y labio, entre grito y grito, entre el hambre y el dolor. Porque los señores y señoras del régimen chavista son débiles, son víctimas, son los bondadosos, casi melancólicos acosados. Los pobres policías armados hasta los dientes acosados por decenas de miles de manifestantes en camiseta y guayaberas. Sí, acosados, que lo he leído en las hojitas parroquiales (digitales o no) de nuestros admirables izquierdosos. Siempre ocurre igual: los policías aterrados por los manifestantes que gritan ¡gloria al bravo pueblo! a un nivel de decibelios inequívocamente contrarrevolucionario y que no tiene otro objeto que destrozar con alevosa crueldad los tímpanos a los gorilas uniformados.

¿Y la convocatoria a una constituyente? Hace muy pocas semanas el cada vez más payasesco (y miserable) Nicolás Maduro anunció que las elecciones estatales que fueron suspendidas el pasado diciembre se celebrarían este mismo año. No ha sido suficiente, por supuesto. Las encuestas que maneja el gobierno no solo señalan que Maduro sería desalojado del poder, sino que perderían en la mayor parte de los estados en liza. Así que se les ha ocurrido una idea realmente ingeniosa: hagamos una nueva Constitución. De acuerdo, el mismo Maduro salmodió que la Constitución era la Revolución y que la Revolución era la Constitución y todas esas pendejadas que se le ocurren en el retrete al compañero presidente, después de consumir demasiados tequeños, pero da lo mismo. Se convoca, por tanto, una constituyente, vulnerando los procedimientos establecidos en la Constitución vigente para hacerlo, y lo más arrecho de todo es que quienes la redactarán no serán los diputados, ni siquiera una futura asamblea elegida democráticamente para tal objetivo, sino ciudadanos previamente cooptados por el Gobierno.

Disculpen unos y otros por hablar de Venezuela. Es una de mis patrias y una pútrida cuadrilla de canallas endiosados, servidos por el interés mezquino y la estupidez lacayuna, la están aplastando, vampirizando, aniquilando, enmierdando económica, social y moralmente.

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Panes y peces presupuestarios

En su momento de mayor gloria político-electoral (correspondiente a los gobiernos de Manuel Hermoso, Román Rodríguez y Adán Martín) Coalición Canaria protagonizó una reactualización del secular pacto entre las élites políticas canarias y el Estado español: a cambio de lealtad institucional ventajas presupuestarias, legislativas o fiscales, a lo que se sumaba la renta de situación que suponían los fondos de la Unión Europea. La progresiva debilitación electoral de los coalicioneros (han pasado de cuatro diputados en los noventa a un solitario escaño) y el cambio del ecosistema político español desdibujaron ese papel. El grupo parlamentario en el Congreso de los Diputados representaba un instrumento político de orden estratégico y sus escenificaciones y frutos legitimaban al peculiar y muy pragmático nacionalismo de CC. Quizás por eso, después de  dos legislaturas y media de atonía pactista, y al encontrarse Mariano Rajoy urgido por articular una mayoría suficiente en la Cámara Baja para aprobar los presupuestos generales del Estado, Coalición se ha apresurado a proclamar que el proyecto de Cristóbal Montoro es “magnífico” para los intereses de Canarias, y aun más, que se trata de unos presupuestos “históricos”, porque por primera vez se cumple con que la inversión en la Comunidad autonómico llegue a la media española por habitante. Montoro ha reconocido la ultraperificidad de Canarias, su REF sacramentalmente seccionado del sistema de financiación autonómica, su condición insular, su origen volcánico, la sabrosura del mojo, la originalidad de las letras de las murgas y la temperatura primaveral de nuestros luminosos inviernos.

El entusiasmo de CC por el proyecto de ley presupuestario es tal vez comprensible, pero imprudente. El PNV está a punto de cerrar un acuerdo con Rajoy, que incluye ventajosas reformas y renovadas garantías respecto al cupo vasco, no revisado desde 2007, que se elevan a un monto superior a los 1.600 millones de euros, y el señor José Eskoreka no se ha puesto de llorar de emoción ni ha agradecido al Gobierno central la generosidad de haber redimido a Euzkadi. Pontificar solemnemente que “Madrid cumple”, aunque se suponga que es gracias a la perseverancia negociadora de CC, deviene simplemente coronar al PP como la fuerza política más comprometida con las islas. Así Fernando Clavijo, presidente del Ejecutivo regional corre el riesgo de que Asier Antona lo califique maliciosamente – y así lo ha hecho — como “el mejor delegado del Gobierno de España en Canarias”. Es difícil imaginar a un nacionalista recibir un (envenenado) piropo semejante.

Y también es una imprudencia (o una cierta insensibilidad ante el cambio de clima político) considerar que apoyar a Mariano Rajoy en medio de la gusanera vomitiva de la corrupción – que en sí misma supone un ataque en toda regla al sistema democrático – será ampliamente comprendido porque Canarias va a disponer de unos 220 millones de euros más para su financiación en la segunda mitad del año en curso. Entre 1995 y 2010, aproximadamente, esta comunidad dispuso de muchos miles de millones de las antiguas pesetas para sostener la actuación del Plan Integral de Empleo o para alimentar el siempre hambriento Plan de Carreteras, y después de semejante maná presupuestario, el desempleo sigue situado por encima del 25% de la población activa, el paro juvenil sobrepaso y la productividad no deja de caer, y la precariedad crece y los salarios no se recuperan, y el consumo interno apenas se levanta temblequeante. El 43% de los jóvenes de menos de 25 años no tienen trabajo. Los ciudadanos isleños se han vuelto muy razonablemente escépticos sobre los efectos taumatúrgicos de las negociaciones presupuestarias.

Los ciudadanos isleños, al igual que los del resto de las comunidades autonómicas, han visto recortados sus derechos laborales, han caído en un precariado laberíntico, han sufrido el mantenimiento o incremento de la presión fiscal, han comprobado el desprecio brutal –cuando no la beligerancia  — del Gobierno conservador contra la libertad de expresión, han padecido las consecuencias del estrangulamiento de la financiación de los servicios sanitarios y asistenciales, han levantado acta de defunción de la ley de Dependencia, han perdido becas o se han debido a resignar a abandonar proyectos de investigación científica y tecnológica porque no les soltaban un duro, y se les antoja sumamente improbable que estas circunstancias – y las decisiones políticas que las han creado – cambien en lo principal porque la Comunidad canaria mejore sustancialmente su financiación. No se trata de negar la importancia de los fondos conseguidos para las islas en el proyecto presupuestario, sino de alertar sobre el mecanicismo implícito en la suposición de que el incremento de recursos financieros deriva venturosamente hacia la satisfacción de los intereses generales y la prosperidad económica. Una estrategia económica nunca funciona con piloto automático. En todo caso la batalla interminable (y publicitada hasta la náusea) por la mejora de las asignaciones presupuestarias a cargo del Gobierno central debería estar inserta en una estrategia coherente, flexible y abierta que – no estaría mal leer y escuchar a economistas como el profesor José Ángel Rodríguez – descarte éxitos del pasado, como la construcción desaforada y la promoción inmobiliaria, evite improvisaciones aguijoneadas por urgencias,  seleccione programas, acciones e iniciativas de carácter estructurante en el sistema económico canario, identificando servicios y productos con efectos multiplicadores y promueva el arraigo de prácticas orientadas a desarrollar  redes asociativas y de cooperación. Los objetivos no son demasiado discutibles: crear empleo de calidad, estimular actividad empresarial que genere valor añadido, levantar la productividad, recuperar la cohesión social, emprender reformas educativas inaplazables, introducir nuevos criterios de profesionalidad y rentabilidad en las administraciones públicas para conseguir mayor eficacia y eficiencia, atraer recursos públicos y privados a las universidades y al desarrollo de programas de investigación, desarrollo e innovación, avanzar para una implementación de un auténtico mix de energías alternativas en el archipiélago.

Coalición no está apoyando los presupuestos de un Gobierno moderado y auroral como era el de José María Aznar en 1996, al que su entonces portavoz en la Cámara Baja, José Carlos Mauricio, llegó a advertir “estaremos vigilantes para que no abandonen el camino del centro político y la negociación”. Está avalando con su voto a un Gobierno abierta y activamente derechista, que ha practicado una dolorosa devaluación interna desde una concepción patrimonial de las administraciones públicas y una voluntad inequívoca de rechazar la aconfesionalidad del Estado y sustituirla por una redivida cultura nacionalcatólica.  Las pruebas de una corrupción cuasiestructural en el seno del PP – muchos de cuyos dirigentes han funcionado como cuadrillas extractivas de las arcas públicas – se suceden diariamente: detenciones, registros domiciliarios, investigaciones policiales, procesamientos, declaraciones escandalosas, encarcelamientos.  Se trata de una honda crisis política que puede llegar a desembocar en una crisis de Estado. Y la gente suele construir sus interpretaciones – y reaccionar emocionalmente – por lo que ve  y nota cotidianamente en su piel, no por lo que es incapaz de ver: esos cientos de millones que llegan en la oronda panza de los presupuestos generales del Estado, la dorada llave de una felicidad inimaginable pero siempre postergada.

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Matanzas y genocidios

Las idioteces suelen reproducirse y crear nuevas estupideces, con vida propia, en un movimiento exponencial. La estupidez sobre los lienzos que adornan las paredes del salón de pleno del Parlamento de Canarias ha derivado, ahora, hacia otra babiecada, el genocidio que sufrieron los guanches y que, al parecer, ni conocemos ni hemos llorado lo bastante. Reconozco mi estupefacción cuando escucho hasta al estimable Juan Manuel García Ramos hablar de genocidio y recomendar, incluso, que se organice un espacio expositivo sobre semejante despropósito. Algunos van más lejos todavía y comparan la matanza de aborígenes canarios a manos de los despiadados españoles con los hornos crematorios de los nazis. Sospecho incluso que estos ñacañacas encuentran más humanitarios a los nacionalsocialistas, que al menos les contaban piadosamente a los judíos que los llevaban a duchar. Pero los españoles, con los guarros que era y son, por supuesto ¿cómo iban a engañar a los guanches con una propuesta semejante? “Acercaos presto a esta alberca, valeroso aborigen, y dejad que os frote la espalda para vuestra limpieza y deleite”. No. Los mataron a lanzazos, los muy canallas.

Un genocidio supone una voluntad de exterminio deliberada y sistemática. Y esa estrategia de exterminio planificado no está avalada ni por los datos históricos disponibles ni por la praxis política de la Corona de Castilla – y más tarde de España – en su expansión atlántica y americana. El director general de Patrimonio del Gobierno autonómico, Miguel Ángel Clavijo, él mismo historiador, ha terciado apuntando esta incontrovertible evidencia, y un ejército de vociferantes indocumentados, simpáticos guanchistas que se sujetan el cerebro con taparrabos, le ha caído encima para vengar la sangre derramada de nuestros martirizados ancestros. Lo más exaltados llegan a asegurar que los guanches fueron prácticamente exterminados por la homicida brutalidad española, lo que les convierte en descendientes de españoles sin mezcla de sangre aborigen, en el fondo, algo así como peninsulares con mala consciencia. La mayor parte de la población aborigen desapareció en menos de 50 años, pero en su mayoría no fueron pasados por las armas ni vendidos como esclavos: murieron a consecuencia de enfermedades causadas por agentes patógenos de origen peninsular y europeo. No es disparatado, sino bastante racional, suponer que esa mortalidad no constituyó una excelente noticia para las autoridades de la Corona y para los señores de las islas. De hecho debieron promulgarse leyes y atraer con tierras baratas y exenciones fiscales a hombres para poblar el Archipiélago. Ni la gripe, ni el cólera, ni la fiebre amarilla se emplearon como armas biológicas en las Canarias del siglo XV y XVI. Y entre los aborígenes supervivientes se encuentran a bastantes que se integran entre las élite de poder, como otros, en cambio, se retiran a comarcas de las islas menos controladas, política y militarmente para vivir encapsulados en su moribunda cultura.

Los guanches. Nuestro embeleco histórico preferido. El arquetipo amasado para romantizar el resentimiento, la melancolía o la impotencia. La supuesta cifra de nuestra identidad cultural más central, telúrica y verdadera. Pues no, nada de eso. Somos un pueblo de aluvión y la entrada de Canarias en la historia es el fascinante relato de una región fronteriza a la que acuden castellanos, andaluces, portugueses, catalanes y genoveses – y luego vendrán muchos otros — para construir un país y articular la primera economía monetaria del Atlántico.  Qué difícil resulta admitir que somos un pueblo mestizo y que los guanches no representan una privilegiada instancia epistemológica que ilumine nuestro desarrollo histórico,  ni nuestros éxitos, duelos y quebrantos.

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Nos están echando

Claro que Emmanuel Macron no es Marine Le Pen ni viceversa. Y por supuesto que hay que pedir (y explicar) el voto al primero para frenar a una extrema derecha que pretende haberse normalizado como partido pero que plantea la destrucción de la República y su sustitución por una suerte de Vichy revisitado. También es cierto que en las democracias liberales la elección suele dirigirse a excluir el mal mayor. Y aún así una democracia agusanada por los escándalos de corrupción que presenta como horizonte más plausible impedir el desembarco en la Jefatura del Estado a una fuerza autoritaria, populista y xenófoba no parece ya no excitante, sino simplemente viable a largo plazo. Más del 70% de los votantes franceses han evitado depositar su confianza en socialistas y gaullistas, los dos grandes partidos de la República desde los años setenta, y el más votado es un ex ministro que casi improvisó una plataforma política en pocos meses. El sistema político francés está mutando a toda velocidad y uno de los motores del cambio es la atracción fatal de toda la derecha  — y una parte no desdeñable de la izquierda – por lepenizarse moderadamente. Lo suficiente para no perder totalmente su atractivo electoral.
Entre las docenas de libros y panfletos que intentan una interpretación verosímil y útil de lo que ocurre está el último libro de un periodista inglés, David Goodhart, El camino a algún lugar,  donde encuentra la matriz del populismo triunfante en la dicotomía – y enfrentamiento — entre los cosmopolitas –las élites políticas y culturales que se encuentran cómodas o se adaptan tanto a nuevos espacios físicos y mentales como al proceso de globalización económica – y los somewhere, aquellos que son de algún lugar, aquellos que se identifican con las culturas, usos y costumbres de comunidades (la región, la ciudad, el barrio) que se sienten amenazadas en su integridad ( en la conservación de sus trabajaos y sus valores morales) por la inmigración y la degradación económica de su entorno. El populismo consiste básicamente – según Goodhart, que no es precisamente muy original – en un discurso político que le trasmiten a los somewhere que, contra los defensores de lo políticamente correcto,  ellos tienen razón, tienen toda la razón en indignarse, en asquearse, en rechazar con toda su alma a los que contaminan y pretenden destruir su comunidad de creencias, costumbres y valores, y que se les devolverá el poder sobre sus propias vidas, por ejemplo, rebajándoles sus impuestos para dejar en sus bolsillos cincuenta dólares más cada año.
Sí, esa es la estratagema de los movimientos populistas conservadores, los que llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca, los que propagaron y consiguieron la victoria del Brexit, los que han convertido al Frente Nacional es una fuerza política potente y votada por millones de obreros, pequeños comerciantes y desempleados. Una mezcolanza ideológica entre las preces del neoconservadurismo moral y las milagrosas virtudes de la desregularización económica y la privatización de cualquier servicio público. Pero la tesis de Goodhart solo explica un modelo de gestión y propaganda electoral que intenta aprovechar una situación y crear enemigos exteriores para ganar elecciones y legitimar praxis políticas racistas, discriminadoras, excluyentes. Porque la crisis de las democracias representativas hunde sus raíces en su incapacidad para impulsar reformas políticas, jurídicas y sociales que respeten e impulsen los derechos y libertades de los sujetos y el bienestar de las poblaciones. Unas democracias sin ciudadanos y sin potencia transformadora que se resigna a una relación ancilar con los poderes financieros y económicos transnacionales. Robert Dahl explicó como sin desarrollo capitalista no prospera una democracia liberal y parlamentaria pero que a la vez las exigencias de crecimiento, transformación y dominio del capital condicionan fuertemente los límites emancipadores de las democracias liberales. Unas democracias parlamentarias cada vez más débiles, más prostituidas, más inverosímiles. El ideal democrático – asentado en los valores ilustrados y en la aspiración a la libertad y la justicia — era, precisamente,  nuestro somewhere político. Y nos están echando.

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