No, no estoy de acuerdo. Fernando Guanarteme, Tenesor Semidán, no ha sido el grancanario más importante de la historia, como ha declarado – recientemente: se trata de una ocurrencia recurrente – el presidente de la Asociación Cívico Cultural La Solana. Cuando Tenesor Semidán murió la historia de Canarias estaba empezando. Sin negar el papel del último monarca prehispánico de Gran Canaria en la conquista de las islas de realengo, transformar a un reyezuelo de una sociedad preneolítica en el mayor fenómeno de una Historia que comienza, precisamente, con la colonización del archipiélago, supone un sinsentido. Colocarlo en una lista donde figuren Fernando León y Castillo, el doctor Gregorio Chil y Naranjo o Benito Pérez Galdós es, incluso, disparatado. La obsesión por Fernando Guanarteme es una de las consecuencias pintorescas de esa extravagante visión guanchista y romántica, ampliamente compartida y convertida en un fetiche social, según la cual en la sociedad aborigen se encuentran las huellas de nuestra identidad cultural fundamental. Los cinco siglos que han pasado desde la desaparición de esa estructura social y del proceso de aculturación paralelo no cuentan para nada. Según esta particularísima y disparatada concepción, que terminó de cuajar en el siglo XIX, no ha existido nada de interés relevante entre los guanches y nosotros, cuando lo que ha ocurrido ha sido, precisamente, nuestra Historia. Los que reivindican el pasado preneolítico como clave identitaria no reparan en que se limitan a repetir los prejuicios étnicos y culturales de los europeos — desde etnógrafos hasta guías turísticos – para cuya curiosidad colonial lo relevante eran los aborígenes, mientras que los canarios actuales carecían de interés. Por eso mismo en nuestro país abundan los museos y museillos arqueológicos y etnográficos, pero es terriblemente difícil conseguir, por ejemplo, una silla del siglo XVI, un traje del siglo XVII o un reloj del siglo XVIII.
No solo me trae sin cuidado que Guanarteme — al que se trata de estadista, como si hubiera podido tener la más remota idea de lo que es un Estado — esté enterrado en Gran Canaria o en Tenerife, sino que me resulta francamente difícil entender que el asunto pueda interesar a alguien. Me pasa lo mismo que con esas momias que reclama el Cabildo de Tenerife con necrofílico fervor. Al parecer, las momias solo pueden descansar correctamente en suelo tinerfeño; si no es así, corren el riesgo de sufrir tortícolis. Todavía recuerdo la carita de consternación de Ricardo Melchior en una visita a los madriles, observando, con una furtiva lágrima deslizándose por la mejilla, la momia de un compatriota que bajo una luz amarillenta apretaba los dientes, como reprimiéndose para no indicarle al deudo la puerta del museo. Más dinero y más medios para la investigación arqueológica y etnográfica en Canarias, mayor protección a nuestro patrimonio, racionalización y modernización de los museos en las islas, destrucción de las mitologías, deformidades y falsedades que pesan nuestra dinámica histórica y cultural. Eso es lo interesante. No amar tanto los huesos y respetar más la historia. No confundir la historiografía con la necrofilia.