Alfonso González Jerez

Identidad ideológica y batallitas culturales

La grotesca y preocupante detención de los miembros de la compañía Títeres desde Abajo puede abrir paso a una reflexión sobre la batalla cultural que la llamada nueva izquierda – ligada a Podemos y a diversos partidos nacionalistas, pero también a los procesos de mareas y protestas ciudadanas de la última década – parece empecinada en desarrollar en cuanto llega al poder. Ignoro si el espectáculo ofrecido por los titiriteros disparatadamente detenidos e incluido en la programación del ayuntamiento de Madrid forma parte de este combate, aunque cabe imaginar su calidad de colaborador necesario. Sí, ciertamente. Títeres desde Abajo había sido contratado por el ayuntamiento capitalino durante el gobierno de Ana Botella, pero se me antoja harto dudoso que ofreciera las mismas obras. Espero que no se me entienda demasiado mal: la detención incondicional de los titiriteros es un abuso escandaloso y deben ser puestos en libertad cuanto antes. Pero creo que no resulta superfluo meditar sobre la obsesión identitaria de la izquierda en el poder municipal y autonómico, sobre todo, cuando podemos estar en vísperas de su llegada al corazón del poder ejecutivo del Estado. La priorización de batallas culturales en la agenda política que se plantean como justicieros actos de fé.
Algunas de estas obsesiones — en su origen, al menos en parte, muy justificadas y justificables – han cosechado un ridículo espantoso, como el programa de eliminar calles y placas supuestamente ultraderechistas o franquistas del mapa de Madrid. Las prisas sectarias,  una engolada y pavorosa ignorancia y una parcialidad insufrible han terminado con un nuevo escándalo en el equipo de Manuela Carmena (memorable la intervención del concejal del PP Pedro Corral detallando los olvidos, burradas y dislates de la comisión encargada del cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica). Son pasmosas igualmente las fieras acometidas contra la tauromaquia, las mendacidades proferidas por este o aquel obispo, las corbatas y los trajes en las Cortes o las procesiones y festividades religiosas. Los representantes de las nuevas izquierdas dedican horas de declaraciones y tertulias sobre tales asuntos, que en su agenda pública reciben mucho más tiempo y atención que el desempleo, los problemas de la vivienda, la criminalidad o la situación de ancianos y dependientes. No se ofrece tanto el cumplimiento de un programa político – con sus prioridades, acciones y argumentos — como la salud adolescente de una identidad ideológica que se presenta como irreductible frente a otras. Y por supuesto, a la hora de ofrecer productos culturales, pues se ofrecen de izquierda de la buena. Lo malo es que entre la producción cultural de izquierdas está Bertold Brecht, pero también Facu Díaz: la diferencia entre un genio progresista pero complejo y debatible y un chistoso sin gracia al que el  capitalismo intenta eliminar con la invención de la bollería industrial.
En último término es una deslealtad hacia el elector privilegiar tu identidad ideológica sobre tu programa de gobierno. Lo que estás intentando –aparte de darte gustito – es incendiar a tus devotos y al mismo tiempo opacar los incumplimientos, tardanzas y torpezas en superar todos los problemas y conflictos que prometiste solucionar.

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Guiñolescas

Me encuentro entre los que opinan que la prisión incondicional impuesta a los dos profesionales integrantes de la compañía  es absolutamente desproporcionada. La prisión incondicional es una medida judicial de carácter casi excepcional y el propio auto del juez instructor no la argumenta debidamente. Los titiriteros deberían salir de inmediato de una cárcel donde no han debido entrar. Todo es bastante guiñolesco: Títeres desde abajo es una compañía profesional que ya había sido contratada por el ayuntamiento de Madrid presidido por Ana Botella; es falso que la obra representada estuviera programada para su representación ante los niños; se trataba de una comedia de títeres de cachiporra, subgénero caracterizado por la crueldad, el disparate y el sarcasmo desarrollados a un ritmo vertiginoso. Cualquiera puede ver el trabajo de Títeres desde Abajo en youtube, al parecer nadie había detectado tan criminógeno material al alcance de cualquiera. Yo lo he hecho y me parecen un poquito aburridos. Por supuesto, críticamente muy bien intencionados, pero, con sinceridad, bastante aburridos. Sin embargo el aburrimiento doctrinal no está sancionado en el Código Penal. Ni siquiera lo está el mal gusto, por no hablar de los prejuicios ideológicos de los magistrados españoles.
No sé si les ocurre ustedes, pero, junto a la preocupación porque ocurran estas cosas, uno siente una profunda sensación de vergüenza aliñada con un empute creciente. Porque acciones judiciales como estas no consisten en tratar a los niños con ejemplar espíritu protector, sino en tratarnos a los adultos como niños hasta llegar al cementerio. Nosotros, aunque existan caballeros togados y drigentes políticos que no terminan de entenderlo, decidimos los libros que leemos, las películas que vemos y hasta (pásmense) las obras de títeres con las que disfrutamos o nos reímos. Me pregunto de dónde carajo saldrá esta gente que no solo se escandaliza por la presencia de la violencia y la sátira en las obras artísticas desde la antigüedad grecorromana, sino que pretende perseguirla judicialmente. Gente a la que la muerte de la madrastra de Blancanieves – muy suavizada en la versión Disney, por cierto – debe poner los pelos como escarpias. Espero que los dirigentes del PP y de Ciudadanos estén muy atentos en las próximas fiestas de mayo en Santa Cruz y levanten un informe sobre las sañudas palizas de Gorgorito (“voy e reventarte la cabeza”, suele advertir alegremente) contra la bruja Ciriaca mientras la novia del héroe se desmaya de la emoción. Cada hora que pasan en la cárcel Alfonso Lázaro de la Torre y Raúl García Pérez supone alargar un escarnio bochornoso. Pero eso sí: no son Federico García Lorca ni esto es un episodio semejante a la matanza de Charlie Hebdo. Lo digo por los recalcitrantes de la otra orilla cada vez más entusiasmados en proclamar un clima de preguerra civil.

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Ya en la memoria

Antes de que la ciudad se transforme en carnaval, como el capullo en mariposa o viceversa, bajo lentamente por sus calles, donde ya se montan chiringuitos para vender algodón de azúcar, chorizos fritos o chocolate, y grupos de jóvenes pintorescamente desaseados se ofrecen para pintar las caras de los incautos, y pequeños carromatos cargan con centenares de disfraces baratos, y máscaras, y anteojos de plásticos, y pelucas y sombreros, y pitos y matasuegras. La ciudad está un poco confundida, pero ya irá encontrando su lugar en la fiesta y llegará rápidamente a la hora donde comienza una breve abolición del tiempo. A pleno mediodía mea contra una pared un individuo de rostro pálido y tembloroso: la vanguardia solitaria de miles y miles de compañeros cuyas vejigas vivirán una experiencia de libertad inconcebible en el resto de las noches del año.
Es el paisaje precarnavalero que anuncia una tormenta de goce y diversión que, sin embargo, está perfectamente reglamentada por el Organismo Autónomo de Fiestas. En nuestro carnaval no se subvierte otra cosa que el sabor de los churros mixturados en el mismo aceite desde la niñez de Enrique González y en vez de  romperse el orden constituido se fracturan algunos matrimonios y noviazgos, a cuyos pies las carnestolendas suelen depositar una pequeña bomba de relojería que estallará en el futuro. Paseaba deleitándome en los detalles  — y contestando al móvil a un par de llamadas insultantes y anónimas de gente que ama las murgas por encima de todas las cosas, desde la cordialidad y el sentido del humor – cuando descubrí un panel metálico con letras impresas que me llevaron a la estupefacción.
En panel reproducía un párrafo de una admirable novela que no hace mucho, apenas media eternidad, escribió un amigo que lo fue al final, cuando ya se había largado de aquí, y había encontrado la paz y la serenidad en Cartagena. Lo recordé hace veinte años, amargado, ingenioso y retrechero, recordé nuestras conversaciones erizadas y nuestros estimulantes desencuentros, y reparé, por supuesto, en que nunca pensamos en que su prosa podría leerse en una esquina de la ciudad. Pero lo más extraordinario es que el fragmento reproducido en ese panel – pensé: demasiado alto para que lo meen los borrachitos – hablaba de un amigo común, inteligente y generoso, que paseó por esta ciudad, también prisionero insomne, escuchando comprensivamente nuestras atolondradas, agrias, monótonas vigilias. Sí, me quedé mirando fíjamente el panel metálico, que en realidad me contaba que nosotros tres ya éramos irremediablemente y para siempre,  sin salidas y sin excusas, personajes y ficciones de la ciudad de las murgas, tan murgas nuestras almas como ellas mismas,  y como ellas fatalmente destinados a integrarnos en la memoria ingrávida de este caserío tendido al sol con más indolencia que cansancio.
A sangre fría, pensé otra vez. Me fui caminando hacia la Rambla, dejando tras de mí el ancho cielo, el susurro de las voces de los amigos muertos y vivos doblando mansamente los laureles de indias, y el mar siempre al fondo, como un cuadro mal colgado.

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Murgas sin gracia

Las murgas no le hacen gracia a nadie. Ni siquiera a los murgueros. La razón principal de este fenómeno está, por supuesto, en que las murgas no pretenden ser graciosas hace mucho tiempo y, por lo tanto, han olvidado la gracia, la chispa, el relámpago del humor.  Si uno no se divierte en el escenario jamás divertirá al público en el patio de butacas. Creo recordar que la última vez que descubrí a un murguero riéndose durante la actuación fue el año en que se jubiló Juan Viñas. Ahora ser murguero es una cosa muy seria. El murguero no se ríe jamás: su misión es demasiado importante. En la actualidad la murga sube disciplinadamente al escenario y comienza a actuar como el consejo de administración de General Motors o el comité ejecutivo de Izquierda Unida-Unidad Popular. Las murgas se han terminado creyendo eso de que son la voz del pueblo, algo así como medio centenar de cantautores a los que, casualmente, les salió la misma letra alrededor de una gran perola de garbanzas y tres garrafones del vino azufrado de la finquita del suegro. El murguero contemporáneo no se ríe contagiosamente de nada, pero lo denuncia meticulosamente todo. El murguero contemporáneo no desmonta lo que ocurre con la herramienta del humor, sino que se apresura en darle de patadas entre chillidos terribles, exasperados, casi agónicos, que algunos se empeñan en llamar coros. El murguero contemporáneo – en esto hay que reconocerles cierta actitud vanguardista – no pretende reírse, sino que busca indignarse. Sí, el murguero es, hoy por hoy, un indignado, es decir, carece de sentido del humor y anhela una justicia instantánea y sumarísima. Yo los he visto desplegarse por la calle de La Noria, hacia las terribles justas del concurso, lo que más les emociona, y les juro que en youtube pueden encontrar ustedes desfiles de escuadrones de las SS más relajados y sonrientes.

A menudo los murgueros ni siquiera resultan muy reconocibles. Ya no son gente del barrio con unas ganas irreprimibles de bacilar y reírse de todo y de todos, sino los celosos depositarios de una moral mesocrática, hipócrita, advenediza y despistada: ceñudos payasos que te observan con ira, con indiferencia, tal vez con desconfianza. Payasos enfadados que gesticulan mucho pero a los que termina siendo extremadamente difícil entender nada. Por supuesto, se me antoja una lástima que en vez de ser murgueros pretenda ser superhéroes dispuestos a acabar con el Mal una noche al año y, además, llevarse el primer premio. Como Batman maquillado al estilo de Jocker. ¿O sería al contrario? No lo sé, pero hace muchos, muchos años, recuerdo que las murgas eran una invitación a la risa y no, como hoy, a un horno crematorio, a un juzgado de primera instancia o a la ONU.

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Desigualdad, pobreza y democracia

Un reciente informe sobre la desigualdad de Oxfam Intermón se suma – con sus peculiaridades analíticas – a los análisis de la OCDE y a consultorias españoles y extranjeras para evidenciar de nuevo que la desigualdad es a la vez resultado y estímulo del malestar económico y social que llamamos ahora mismo recuperación económica. Lo más obvio – la reacción inmediata – es que la desigualdad  — una desigualdad cada vez más amplia y brutal – representa una injusticia. Desde luego que lo es. Y la desigualdad de oportunidades no comienza en el sistema escolar, sino mucho antes, en la misma salud perinatal, como explica un reciente artículo de Héctor Cebolla y Leire Zalazar en politikon.es. Existen evidencias que sostienen que la desigualdad comienza en el primer minuto de la vida. En España el porcentaje de niños que pesa al nacer menos de 2.500 gramos ha crecido hasta llegar al 7,8% de los partos en 2013, lo que supone un incremento de más del 100% respecto a 1980. La inmensa mayoría de madres de ese 7,8% era desempleada, de clase trabajadora o media baja y con estudios primarios. Un escaso peso al nacer suele significar estadísticamente una morbilidad y mortalidad más tempranas y una salud adulta más frágil. Pero la desigualdad en las rentas – es decir en el acceso a la sanidad, a la educación y a la cultura – no es únicamente una injusticia estructural. Pasado cierto umbral – y sostenido además en el tiempo – equivale a una pésima noticia para el sistema económico en general y para un crecimiento sostenido y sostenible en particular.
Canarias es un mal ejemplo que viene estupendamente al caso. En los últimos treinta años el archipiélago ha sido incapaz de descender del 10% de desempleo; actualmente los parados todavía superan el 28% de la población activa, aunque se repitan con monótono entusiasmo que se están creando muchos empleos. Y se crean, pero para destruirse en pocas semanas o meses: en la hostelería turística, por ejemplo, el modelo de rotación de contrataciones funciona tan operativamente como en los años noventa, pero con peores condiciones laborales. El salario medio es inferior a los 1.400 euros mensuales y fuera del casi privilegiado mundo funcionarial apenas llega a los 900. Solo el 2% de la población gana más de 60.000 euros anuales. Las clases medias apenas representan el 25% de las familias. ¿Cómo puede tirar el consumo en estas condiciones? De ninguna manera: el pequeño comercio ha sido una víctima fulgurante de la recesión económica y han cerrado cientos de establecimientos desde 2008. ¿Cómo puede mejorar la productividad? Es imposible: la curva de la productividad desciende desde mediados de la primera década del siglo; aquí solo se entiende la mejora de productividad como salarios mezquinos y precariedad temporalizada. ¿Cómo puede crearse valor añadido en una sociedad económicamente dualizada, con una economía basada en la explotación intensiva de servicios turísticos y un desempleo estructural descomunal? Simplemente no hay manera.  Las altas tasas de desempleo, los salarios modestos, la decreciente productividad, el bajo valor añadido que genera la actividad económica no son circunstancias coyunturales, sino factores necesarios para la continuidad de un modelo de crecimiento económico basado en la construcción y el turismo de sol y playa. El turismo, ciertamente, nos quitó el hambre canina, pero amenaza con condenarnos a una desnutrición crónica.
Y como ocurre en el resto del mundo, la desigualdad – el nuevo nombre de la pobreza – es aquí, en estas ínsulas baratarias, la mayor amenaza para la supervivencia de los maltrechos principios e instituciones democráticas. Porque las transforma en cascarones amargos y vacíos, en muecas burlonas y doloridas de lo que una vez pudo haber sido y no fue.

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