Alfonso González Jerez

Debates en telecracia

Durante un cuarto de siglo he dedicado un montón de horas a escribir sobre política, elecciones, líderes y partidos, pero jamás he visto un solo programa de los que hace dos o tres años infectan las pantallas de televisión: esas horrendas y estruendosas tertulias donde se coció la popularidad de Pablo Iglesias, en la Sexta y en Antena 3, pero en las que también han sido estrellas fulgurantes bestias bípedas como Miguel Ángel Revilla, Antonio Miguel Carmona y (de vez en cuando) Alberto Garzón, entre otros. Me repugnan. No he gastado ni tres minutos en esas zafiedades palcolor. Por supuesto que no forme parte del público del debate ese en el que la vicepresidenta del Gobierno sustituyó a Mariano Rajoy ni veré el próximo ni el siguiente. Tengo una idea absolutamente injusta, imprecisa y paleolítica sobre tales debates. Son espectáculos televisivos y en absoluto discusiones racionales donde se enfrentan argumentalmente análisis y propuestas. Son, sobre todo, un producto audiovisual, y los integrantes de su dramatis personae  no lo ignora, no pueden ignorarlo si desean participar con alguna garantía de rédito electoral. Pedro Sánchez, el secretario general del PSOE, no acude a esas convocatorias para ejercer como tal en una coyuntural electoral, sino para representar un producto comercial en el mercado del voto que, por supuesto, debe venderse cargado de humanidad. Los demás hacen exactamente lo mismo: encarnan un producto, un relato, una gramática sentimental de eslóganes primacistas  y fraseología excluyente. Entiendo que millones de personas se traguen un programa de televisión como si fuera la realidad abierta en canal. En cambio, que lo hagan periodistas, opinadores y hasta politólogos que complementan sus sueldos de profesores asociados con cuatro perras por asistir a estos aquelarres escapa totalmente a mi capacidad de comprensión.
Me trae por tanto absolutamente sin cuidado cuantos debaten, a qué hora y a través de qué canales, porque lo importante, es decir, el qué, deviene siempre un asunto secundario (o una cómoda abstracción) que los candidatos y partidos saben arrinconar perfectamente, y en especial, cuando se les deja gritarse unos a otros, sin que una instancia intermedia e independiente pregunte, insista, denuncia contradicciones y exija claridades. Solo en estos simulacros – y porque la naturaleza del simulacro es precisamente la de una fantasía audiovisual adaptable a los esquemas narrativos de una película de buenos y malos o de un espectáculo deportivo, impregnados de valores incuestionados – se puede discutir, evaluar, decidir quién ha ganado el debate, y es obviamente lo que se hace. Ah, y por supuesto, no hay nada más cretino que esa soberbia y enaltecedora aseveración que reza que el verdadero ganador del debate no fue este o aquel candidato, sino la democracia. La democracia está en esos supuestos debates como la sabiduría universal en los sobres de azúcar de las cafeterías.

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Cuatro alcaldes

Los alcaldes de los municipios más poblados de Canarias (Las Palmas de Gran Canaria, Santa Cruz de Tenerife, La Laguna y Telde) se han reunido para estudiar los retos de las grandes ciudades, han intercambiado información, han paseado por las calles laguneras bajo el sol de este otoño casi veraniego y al final han llegado a una sorprendente conclusión: quieren más perras. Sí, exactamente lo que están pensando: los dineros del IGTE están ahí y los cuatro alcaldes piensan que en el bosque de las Fecam igual se pierden. Dejemos a un lado el oportunismo (más o menos legítimo) de la reunión de estos concejales peripatéticos y sin un euro en el bolsillo. Lo realmente sorprendente es que, a estas alturas del milenio, no esté formalizado un espacio de debate y colaboración entre las grandes ciudades del Archipiélago. Si algo ha cambiado en los últimos treinta años en la dinámica de las economías urbanas. En el imaginario popular cuando se menciona Canarias aparecen bosques de laurisilva, playas de arena negra, volcanes, dunas, pinos. Creo que a la mayoría de los alcaldes y concejales comparten la misma imaginería simbólica, idéntico mapa mental. Y es un error palmario porque Canarias  — y sobre todo el futuro económico y social de Canarias – son actualmente, y ya para todo el futuro predecible, sus ciudades. Como ocurre con todo el planeta en el siglo XXI.  Desde hace ya tiempo deberíamos pensar y proyectar Canarias como un archipiélago de ciudades-islas.

¿De qué van a vivir las grandes ciudades canarias en las próximas décadas? ¿Cuáles son – si merecen ese nombre –sus estrategias de crecimiento y hasta que punto pueden ser razonablemente complementarias o sanamente competitivas?  ¿De verdad se supone que integrarse en la economía digital consiste en tener un ordenador conectado a Internet?  ¿Merece la pena ignorar que el contexto de la economía globalizada se están formando regiones transfronterizas que disponen como mecanismo económico de una emergente clase profesional de carácter transnacional? ¿Canarias puede aspirar un espacio propio en la reestructuración del nuevo regionalismo internacional y qué papel, precisamente, aspiran a jugar nuestras ciudades (al menos las mayores ciudades de las islas) en ese objetivo? En un futuro más bien inmediato, ¿cómo alterarán las nuevas tecnologías de la información el papel de la centralidad y, con ello, de las ciudades como entidades económicas? ¿No es hora de que sean las propias ciudades las que asignen recursos de I+D+I o al menos los gestionen y, en su caso, tutelen su relación con proyectos empresariales concretos? ¿Cuántas más eternidades se va prolongar un modelo operativo y de gestión municipal que es un lastre para la eficacia y la eficiencia de lo público?  Si a Canarias le queda alguna opción estratégica viable es precisamente, como ha señalado el profesor José Ángel Rodríguez Martín, la territorialización activa, en la cual las ciudades juegan un papel decisivo y articulador. Están bien que los cuatro alcaldes se paseen. Que hablen del IGTE y se manden una tapa de garbanzos. Pero que miren a su alrededor y consulten el calendario quizás sería más provechoso.

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El Irrepetible

La reunión había terminado. El Irrepetible salió del Rectorado soltando imprecaciones y acusaciones con el ceño fruncido y el pelo aborrascado y algunos periodistas se le acercaron tímidamente, pero tras lanzar algunas miradas fulminantes, se abrió paso hacia los aparcamientos. Cometí el venturoso error de interceptarlo y puse en marcha un antediluviano magnetofón y pregunté sobre su reunión con el rector:

–No tengo nada que decirte, coño, aparta eso…
— ¿Ha analizado con el rector el convenio entre la Universidad de La Laguna y el CD Tenerife? ¿Se ha aclarado cuál es su situación como profesor de la Universidad de La Laguna?
–¿Mi situación? ¿Cómo que mi situación? ¿Qué quiere decir? ¿Y para qué te interesa a tí saber nada de eso?
No era un hombre sometido a una presión excepcional que hubiera perdido los nervios en medio de una coyuntura intolerable. Estaba destinado a ser el Irrepetible, y ya lo sabía.  Sobre La Laguna se cernían nubes plomizas y oscuras, soplaba un viento suave y delante él, que compartía fotos y abrazos con mandamases políticos y empresarios que utilizaban los jamones de Jabugo como mondadientes, solo tenía a un periodista del montón con una chaqueta raída. No. Esa era (evidentemente) su manera habitual de conducirse apenas se le torcía un poco el día. Por lo demás se le notaba que se estaba encabronando, que no iba a abandonar el escenario sin dejar en su sitio a un muerto de hambre al que no había visto en su vida, y empezó así, arrastrando las sílabas por un turbio charco de chulería:
–No-te-he-visto-en- mi-vi-da.
–Ya lo sé. Yo a usted tampoco.
Me miró furibundo y apretó el puño derecho.
–Ahora mismo me vas a decir para quién trabajas, que le voy a contar de qué vas por la vida…
Se lo dije. Se quedó un poco asombrado. Por entonces nadie llevaba teléfonos móviles y gracias a eso, quizás, no asistí al didáctico espectáculo de una llamada inmediata al propietario del periódico en el que trabajaba.
–Yo no tengo nada que decirte. Yo no tengo por qué decirte nada porque no eres nada. Anda, camina, vete por ahí.
–No me alce usted la voz. Si no quiere hacer declaraciones pues no me hace usted declaraciones. Todo lo demás sobra. También puede usted irse por ahí – y le señalé la zona de aparcamientos.

De nuevo la mirada sanguinolenta, los mofletes ligeramente inflados de la indignación, la expresión de asco mayestático.  Pasó a mi lado farfullando algo. Lo ví alejarse, al Irrepetible, hacia un mercedes oscuro. Yo creo, con toda sinceridad, que merece todos los homenajes habidos y por haber, porque como suele ocurrir con todos los Irrepetibles, es un cabal espejo de nuestro verdadero espíritu como pueblo, y tal vez viceversa. Su historia, su gesta, su densidad profesional y moral, su asombrosa transformación en leyenda local, son chicharraje puro y duro.  Para esta ciudad homenajearlo es como homenajearse a sí misma.

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Misas pecadoras

Sé que les parecerá inverosímil, pero después de los últimos días – en fin, de los últimos milenios –todavía puede encontrarse gente con las suficientes reservas de indignación cívica para lamentar doloridamente las misas por el alma y la salvación eterna de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera que se celebraron ayer en muchas capitales de provincia españolas y que fueron debidamente comunicadas a través de las habituales necrológicas en la prensa. “Esto es inconcebible en una sociedad democrática”, le leo a algún joven y arrebatado político. De verdad, no entiendo tanta grandilocuencia. Una fundación con el nombre del dictador es la que encarga y paga las misas en muchas o pocas localidades, según sus disponibilidades financieras. Si ustedes hubieran asistido a la celebrada en Santa Cruz de Tenerife, por ejemplo, hubieran podido descubrir a una decena de ancianos catalépticos y a varios jóvenes pálidamente enchaquetados y con expresiones dignas del doncel de Don Enrique el  Doliente arremolinados en las primeras filas de bancos. El resto, por supuesto, estaban vacías. Para la memoria amnésica de los españoles de menos de cuarenta años – porque murió hace ya cuarenta años: más de los que gobernó — Franco no significa prácticamente nada. Y no es que crea que esta evidencia sea una inmejorable noticia. Resultaría preferible que existiera un amplio consenso político y social sobre lo que fue básicamente la dictadura franquista: un régimen brutal de una pringosa miseria intelectual y moral, un fascismo nacionalcatólico y ajoarriero primero y un autoritarismo desarrollista más tarde  que siempre se legitimó en el triunfo sangriento de una guerra civil y consideró enemigos de la patria, en acto o en potencia, a la mayoría de los españoles. No ha sido así. Para un sector de la derecha, en las décadas posteriores a su muerte en la cama, Franco fue un símbolo – no necesariamente inmejorable – de orden y prosperidad. Un sector de la izquierda no está dispuesta a perdonar fácilmente a la Historia y quiere conseguir matar a Franco y ganar la guerra civil de una puñetera vez.  Al parecer el fondo catolicorro de muchos supuestos izquierdistas se reavivaba sin remedio ante unas misas tan pecadoras como las tributadas al Paquísimo.
A mí esa izquierda que se escandaliza porque a Franco le hagan misas me recuerda a los viejos del café mexicano del maravilloso cuento de Max Aub: La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco. Harto de escuchar diariamente las discusiones y acusaciones mutuas de un grupo de exiliados españoles en el café, hastiado sobre todo de escuchar año tras año la profecía sobre la caída del Caudillo el año próximo, un camarero se traslada sin decir ni pío a España y mata a Franco en un desfile. Luego se entretiene unos meses en Europa. Al regresar a México descubre que los exiliados han aumentado: se han sumado tres o cuatro falangistas. La República española se ha reinstaurado, pero de nuevo es campo de batalla entre las izquierdas y de los viejos exiliados no quiere saber nada. El camarero vuelve a los vasos y las botellas: con esta gente no hay nada qué hacer y habrá que seguir soportando sus idioteces y delirios hasta el fin de sus días.

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Ministros, miren qué ministros, que me los quitan de las manos

¿Recuerdan cuando nos íbamos a empoderar como auténticos ciudadanos gracias a Podemos? La maldita casta de los partidos sería herida de muerte por una organización dinámica, espontánea,  de puro gozo instrumental en la que la que tanto la primera como la última palabra la tendrían los ciudadanos que decidirían soberanamente estrategias, programas, candidatos. Bueno, toda esa tontería no podía durar mucho y al cabo de apenas año y medio de su aparición los fundadores  — y máximos dirigentes – de Podemos han dejado perfectamente claro su furibundo aunque taimado oportunismo. Ahora cabe disfrutar del espectáculo de un Pablo Iglesias presentándonos a quienes nombrará ministros nada más tomar posesión como presidente del Gobierno. Un exjefe del Estado Mayor de la Defensa,  Julio Rodríguez, será, por supuesto, ministro de Defensa. Una jueza, Victoria Rosell, es fichada  — la expresión ya no tortura los delicados labios podemistas – como cabeza de lista al Congreso de los Diputados por la provincia de Las Palmas, sin enojosas primarias por medio, y Pablo Iglesias anuncia asimismo que la designará ministra de Defensa. Yo no recuerdo jamás que Felipe González, José María Aznar o sus sucesores anunciaran antes de las elecciones a quienes harían ministros. Pero Iglesias y sus conmilitones necesitan vender género. “Ministros, ministros, fíjense en estos ministros, que me los quitan de las manos…” Por tanto no se trata de que los candidatos sean elegidos por los militantes ni que el programa sea el fruto de un sesudo y participativo debate (solo el 4,4% de los militantes participaron en el debate programático de Podemos) sino de puro marketing personalista. Por supuesto Iglesias no ha consultado a nadie sobre ministrables, ni lo hará jamás. Para conseguir un futuro grupo parlamentario dócil y ovejuno a Iglesias y sus cuñaos – ejemplar el trabajo de estirpe leninista del secretario de Organización, Sergio Pascual —  no les ha importado tensionar hasta cerca de la ruptura al partido en Andalucía: en Córdoba la dirección nacional ha impuesto a Marta Domínguez como número uno al Congreso aunque militantes y simpatizantes hubieran votado mayoritariamente por Antonio Manuel Rodríguez.
Entre los que critican a los dirigentes de Podemos por estas tarascadas, por este descaro entusiástico, por este travestismo comercial, gárrulo e incansable, en fin, veo siempre mucha y florida indignación hacia Iglesias, Errejón y compañía. No entiendo, en cambio, que no se muestre una migaja de crítica hacia personas como Julio Rodríguez o Victoria Rosell por entrar así, como héroes del silencio, apenas un mes antes de las elecciones, en un experimento político tan velozmente degradado por sus propios inventores y sin necesitar de otro nihil obstat para sentarse en un escaño que la sagrada y promisora palabra de Pablo Iglesias.

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