Alfonso González Jerez

El fantasma del pleitismo (1)

Uno de los problemas – o las diversiones – que nos ocupan en nuestro tiempo es la obsolescencia de nuestros queridos aparatos conceptuales para entender y narrar la realidad. Creo que sigue siendo epistemológicamente válido definir un concepto como un término dotado de un aval científico.  Pues bien: en los discursos pretendidamente críticos los conceptos se han devaluado en términos más o menos intercambiables. Viejos y degradados aparatos conceptuales procedentes de varias tradiciones y corrientes políticas, sociológicas e ideológicas siguen prestando un servicio cada vez menos útil, menos higiénico, más perezoso. En Canarias, por supuesto, tenemos nuestras propias tradiciones conceptuales, cada vez más apergaminadas, ciertamente, pero en algunos casos todavía persistentes. Quizás la más frecuentada (aun) sea el pleito insular. Uno de nuestros escasísismos periodistas imprescindibles, Pepe Alemán, ha escrito recientemente un largo artículo en el que reivindica el uso – y hasta cabe sospechar que el abuso – del pleitismo como concepto capaz de definir todavía la realidad de las relaciones de poder en Canarias. Creo que el admirable maestro se equivoca, pero su error ilumina las obsesiones e inercias mentales de otros muchos. Hay querencias difíciles de superar y cuando una explicación ha resultado más o menos válida o provechosa durante décadas cuesta abandonarla. Recientemente se ha publicado el mejor manual de economía canaria que jamás haya visto la luz, Economía de Canarias. Dinámica, estructuras y retos, una obra colectiva coordinada por David Padrón Marrero y José  Ángel Rodríguez Martín, y en sus 700 páginas no se encontrará un argumento técnico, un conjunto estadístico ni un análisis sectorial que justifique hablar de pleitismo como instrumento de combate político-empresarial en el siglo XXI. Y es que no puede haberlo.
El pleitismo solo puede entenderse en los marcos políticos, jurídicos y económicos que se fueron sucediendo en el Archipiélago desde finales del siglo XVIII y que se caracterizaron precisamente por la ausencia o la hipotecada debilidad del poder representativo, por caudillismos políticos o empresariales sustituyendo a una sociedad civil organizada, por unas fuerzas económicas cuyos intereses se limitaban a los nichos de sus territorios insulares. Con la llegada de la democracia parlamentaria, la incorporación a la UE, la puesta en marcha de la comunidad autonómica y el propio desarrollo económico regional el pleitismo ha visto agotados sus espacios de viabilidad. Es ridículo suponer, incluso como ejercicio imaginativo, que cualquier fuerza política, incluida CC, actúe como representante pleitista de una isla sobre otra. Simplemente no sobrevivirían: ni se lo tolerarían sus electores, ni las élites empresariales, ni la aristocracia funcionarial.  Eso no significa que no pueda practicarse el ventajismo puntual, el abuso esquinado, el patrioterismo de campanario. Incluso podremos encontrar a algún joven político simulando   un pleitismo  que no puede practicar de veras para ganar titulares. Pero el pleitismo no. El pleitismo es un modelo de acción política que ya agotó su ciclo histórico porque perdió sus raíces sociales y deviene incompatible con la construcción de cualquier país viable, incluso con el simulacro de cualquier país viable.

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La bobada del día

“Nunca descubrimos a América, masacramos y sometimos un continente”. La síntesis de la bobada más repetida ayer en las redes sociales se la debemos al alcalde de Cádiz, un admirable indignado de manual. Se trata de simplificar la historia para sentenciarla moralmente en un ejercicio impostado de autoinculpación. Es bastante deprimente que encuentren eco ahora las tonterías militantes y las miserias intelectuales de una izquierda ágrafa que, por supuesto, tiene toda la razón y nada más que la razón, sin contar con que sale gratis solidarizarse con indígenas americanos muertos hace 300 años. Esas enormidades las encontraba uno en cartelitos colgados en la Universidad hace treinta años. Cuchufletas como la González Santos son, en realidad, apelaciones emotivistas: actúa como si el mejor respaldo de una afirmación no fuera su correspondencia con los hechos, sino más bien el grado de satisfacción y autocomplacencia que infunde a quien la ha formulado, gratificado por haber dado expresión a tan elevados sentimientos. Primero está esa curiosa transferencia espaciotemporal de responsabilidad: al parecer somos responsables – los que hemos rechazado la violencia política, los que votamos una Constitución democrática y pluralista como la de 1978, los que estamos a favor de una política migratoria de la UE para acoger de manera estable a millones de asilados que huyen del hambre y la guerra, los españoles que vivimos en el siglo XXI, por ejemplo – de lo que hicieron en América conquistadores y soldados andaluces y extremeños hace tres, cuatro, cinco siglos. Hace décadas – lo pueden comprobar en documentos, en tratados, en convenios de colaboración, en actas de congresos y simposios – que en el 12 de octubre no se festeja ni una invasión, ni un régimen colonial, ni la imposición de una religión. ¿Un continente? Jamás pudo la Corona española someter un continente – no formaba parte de sus posesiones Canadá ni la inmensa mayoría de los futuros Estados Unidos – ni su modelo de organización política y territorial en las colonias americanas respondía a un centralismo capaz de enfrentarse a todo y resolverlo todo bajo la batuta de un rey malévolo. La autonomía de los virreinatos era amplísima y dotada de una organización interna muy flexible (y a menudo caótica). Sin embargo, lo más pertinente en este asunto es conocer y comprender el marco del proceso de colonización español, sus criminales miserias, desde luego, pero también sus grandezas jurídicas, religiosas y culturales, un modelo tan diferente al inglés. El encuentro entre los españoles y las civilizaciones indígenas fue tan brutal y traumático que solo se ha podido apalabrar desde el mito: el mito del prodigioso descubrimiento, civilización y evangelización de millones de personas frente al mito de una maravillosa cultura del buen salvaje cruelmente destruida por los colonizadores. Y viceversa.
Con todo, lo más despreciable de tonterías como las segregadas por González Santos o Colau es su antihistoricismo de pacotilla. Cualquier acontecimiento histórico, cualquier fecha en el calendario, está cargado de connotaciones positivas y negativas. Cualquier jornada memorable recuerda sangre vertida o prefigura sangre, traiciones, o crueldades por aparecer. Que haya quienes en el año 2015 perseveren en regalar el concepto de hispanidad al doctor Menéndez Pelayo o al general Francisco Franco solo es un síntoma de una pobreza política e ideológica lamentable, gandula y narcisista.

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Remedio y enfermedad

Nadie se sorprenderá por los resultados de una reciente encuesta que indica que solo un 15% de los votantes habituales de CC son nacionalistas. A ver por qué creen ustedes que la organización política se llama Coalición Canaria y no Partido Nacionalista del Pueblo Canario Libre, un suponer. Los dirigentes coalicioneros siempre han sabido que el nacionalismo era un sortilegio ideológico que no atraía especialmente a los canarios. Es extremadamente curioso porque los líderes y cargos públicos de CC han conseguido enhebrar con sus electores – aunque cada vez más dificultosamente – un metalenguaje propio. Nosotros nos llamamos nacionalistas – susurran o gritan – pero tú, querido elector, sabes que eso es una forma de hablar, porque tenemos y sobre todo tienes donde elegir: alcaldes que en las fiestas patronales del pueblo lo llenan todo de banderitas españolas, regionalistas cuya alma de vino azufrado cabe en un soneto de José Tabares, nacionalistas convencidos y/o conversos  que son, sobre todo, patriotas estatutarios — una reproducción a escala local del patriotismo constitucional que defendió Habermas — y hasta cuquerías vintages como las figurillas del PNC, sin olvidar a los soberanistas de toniques amenazantes que confunden a Secundino Delgado con José Martí, especialmente si media una botella de vino de parra y una escolaridad fracasada.
Si el nacionalismo canario continúa siendo débil, una minoría francamente reducida, es porque no se ha producido ninguna fisura en el sentido de pertenencia de los isleños al Estado español. No está mal después de más de veinte años de una fuerza que se denomina nacionalista al frente del gobierno autonómico. Uno de los más cansinos mantras del nacionalismo insiste en que  construir una conciencia nacional resulta extraordinariamente difícil, algo así como reproducir Notre Dame con cerillas, pero que cuando la autoconciencia de un pueblo alcanza su plenitud la lucha por la libertad nacional irrumpe inconteniblemente y todas esas zarandajas. Para el nacionalista mostrenco la nación y el Estado están hechos el uno para el otro. Lamentablemente para sus pruritos ideológicos, en absoluto tiene que ser así. Los canarios han ganado mucho (en lo político, en lo económico, en lo social) con la Constitución de 1978, con el Estatuto de Autonomía (reformado) y con la incorporación al Mercado Común, posteriormente Unión Europea. Sin duda han existido pérdidas, torpezas, egoísmos y estupideces, pero el balance global es positivo, y en nuestra pequeña historia pocas veces lo había sido. Ni siquiera una crisis tan brutal y prolongada como la que padecemos – y que obviamente ha desnudado todas las debilidades, contradicciones, desvergüenzas y fragilidades del sistema autonómico y del modelo de crecimiento económico del Archipiélago – ha dañado gravemente el convencimiento de la inmensa mayoría de la población de que el nacionalismo, como apuesta por el independentismo y por el encapsulamiento identitario, sería un remedio mucho peor que la enfermedad.

 

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El busto de Blas Pérez

En los primeros años del franquismo, cuando fulgía el César Invicto sobre una España muerta de hambre y miedo, unos cuentos canarios y avecindados en Canarias jugaron roles de cierta relevancia en el nuevo régimen, entre los cuales germinó un sangriento y retorcido trébol de compinches. Los tres eran oficiales del Cuerpo Jurídico Militar aunque compaginaban sus responsabilidades en el ejército con otras tareas y beneficios. El más jovencito y académicamente brillante  se llamaba Rafael Díaz Llanos y Lecuona, teniente auditor con apenas 22 años, que se distinguió mucho por su severidad y por lo bien que le quedaba el uniforme en las farsas judiciales que enviaron al paredón y a la cárcel a varios centenares de republicanos. Durante treinta años sería procurador en Cortes y dictaría conferencias de economía sin saber un rábano de economía. Lorenzo Martínez Fuset no era canario, sino de Jaén, estudió Derecho en la Universidad de Granada, donde conoció a Federico García Lorca, y trasladado como oficial a las islas, se casó con la heredera de una familia tan linajuda como rica. Supo conseguir la confianza – siempre esquinada – del comandante militar de Canarias, Francisco Franco, y le acompañó a Burgos, donde todas las mañanas, junto a los churros con chocolate, le pasaba a la firma las condenas de muerte. A finales de los cuarenta dimitió y regresó a Tenerife donde hizo lucrativos negocios: Franco le puso dos policías que investigaron sus movimientos durante años. ¿A quién se le puede ocurrir dimitir, si no es a un cabrón?
Por último está el palmero Blas Pérez González. Todo un jurista que durante casi quince años ininterrumpidos se ensangrentó de pies a cabeza como ministro de Gobernación. Si Franco lo mantuvo tanto tiempo al frente de un ministerio tan exigente es porque el eficiente Blas Pérez sabía cumplir: aniquiló el maquis, destruyó lo que quedaba de organizaciones comunistas y anarquistas y reorganizó las fuerzas policiales con eficaces criterios técnicos:  la Brigada Político-Social fue una creación suya.  Durante la Guerra Mundial visitó Berlín un par de veces y se hizo colega, respetuoso colega, del señor Heinrich Himmler, importando con éxito algunas novedades germanas en materia de interrogatorios y tortura.  Precisamente ahora, apenas 58 años después de abandonar el Ministerio de Gobernación, cuando no se han cumplido ni 40 años de su fallecimiento, el ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma ha pedido la retirada del busto de Blas Pérez situado en las inmediaciones de la avenida marítima. Entre  1979 y 1991 gobernó la capital palmera el PCE – luego fue ICU – pero nunca encontraron una oportunidad adecuada para deshacer cualquier agradecimiento a quien había mandado a asesinar a cientos de camaradas. Recuerdo que me lo explicó un concejal que lo fue del alcalde Antonio Sanjuán hace tiempo.  Le dije: “El busto de un ministro carnicero de Franco y un amigo de Himmler. ¿No le da asco?”  “Pero hombre, fue palmero, ¿eh? No hay que olvidar que fue palmero…”

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Chicharrero de corazón

No recuerdo donde leí por primera vez eso de que Santa Cruz de Tenerife es (o fue) una ciudad abierta, liberal y cosmopolita. Parece la afirmación de un humorista, pero en Santa Cruz jamás ha existido un humorista, otra prueba más de que esta soleada y pinturera desolación no ha sido una ciudad abierta, liberal y cosmopolita nunca. Cualquier humorista se expondría a ser lapidado aquí en cuanto ironizara sobre las murgas, o el fracasado ataque de ese cojo resentido, Horacio Nelson o las procesiones de las vírgenes o la inhabitabilidad en invierno o en verano de la playa de Las Teresitas. Como todas las ciudades pequeñas, y aun más las empequeñecidas por sus moradores, las bromas se pagan caro. El simulacro de ciudad no la soporta y te cae encima como un decorado. Todo aquel que ha intentado conquistar esta ciudad con la inteligencia, el humor o la ironía  han terminado, en el mejor de los casos, arrastrando una patita, desde el almirante Nelson a Luis Alemany.
Santa Cruz de Tenerife carece, sobre todo, de sentido eucarístico de ciudad, de intuición de pertenencia, de identidad más o menos compartida que no pase por la libertad irrestricta de mear en las calles los restos de whisky de garrafón durante los carnavales. Nadie se siente especialmente concernido por nada y, menos aun, por lo que ocurre a más de 500 metros de su domicilio. Lo que ocurre a menos de 500 metros, no se diga en los alrededores de mi casa, en cambio, es asunto mío y solo mío. Los vecinos de la avenida de Venezuela, que rechazan la apertura de un centro de acogida de indigentes, se comportan, en fin, como chicharreros normales y corrientes. Chicharreros de corazón: sal a la calle y coge el tambor.  Como si fuera la primera vez. Ni albergues, ni comedores, ni prisiones, ni comisarías o dependencias de la Guardia Civil: en todas esas ocasiones, en diversos puntos de Santa Cruz y del resto de la Isla, se levantan airados los belfos y cloquean las protestas. Mucho cuidado con eso. Los pobres tienen enfermedades, pueden ser violentos, quizás su origen cultural – andaluz, argelino, rumano – les conduzca con naturalidad y un punto de trágica desgana al robo, al asesinato o a la violación. Muy astutamente nadie le ha informado de nada sobre la apertura del centro a los vecinos, caramba, qué distracción más tonta. Cuando aparece la nariz de la izquierda verdadera lanza un suspiro de alivio: las instalaciones del centro de refugio, y en particular las camas, son deplorables, y la izquierda verdadera podrá eludir el peliagudo asunto de si se abre en la avenida de Venezuela o no se abre.
¿Y los míseros canarios? Todo llegará. En un futuro no muy lejano los pobres canarios sabrán defender frente a los mendigos canarios su probidad, su rectitud, sus valores, sus pantallas de plasma y sus móviles. Aunque meen juntos, que no revueltos, en carnavales.

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