Alfonso González Jerez

Un apoyo de clases medias

Es curioso: tanto en Las Palmas de Gran Canaria como en La Laguna – las dos ciudades en las que plataformas más o menos apoyadas, respaldadas o refrendadas por Podemos o sus socios isleños obtuvieron mejores resultados – es imposible detectar un voto de clase. Lo contrario de lo que ocurre en Madrid y, sobre todo, en Barcelona, donde se puede registrar una correlación – aunque sea imperfecta y no automática – entre los resultados obtenidos por las candidaturas de Manuela Carmena y Ada Colau y la situación social de sus votantes. La mayoría de los distritos de mayoría trabajadora y con altos índices de desempleo y exclusión social votaron por Ahora Madrid y Barcelona en Común en ambas capitales, aunque también distritos de clases medias (especialmente en el caso de Carmena) respaldaron a las plataformas.
En Las Palmas y La Laguna no ha ocurrido nada parecido. La mayoría de los votos a Las Palmas de Gran Canaria Puede (16,2 % de los sufragios emitidos) como Unidos Se Puede (un 18,5%) proceden muy mayoritariamente de distritos del centro de las respectivas ciudades, con una participación realmente modesta de la periferia territorial y social. Quizás no sea una hipótesis apresurada señalar, por lo tanto, que las plataformas de unidad de la izquierda con un mensaje regeneracionista han sido sustancialmente apoyadas por las clases medias  y que, al mismo tiempo, han sido apreciables sectores de las clases medias en Gran Canaria y Tenerife quienes han concedido los siete diputados a Podemos en el Parlamento de Canarias, con un 14,53% de los votos.
La clase media en el Archipiélago tiene un perfil particular. En primer lugar es porcentualmente menos importante que en la mayoría de las comunidades autonómicas españolas. Y. sobre todo, su origen es aplastantemente funcionarial. Estas clases medias funcionariales – con un sueldo generalmente modesto, pero seguro –son las que menos han sufrido el peso agotador y exasperante de la crisis económica y las que se han seguido beneficiando ininterrumpidamente de un conjunto de servicios sociales y asistenciales cada vez más colapsados y problemáticos, pero que aun resisten. No han perdido el empleo, no han caído en el precariado, no han padecido tampoco una inflación que afecte a sus emolumentos. Y, sin embargo, son las que apuestan por opciones de regeneración democrática por encima de la confusión, la ambigüedad, el adanismo o las contradicciones de sus ofertas programáticas. Cuando veo a los dirigentes de las coaliciones filopodemistas levantar el puño o anunciar una izquierda auroral, nueva y eterna, pienso en los auxiliares administrativos, los profesores de Enseñanzas Medias o los técnicos de Extensión Agraria a los que deben sus flamantes escaños y concejalías y comienzo a sospechar esta luna de miel sobre un horizonte carmesí no durará mucho.

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El testigo ha cambiado de manos

El discurso de la escritora Cecilia Domínguez en el acto de entrega de los Premios Canarias estuvo muy bien. Una pieza bien construida, elegantemente sencilla, con el punto justo de emotividad. Claro que ocurre algo: todo el mundo lo celebra.  Estoy convencido que líderes políticos y sindicales, el presidente y los expresidentes del Gobierno autonómico, consejeros, directores generales, dirigentes de las organizaciones empresariales, inversores de la RIC, los jueces de primera instancia y los magistrados del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, los profesores de bachillerato  y los desempleados con un diploma universitario bajo el sufrido sobaco lo compartieron, lo aplaudieron, lo refrendaron una empatía irreprimible.  Más o menos lo que se espera en esta escenografia simbólica es eso: que un representante del Espíritu — el Espíritu se encarna exclusivamente en gentes como novelistas y autores de sonetos — se levante y diga tres o cuatro cosas terriblemente críticas, y lance algunas severas advertencias, y recuerde máximas tan incuestionables (mejor dicho, tan escasamente cuestionadas) como esa tremenda, pero tremenda, que afirma que un pueblo que no tenga acceso a la cultura será un pueblo manipulado y manipulable. En fin, tras la expresión serena, pero firme, de algunas obviedades pronunciadas con anterioridad miles de veces en ceremonias similares, cae una lluvia eucarística de aplausos, se entregan los galardones y medallas y se sirven los canapés.
Sinceramente no me parece mal el discurso de Domínguez, pero lo leo y releo y me asalta una vaga pero persistente sensación de anacronismo: es un ejercicio semiótico procedente de la época en la que se suponía que la lucidez, cuando no la hiriente y dolorosa verdad, estaba en boca oracular de los poetas y escritores, que pastoreaban las palabras hasta llevarlas a un sacro lugar incontaminado de intereses espúreos, bajas pasiones, manipulaciones arteras del significado. Y eso se contradice en realidad con lo que profunda y urgentemente necesitamos para articular procesos de transformación política y social. Escribo rodeado de una biblioteca que, en su mayoría, está compuesta por libros de poesía, novelas, comedias y cuentos, soy un ejemplo escasamente empeorable de letraherido amamantado por una cultura básicamente literaria, y quizás por eso sé perfectamente que el análisis, la descripción, la comprensión y la denuncia de lo que ocurre no está en manos de poetas y escritores, sino de economistas, sociólogos, politólogos, urbanistas o psicólogos sociales, que son los que cuentan con instrumentos para interpretar (y no meramente expresar) las actuales dinámicas sociales y proporcionarlos modelos, alternativas, respuestas.  Después de más de 200 años (cuando en el siglo XVIII Voltaire inventó esa institución, el intelectual) el testigo ha cambiado de manos. Necesitamos perentoriamente en este país insular a científicos sociales que, sobre la base de metodologías rigurosas y evidencia empírica disponible, nos cuenten, que no nos canten, lo que está ocurriendo y lo que puede ocurrir, nuestros errores laberínticos y nuestras opciones razonables. Y entonces caigo en que (por supuesto) no existen Premios Canarias para las ciencias sociales.

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Resolver el problema

Antes ocurría con periodicidad semanal; dudo que las costumbres hayan cambiado ahora. Una vez a la semana el presidente del Cabildo de La Gomera, Casimiro Curbelo, recibía en su despacho oficial a todo aquel vecino que le solicitara una entrevista. Sin excepciones. A partir de las ocho de la mañana, y hasta avanzada la caída de la tarde, decenas y decenas de personas desfilaban por el despacho del presidente, que generalmente – aunque no siempre – les aguardaba solo con un bolígrafo y una libreta para apuntar sus demandas: búsqueda de un empleo, problemas de escolarización, tratamientos médicos, asistencia a un anciano impedido que no puede salir de su vivienda, broncas con lindes de fincas, enmarañados líos burocráticos. Ese día, por supuesto, Curbelo no almorzaba, y atendía a los peticionarios con una combinación paternal de seriedad institucional y campechanía hipnótica y servicial. A muchos los conocía por su nombre, apellidos, circunstancias familiares y sociales. Es difícil tener un Estado en la cabeza, pero más arduo y complejo resulta tener en la cabeza una isla como La Gomera. Simplemente porque el Estado no está lleno de gomeros, y La Gomera, sí.
El modelo curbelista — un clientelismo socialdemócrata, un poscaciquismo astutamente adherido a las estructuras democráticas – proporcionó más de veinte años de éxitos electorales ininterrumpidos al PSOE de La Gomera. Pero está inexorablemente unido a quien fue su promotor y diseñador, es decir, al propio Curbelo. En La Gomera ocurre con el curbelismo lo mismo que con el culto cargo en Nueva Guinea: los bienes y los servicios son gestionados por un hombre elegido y para obtenerlos basta con participar en ciertos ritos, entre los cuales el más importante consiste en votar a Casimiro Curbelo para el Cabildo, el Senado o el Parlamento regional cada cuatro años. Curbelo ha arrasado en La Gomera en las elecciones del pasado día 24 –mayoría absoluta en el Cabildo Insular — y obtenido tres diputados. Aquellos que suponen que Casimiro Curbelo – cuyos problemas judiciales no son precisamente insignificantes – actuará en un futuro próximo por muy sentidas razones ideológicas van dados. De nuevo se sentará en su despacho y recibirá, por supuesto, en carne o en espíritu, a Fernando Clavijo, y Patricia Hernández, y a José Manuel Soria para preguntarles qué problema tienen, misijos. Y resolverá el problema que le sea más rentable. ¿Un puñado de directores generales, un compromiso presupuestario golosón, un calendario público y transparente para su reingreso en el PSOE antes de las elecciones generales? Dime lo que te pasa que yo – como Casimiro que me llamo — te lo resuelvo.

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Pacto canario e ingobernabilidad española

Siempre sostuvo uno que Anselmo Pestana y sus compañeros no debieron ser expulsados nunca – como ocurrió de facto en su día – del PSC-PSOE. Obviando otras circunstancias, porque un partido serio debe gestionar exquisitamente sus gestos de autoridad y, sobre todo, sus potestades disciplinarias y punitivas. A los pocos meses de abierto el conflicto quedó más o menos claro que los socialistas palmeros – porque un 90% de la militancia compartía las tesis y actitudes de Pestana – regresarían al PSC antes de las siguientes elecciones autonómicas y municipales, aunque el regreso no fue, precisamente, un camino de rosas y marquesotes. La dirección federal – pese a los refunfuños y aspavientos de José Miguel Pérez –terminó comprendiendo que si no admitía el retorno mosaico de los díscolos a la tierra prometida el PSC-PSOE desaparecía en La Palma.
Sin embargo, estos caminos de ida y vuelta, esa generosidad calculada y asustadiza, termina produciendo efectos indeseables. Si ha ocurrido una vez, ¿por qué no habría de ocurrir en el futuro? Si la dirección federal y/o la regional deciden disculpar las indisciplinas de Anselmo Pestana o de Alpidio Armas, ¿por qué no habría de comprender y en último término exculpar las deslealtades de pasado mañana? Una reflexión similar están llevando a cabo algunos alcaldes o concejales socialistas –electos o en funciones – en La Palma y no cabe excluir que atraviese el encefalograma generalmente plano de los consejeros socialistas en el Cabildo de El Hierro, aunque los resultados impidan un nuevo pacto entre el PSC y el PP. Tanto en Coalición Canaria como en el PSC – tradicionales adversarios en los municipios de las islas occidentales – las tensiones son muy intensas, pero mientras los coalicioneros parecen capaces de reprimirlas, a los dirigentes socialistas les está costando sangre, sudor y lágrimas intentar apaciguarlas en un contexto interno de cierta bicefalia: José Miguel Pérez sigue sesteando más o menos en la Secretaría General mientras el liderazgo naciente de Patricia Hernández, resultado de sus buenos resultados electorales, no tiene aun ninguna traducción en las estructuras de poder de la organización socialista. El pacto regional entre CC y PSC no está ni mucho menos cerrado y alicatado y mientras tanto resulta difícil precisar si José Manuel Soria y Casimiro Curbelo se han telefoneado mutuamente treinta o cuarenta veces en los últimos días para presentar a Fernando Clavijo una oferta supuestamente irrechazable.
En el horizonte inmediato se dibujan unas elecciones generales que, según todas las encuestas, conducirían a unas Cortes incapacitadas para articular una mayoría parlamentaria suficiente para gobernar a las izquierdas y a las derechas. Una crisis de gobernabilidad que llevaría a nuevas elecciones tres meses más tarde. Sí, apenas en tres meses, España puede ser ingobernable, y esa preocupante pero verosímil hipótesis debería llevar a los partidos canarios a la responsabilidad de que este Comunidad autonómica cuente con un Gobierno sólido cuanto antes. Eso, y la situación de emergencia social en la que vive instalado el país, como un alpinista con magníficas vistas al borde del precipicio.

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El régimen electoral canario

Si la estupidez tuviera endemismos uno de los de nuestro ecosistema político sería los espasmódicos desbarres y pamplinas sobre el sistema electoral canario. Es una necedad cacofónica que brota entre los prolegómenos de las elecciones y la finalización del recuento de los sufragios, pero que en estos tiempos de indignación democratista amenaza con prosperar lo indecible y romper cualquier límite temporal. Algún lúcido editorialista ya dejó escrito que lo más urgente que debe hacer el próximo Gobierno regional (supuestamente una alianza entre CC y el PSC-PSOE) es emprender la reforma del régimen electoral, heroicidad prioritaria, según este buen hombre, sobre el 30% de desempleo o la agonía de los servicios hospitalarios y asistenciales. Recuerdo como una pesadilla las periódicas catalinarias de IUC, uno de cuyos dirigentes llegó a afirmar categóricamente que el actual sistema electoral impedía que fuerzas políticas como la suya –la verdadera izquierda, por supuesto — obtuviera representación parlamentaria. Un partido-bebé, con apenas estructura organizativa e implantación municipal, Podemos, consiguió el pasado domingo siete diputados. Fantasmagorizados, las damas y caballeros de IU callan, pero ahora es Podemos, naturalmente, quien clama contra el régimen electoral, porque siete entre sesenta diputados, con un 14% de los votos, les parece poco. En realidad  — y aquí se desvela la obvia, miope y muy meona hipocresía de los partidos nuevos y viejos – las fuerzas políticas, en el sistema electoral canario, no se quejan tanto por sacar resultados insatisfactorios como por los que sacan otros. Pese a las grandilocuencias de rigor, ninguna fuerza política se posiciona a favor de cambios en la normativa electoral desde la neutralidad valorativa, sino desde sus propios intereses.

Resulta bastante penoso escuchar a gente supuestamente alfabetizada que en Canarias “no funciona la máxima un hombre, un voto” o esa sandez de que “un voto herreño vale 17 veces lo que vale un voto tinerfeño”. Semejantes enormidades solo evidencian el desconocimiento de lo que es un sistema electoral en general y los orígenes y naturaleza del régimen electoral canario en particular. La característica principal del sistema electoral en esta Comunidad autonómica no son los topes porcentuales – con los topes anteriores al año 2000 los resultados del pasado domingo no variarían sustancialmente – sino su carácter mixto: es un sistema de combina la representatividad popular con la representatividad territorial estableciendo un equilibrio múltiple (la llamada triple paridad). Y se hizo así no por los malvados designios de CC, el PP o el PSOE – las dos primeras fuerzas ni siquiera existían entonces – sino para evitar, como siempre había ocurrido en la historia de Canarias, que las islas menores se vieran de nuevo excluidas en el concierto político regional, y quien no lo entienda, que lea al majorero Manuel Velázquez Cabrera o al palmero Pedro Pérez Díaz para informarse debidamente.

Por supuesto que el sistema es mejorable. Puestos a elegir menú soy partidario de añadir una lista regional de diez o quince diputados y regresar a los topes porcentuales del siglo pasado. Pero ni el vigente régimen electoral es una farsa representativa ni el déficit democrático canario tiene su origen o su principal sostén en el régimen electoral vigente, sino en la baja calidad de sus instituciones públicas, en la mediocre y buhonera chafardería de sus partidos políticos, en las relaciones demasiado sinérgicas entre élites políticas y empresariales, en la corrupción política y la creciente desigualdad social, en la débil e invertebrada sociedad civil isleña, en la pésima educación cívica que se evidencia en el empresariado, en los sindicatos, en las escuelas y universidades, en los medios de comunicación. No insistan en presentar la reforma electoral como una varita mágica. El pensamiento mágico y las complejidades de una sociedad democrática no encajan demasiado bien.

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