General

Ceremonia

La izquierda, los sindicatos, los indignados – Hessel, por cierto, no lo está tanto como para no abrazar a Pepe Blanco – piden un referendum para votar la reforma constitucional que socialistas y conservadores aprobarán groseramente en quince días. El argumento más especioso contra esta reivindicación es que pondría aun más quejicosos, quizás beligerantes, a los mercados.  A los mercados lo que parece molestarles, cada vez más, es cualquier expresión democrática: les ocurre más o menos lo mismo que a los grandes partidos oligarquizados del establisment político español. Y les corre lo mismo a los grandes partidos porque son, a la vez, grandes empresas y onerosos productos que necesitan financiación y apoyos empresariales para seguir gobernando o alcanzar el poder. Pedir un referendum para pronunciarse sobre un cambio constitucional es la mínima expresión de democracia concebible en una democracia parlamentaria. Pero uno le sugeriría a la izquierda política y social que atempere su indignación o su entusiasmo. Dudo mucho que de socialistas y conservadores perdieran la consulta popular. Ha calado hasta el tuétano esa indescriptible estupidez que compara las complejas finanzas de un Estado contemporáneo con la economía doméstica de los contribuyentes. “¿No está usted a favor de no gastar más de lo que se tiene?”, pregunta oligofrénicamente Mariano Rajoy en las pantallas de televisión. La multitud asiente, asiente rotundamente. Claro que sí. Mamones, manirrotos, arrebatacapas, derrochadores, golfos, idiotas. Y así sale un referemdum con un 70% de votos positivos. Lo que hay.

Por lo demás la reforma constitucional, en términos de incidencia real en la política económica y fiscal del país, será casi insignificante. En la Constitución española no se establecerá un “techo de déficit” anual, sino un máximo déficit estructural y la obligación de disponer de una ley orgánica que puede tener y tendrá, a buen seguro, un carácter bastante flexible, como la tiene la previsión aprobada en los noventa en la Constitución alemana.  La explicitud de un nivel máximo de déficit público ya está draconianamente servido en los tratados europeos (ese canonizado 3%) que obligan a todos y cada uno de los socios de la UE. Es desesperante, es patético, es una ceremonia de cinismo político, degradación democrática y estupidez colectiva centrar en este asunto el debate sobre nuestra catástrofe económica, y no en el crecimiento, la productividad, el desempleo o la educación.

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Agostados

Se va uno de vacaciones y a su regreso le han cambiadola Constitución.Tepasas una quincena tumbado entre el mar y la arena y te pierdes que un Papa te acuse de pretender ser Dios, que es la acusación papal lanzada contra los ateos más estúpida entre las muchas que registran anales y encíclicas. Ya uno no puede distraerse un segundo. “El destino, que es ciego ante las culpas, puede ser despiadado con las distracciones”, que decía Borges. Entre la amenaza de hundimiento de las bolsas y la patética carrera del PSOE para expulsar a sus militantes herreños  a fin de salvar la presidencia de Belén Allende — en pocos meses los límites del PSC estarán circunscritos al despacho de José Miguel Pérez – agosto ha demostrado todo su maravilloso potencial informativo. Y eso sin referirse a la apocalíptica inundación de San Andrés, que se saldó sin que ni el más modesto burgado resultase lesionado.

Lo dela Constituciónme preocupa especialmente, porque es singularmente sintomático. No existe ninguna razón de pragmatismo económico para la reforma que impulsan en solitario el PSOE y el Partido Popular. Absolutamente ninguna. En materia presupuestaria y de control del gasto público las reformas necesarias son muy amplias y continúan orilladas por los dos grandes partidos en las administraciones y asambleas legislativas que controlan: técnica presupuestaria de base cero, programatización evaluable de las partidas, prohibición de créditos ampliables, agilización de las inspecciones del Tribunal de Cuentas, obligación inapelable de comunidades, ayuntamientos, diputaciones y cabildos de contar con unas cuentas debida y puntualmente auditadas, refuerzo de la lucha contra el fraude fiscal, creación de una agencia independiente, de carácter rabiosa y diligentemente técnico, para el diagnóstico continúo y sistemático del gasto público en todos los niveles de la administración a fin de eliminar negligencias, derroches y contabilidades más o menos creativas. Quizás no sea bastante, pero obviamente es imprescindible en un país donde las cuentas públicas siguen siendo un legañoso arcano. Socialdemócratas y conservadores, en cambio, han optado por sobajearla Constituciónpara imponer supuestamente un techo de gasto público, porque sobajeandola Constituciónparece que están dispuestos a todo: como el mafioso que está dispuesto a deshacerse de su santa madre, no por nada personal, sino por negocios. Es un gesto simbólico. Un gesto de la vieja y acobardada política que se ha perdido el respeto a sí misma. Un gesto que a las fuerzas del capital financiero internacional les trae  totalmente sin cuidado.     

 

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Elecciones

Parecerá un mezquino consuelo, pero disfrutaré viendo la cara de los votantes del Partido Popular cuando Mariano Rajoy lleve seis meses en el poder. No dudo que estará arropado por una mayoría absoluta de lo más mullida, es decir, que le votarán muchos millones de personas, pero se van a llevar una sorpresa aun mayor que la esperada. A mediados de los noventa la cosa fue muy sencilla: elevados fondos estructurales europeos (50.000 millones de euros llegaron en los ochos años del aznarato), privatización de la gran mayoría de las empresas públicas (unos 33.500 millones de euros entre 1996 y 2004), la impresionante bajada de los tipos de interés, fruto de la entrada de España en la Unión Europea y barra libre para la especulación inmobiliaria y la construcción (nueva ley del Suelo). Se estimuló así la demanda interna y un dinamismo económico con pies de barro creó varios cientos de miles de empleos baratos, mientras se retrocedía sustancialmente en la inversión pública en educación, sanidad e investigación y desarrollo. Los gobiernos de José María Aznar se mecieron en una bonanza económica internacional — años dorados de dinero fácil, desrregulación creciente, amplios recursos públicos – y en el imaginario colectivo de muchos sectores ciudadanos se ha extendido la peregrina idea de que la derecha española gestiona mejor que nuestra muy acogotada socialdemocracia.
Ahora no será así. Vivimos en una crisis económica estructural que está a punto de fragüar en una crisis política y social que amenaza a la cohesión social y, a medio plazo, la propia supervivencia de un modelo al que se ha sometido a un feroz asedio en los últimos treinta años: el Estado de Bienestar. Mariano Rajoy se cuida muy mucho de concretar sus medidas económicas y fiscales, pero susurra que provocarán, inevitablemente, mucha contestación social. Rajoy se sitúa respecto a la ciudadanía como Carlos III sobre sus súbditos, cuando dijo aquello de que los españoles son como niños, lloran cuando los vas a lavar. Y sin embargo lo votarán mayoritariamente. Pauperízanos más, Rajoy. Endurece las condiciones de recepción del seguro por desempleo. Destruye los convenios colectivos. Amplía el concepto (y el salario) de becario hasta los cuarenta años. Cierra escuelas y hospitales, que esto es una bacanal de gasto incontrolado. Aniquila de una vez esa pamplinada de la ley de dependencia. Privatiza los servicios públicos que todavía no hayan sido privatizados. Disuelve las manifestaciones de los perroflautas. Y domestica a los gandules funcionarios. Castíganos, purifícanos, enséñanos a sufrir, Rajoy, y hazlo cuanto antes. Qué gozada.

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Lo que vendrá

Parecerá un mezquino consuelo, pero disfrutaré viendo la cara de los votantes del Partido Popular cuando Mariano Rajoy lleve seis meses en el poder. No dudo que estará arropado por una mayoría absoluta de lo más mullida, es decir, que le votarán muchos millones de personas, pero se van a llevar una sorpresa aun mayor que la esperada. A mediados de los noventa la cosa fue muy sencilla: elevados fondos estructurales europeos (50.000 millones de euros llegaron en los ochos años del aznarato), privatización de la gran mayoría de las empresas públicas (unos 33.500 millones de euros entre 1996 y 2004), la impresionante bajada de los tipos de interés, fruto de la entrada de España en la Unión Europea y barra libre para la especulación inmobiliaria y la construcción (nueva ley del Suelo). Se estimuló así la demanda interna y un dinamismo económico con pies de barro creó varios cientos de miles de empleos baratos, mientras se retrocedía sustancialmente en la inversión pública en educación, sanidad e investigación y desarrollo. Los gobiernos de José María Aznar se mecieron en una bonanza económica internacional — años dorados de dinero fácil, desrregulación creciente, amplios recursos públicos – y en el imaginario colectivo de muchos sectores ciudadanos se ha extendido la peregrina idea de que la derecha española gestiona mejor que nuestra muy acogotada socialdemocracia.
Ahora no será así. Vivimos en una crisis económica estructural que está a punto de fragüar en una crisis política y social que amenaza a la cohesión social y, a medio plazo, la propia supervivencia de un modelo al que se ha sometido a un feroz asedio en los últimos treinta años: el Estado de Bienestar. Mariano Rajoy se cuida muy mucho de concretar sus medidas económicas y fiscales, pero susurra que provocarán, inevitablemente, mucha contestación social. Rajoy se sitúa respecto a la ciudadanía como Carlos III sobre sus súbditos, cuando dijo aquello de que los españoles son como niños, lloran cuando los vas a lavar. Y sin embargo lo votarán mayoritariamente. Pauperízanos más, Rajoy. Endurece las condiciones de recepción del seguro por desempleo. Destruye los convenios colectivos. Amplía el concepto (y el salario) de becario hasta los cuarenta años. Cierra escuelas y hospitales, que esto es una bacanal de gasto incontrolado. Aniquila de una vez esa pamplinada de la ley de dependencia. Privatiza los servicios públicos que todavía no hayan sido privatizados. Disuelve las manifestaciones de los perroflautas. Y domestica a los gandules funcionarios. Castíganos, purifícanos, enséñanos a sufrir, Rajoy, y hazlo cuanto antes. Qué gozada.

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Trivialidad

La estúpida réplica del CCN a las críticas de Santiago Pérez `por el nombramiento de Melchor Núñez como viceconsejero de Asuntos Sociales e Inmigración se atienen estrictamente a las normas de la casa: tontería vocinglera, redacción pueril, moral de matón de patio de colegio. Podría haberla escritor un niño de seis años, siempre y cuando no le hubieran dado más de cinco minutos para hacerlo. Santiago Pérez recordó la pringosa xenofobia que destilaba el programa del CCN en las elecciones autonómicas u locales de 2007 – donde se aludía explícitamente a la invasión de pateras y a los peligros apocalípticos que representaban los inmigrantes subsaharianos – y criticó que un dirigente del Centro Canario Nacionalista fuera designado como responsable autonómico en política de inmigración. La reacción de los nachistas consistió en decir que Santiago Pérez estaba frustrado por haber abandonado el PSOE justo antes de que los socialistas desembarcaran en el Gobierno regional. Esta cretinada apenas merece respuesta, aunque valoro la novedad conceptual de la agresión: descalificar a alguien por no haber obtenido un cargo público, obviando además su elección como concejal del ayuntamiento de La Laguna. Eso es muy CCN, en efecto, porque el CCN es, simplemente, una conjunción de voluntades para ocupar cualquier cargo público disponible.
Con sinceridad, no creo que Melchor Núñez sea un racista, furibundo o educado, ni que practique la xenofobia es sus ratos libres. Calificar al CCN como partido racista es un error: el Centro Canario Nacionalista no es un partido. Sin duda esa es su naturaleza jurídica, pero no su esencia política. El CCN consiste en una modesta – aunque carísima — factoría de poder. Su contenido ideológico es nulo, es decir, es cualquiera que pueda ser reducido al populismo oportunista, chachón y esquinero que tan bien representa su fideicomisario o presidente, Ignacio González Santiago. En la primavera de 2007 la llegada de inmigrantes irregulares que arriesgaban sus vidas (y a menudo la perdían) atravesando el mar en patera era una noticia cotidiana. Rebañar votos en el temor, el malestar o el desconcierto de los ciudadanos parecía una opción electoral rentable. Melchor Núñez – candidato a la Alcaldía de La Laguna entonces – no pestañeó. No, no creo que Núñez sea racista o xenófobo, pero, como a cualquier militante del CCN, esa vana trivialidad, el programa de su partido, le importa un higo-pico.

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