Creo recordar que el primer síntoma de la transformación llegó muy pocos meses antes de las elecciones autónomas, cuando me tropecé con ese pibe que ahora investigan judicialmente por contratarle programas de televisión al espíritu evangelista que todos conocemos y que se tomó aquello de “dejad que los niños se acerquen a mí” demasiado literalmente. Se lo tomó hasta el pliegue inguinal. El pibe este siempre había optado por no saludarme jamás. Se me antoja que no fue una decisión dramática, sino el comportamiento natural de una tipo importante hacia un vaina que nunca había entendido lo que era importante. El hecho es que el pibe, cuando no tenía más remedio – ah, una vez, en las escaleras de Radio Club, por donde han bajado y subido tantas cosas – se quedaba paralizado, abstraído, con la mirada concentrada en un punto ignoto, preso rendido de un silencio paralítico. Como corresponde a un vaina, yo le decía, por ejemplo, yo le decía “buenas tardes”, y el pibe no movía un músculo, no abría la boca, no proyectaba ninguna señal de hacer detectado vida inteligente o estúpida a su alrededor. Sin embargo, esa mañana, poco antes de las elecciones, fue distinto en la plaza Weyler, junto a la fuente donde excretan las palomas con admirable gusto estético, y el pibe abrió una gran sonrisa, intentó emborronar un abrazo en el aire, preguntó admirativamente por los artículos y por la familia o quizás fue al revés. Solamente quería expresar que me quería, como se quiere a los viejos compañeros que nunca lo han sido, y que gozaba de toda su simpatía, radiante como el polo blanco, sus blancos pantalones, sus níveas zapatillas para correr y absorber cualquier blancura.
A partir de este episodio, ya digo, los síntomas se han multiplicado. Sobre todo después de las elecciones, en efecto. Todos los días descubro a mi alrededor combustiones espontáneas de cariño, afecto, admiración, entusiasmo sobrevenido por parte de gente que apenas conoces y de gente que nunca debiste haber conocido. Chistes, sesudas recomendaciones, arrumacos, llamadas telefónicas surrealistas, muy sentidos mensajes por el móvil, tuits como una dulce carantoña, invocaciones a la amistad fecunda, pequeños prólogos a escenas de infortunio y desolación que solo tú sabrás comprender y transmitir, ejem, a quien corresponda, hermano, a quien corresponda. El otro día, en un restaurante, estuve a punto de pegarle una hostia a un individuo empecinado en abrazarme con lágrimas en los ojos. Me imagino que resulta inútil explicar que continúo siendo el mismo sujeto execrable al que se la pelan sus silencios o sus baboserías. Arden cinco segundos, otra explosión de simpatía inútil, y no sirven ni para iluminar sus caries.
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