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Un fracaso de país

La pobreza severa aumentó en Canarias en 2021, alrededor de un 16,8% con respecto a los datos de 2020. Afecta a más de 365.000 personas, que viven en hogares con ingresos inferiores a 454 euros. Por el contrario, la población en riesgo de pobreza y exclusión social disminuyó 1,3%, y aun así representa casi un 38% de los habitantes de las islas. Son cifras espeluznantes, pero no cifras nuevas, porque son el resultado de un fracaso económico y social que nos negamos a reconocer tozudamente. Un fracaso no de este o aquel gobierno, sino un fracaso de país. Los últimos (relativamente) buenos años transcurrieron entre los últimos del siglo pasado y los primeros de este. Correspondieron poco más o menos a las presidencias de Román Rodríguez y Adán Martín. Mejoraron las infraestructuras, el REF funcionaba, se recibían fondos notables de Bruselas, se aceleraba el proceso de convergencia económica con la media española, el desempleo descendió hasta el 10% de la población activa (2006) y, con todo, algo ocurría en las entrañas del sistema económico: la productividad, en esos primeros años de siglo, comenzaba a declinar, y no ha dejado de hacerlo desde entonces. Sin embargo el gran estacazo llegó con el desastre provocado por la crisis financiera de 2007/2008. Las políticas de austeridad presupuestaria y recortes brutales en el gasto social –dictadas por la UE y seguidas resignadamente por José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy — fueron especialmente dañinas para Canarias. El desempleo llego a superar el 33%, desaparecieron miles de empresas y los sistemas públicos de sanidad y educación quedaron muy fragilizados. Miles de personas perdieron entonces sus puestos de trabajo y no los han recuperado. Otro datito: el 64% de los canarios en paro son, actualmente, desempleados de larga duración.

Los problemas económicos de Canarias no son coyunturales, sino estructurales. No derivan de un crack financiero, de una crisis energética o de una pandemia, dificultades que simple aunque dolorosamente evidencian nuestras peores disfunciones, debilidades y fragilidades. Un país que durante un cuarto de siglo no consigue bajar de un 10% de desempleo – en Francia es ahora de un 7,3%, en Alemania 5,3%, en el Reino Unido del 3,5%– tiene un problema grave que larva tanto su crecimiento como su cohesión social. Es precisamente la cohesión social lo que se ha priorizado siempre en la retórica política y en la agenda pública. La desigualdad creciente, la pobreza de clases medias pauperizadas, la exclusión. El sufrimiento social nos distrae de las causas profundas de esta anomalía. Tendemos a creer que se trata exclusivamente de repartir más y mejor. Nos hacemos trampas en el solitario estadístico: las hacen los ciudadanos, los medios de comunicación, las empresas, el propio Gobierno.  Recientemente el Ejecutivo lanzó de nuevo sus áureas campanas al vuelo porque en el segundo trimestre de este año se creció un 9% respecto al segundo trimestre de 2021. Solo nos estamos recuperando del infarto económico de 2020 en el que el PIB canario cayó 19 puntos porcentuales, pero se celebra como la victoria hercúlea de una economía invencible.

Es un disparate. El PIB no interpela correctamente  la situación económica y social de las islas. Mucho más preciso es el PIB per cápita, es decir, el promedio del Producto Interior Bruto por cada persona, resultante de dividir la totalidad anual de los bienes y servicios de una economía de un país o una comunidad por sus habitantes. Pues bien: el PIB per cápita de Canarias apenas se ha movido en los últimos veinte años. Es algo muy similar de lo que ocurre con España en su conjunto, con un PIB per cápita estancado en 23.000 euros desde 2005.  El PIB per cápita canario en 2021 fue de unos 20.000 euros, el de 2019 21.387, el de 2007 21.050. Canarias – sus empresas y sus ciudadanos—está económicamente estancada desde hace casi de dos décadas y nadie quiere asumirlo ni identificar las razones de esta paralización destructiva y renqueante. La normalización de este fracaso colectivo en un momento de máxima incertidumbre económica mundial  no pronostica nada nuevo. El tiempo para que Canarias se transforme en una comunidad económicamente próspera y socialmente viable se está acabando.   

 

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Media hora

Le pregunté a un amigo que sabe de estas cosas cuando tardaría en llegar un misil con carga nuclear desde la frontera rusa a Gran Canaria o Tenerife. “Bueno”, tosió un poco, “un misil balístico intercontinental tardaría una media hora en llegar, quizás incluso algún minuto menos”. Media hora. ¿Qué se puede hacer en media hora? Meterse por última vez en la playa con los ojos cerrados y solo abrirlos por unos segundos en la profundidad del mar. Leer un soneto de John Done, o dos o tres cuentos de Manganelli, o un recetario de cocina francesa. Jugar un rato con tus hijas. Reír con los amigos tomando la penúltima. Escribirte – ahora sí – por última vez. Pedir disculpas con el laconismo y la sobriedad debidas. Terminar de barnizar esta jodida puerta. Borrar con una sonrisa todos los artículos escritos durante los últimos diez años. Pasear al perro y que por fin no te preocupes si mea en los parterres. Despedirte de tus libros que no es otra cosa, quizás, que despedirte de tí mismo.

Mi amigo, no obstante, intentó tranquilizarme paradójicamente. “Ningún misil balístico con carga atómica apunta hacia Canarias”. ¿Y lo más cerca? “Ciertamente es un problema. Lo más cerca puede ser la base de Rota, en Cádiz, lo que no nos afectaría directamente pero, claro, hay que contar con la extensión de la radioactividad y de las nubes de ceniza”. Pongo cara de asco y el colega continúa. “En el caso de un verdadero intercambio de misiles con cargas atómicas”, insiste ligeramente azorado, como si le obligara a ser un aguafiestas, “la radioactividad tardaría algunos días en llegar a las islas, pero lo haría, como lo haría por el resto del planeta, con consecuencias sanitarias muy graves y para las que, obviamente, no estamos preparados médica y asistencialmente, no podemos estarlo…” Ya más tranquilo, como si hubiera superado una ligera fiebre, mi amigo me responde de manera mucho más elocuente y concreta.

Lo alarmante es que se minimicen los efectos de una guerra nuclear, lo que están haciendo muchos en la segunda y tercera fila del poder político en Europa y Estados Unidos. Suponer que por estar lejos del escenario de una conflagración nuclear, aunque fuera una guerra limitada que solo utilizara armas atómicas tácticas, apenas nos afectaría, deviene un error asombroso. El efecto en la economía mundial de una única bombaatómica  sería de una brutalidad desoladora: caída de las bolsas, pánico en los mercados, ruinas bancarias, grandes estructuras  empresariales implosionando, cadenas de distribución rotas tal vez por mucho tiempo y una larga lista de consecuencias, entre ellas, las dificultades para conseguir alimentos, medicinas y agua potable.  Una sociedad como la canaria, estructuralmente dependiente del exterior –combustible, alimentos, medicinas – sufriría con mucha intensidad una situación completamente inédita y sin un horizonte claro para superar una coyuntura tan atroz. Para un territorio mal desarrollado económicamente  —esa es la puñetera realidad y no los pajaritos preñados que sobrevuelan la tonsura de Ángel Víctor Torres – esa solitaria bomba atómica que estallaría en las cercanías de Kiev –por ejemplo — supone la propia supervivencia de Canarias, su viabilidad económica y social. Los supervivientes de las primeras semanas o meses no tendrían otra opción racional que dejar sus islas, y eso en el caso de que no se suspendiera –algo sumamente improbable — la libre circulación de ciudadanos. Un misil con carga nuclear que cayera en Triana o en la calle del Castillo sería, en resumen, lo que ocurre ahora mismo, pero en una escala y con una rapidez extraordinaria. No sé qué es peor: que te fulmine una ola de fuego o que lleguemos mucho antes de lo previsto al no-futuro que hace tiempo –seamos sinceros — todos esperamos.

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Yolanda pasaba por ahí

La presentación de ayer de Sumar (calificado por sus organizadores como instrumento, espacio, proceso o plataforma indistintamente) se me antojó un acto ligeramente alucinatorio. Se seleccionaron (¿por quién?) una decena de intervenciones que supuestamente representaban (o encarnaban) distintas situaciones socioprofesionales, pero que en realidad eran gente bregada en movimientos políticos, sindicales o vecinales. Después de escucharlos con cierta resignación y un entusiasmo perfectamente descriptible,  tomó la palabra Yolanda Díaz que, por supuesto, ofreció una pieza embadurnadamente yolandista: una secuencia de ñoñerías abstractas repetidas con una cadencia más inclinada a Laura Pausini que a Rosa Luxemburgo. Lo que ocurre es que sonaba más raro que lo habitual. Díaz actuaba como si toda la movida – intervinientes, público, logotipo, pantallas gigantes de televisión — fuera un fenómeno surgido por generación espontánea y no una operación política auspiciada por ella misma, que tiene su principal referente en ella misma y que si tiene algún recorrido electoral será por ella misma. Es rarísimo simular –como si los ciudadanos fueran idiotas babeantes – que Díaz poco menos que pasaba por ahí para escuchar y tomar nota. De hecho apenas se refirió a los que la habían presidido en el escenario.

Y la cosa, por supuesto, fue empeorando, hasta llegar a la vergüencita de escuchar a la ministra de Trabajo la frase más grotesca del día: “Si vosotros queréis, yo me sumo”. Es decir, que está dispuesta a sumarse – en un gesto de valentía y desprendimiento – a la plataforma que ella misma está montando desde hace meses con un grupo de entusiastas (en su mayoría, cargos públicos, asesores, antiguos compañeros de Comisiones Obreras y exdirigentes descabalgados voluntariamente o no de Izquierda Unida). Me recuerda a un muy colgado compañero de bachillerato que organizó su propio cumpleaños sorpresa y nos invitó a todos con la condición de que no se lo dijéramos a nadie. Aunque su locución fue la propia de un mitin tradicional se diferenció por dos elementos, además del cinismo pinturero ya señalado: un perfume apenas de populismo y una dosis de cursilería. Tal vez sea lo mismo. Díaz aseguró que en la calle – la buena señora al parecer se pasa los días en la calle – solo detecta desafección hacia la política. La política ha desconectado con la gente y todo eso te lo explica una política profesionalizada que es vicepresidenta del Gobierno y dirige el Ministerio de Trabajo.  “Ya está bien de que hablen los de siempre”. ¿Qué hablen los de siempre dónde? ¿En los mítines? ¿En los comités de dirección de los partidos? ¿En la sala de espera del dentista? En fin. Y la advocación final: hay que saber qué país queremos. Tú tienes que decirme lo que debo hacer. Como si un proyecto político fuera un sumatorio de solicitudes y anhelos. Como si esa simplonería de la escucha activa – un lema publicitario, no una metodología política — tuviera algún contacto con las complejidades de una democracia representativa avanzado el siglo XXI.

“Os pido ternura”. La ternura como condición imprescindible para incorporarse a Sumar. Hay que quererse en política como se quiere en la vida cotidiana. Es necesario hacer política tiernamente. Si quieren que les diga la verdad, la cursilería es lo único que encuentro realmente preocupante en el discurso postizo, débil, ergonómico y vacuo de Yolanda Díaz. Los políticos pueden proponer proyectos y ofertas racionalmente emocionantes para sus electores. Pero la acción política debe basarse en la austeridad emocional, no en la exaltación de emociones que incluso pretenden baremarse. Los políticos (en el mejor de los casos) son un mal necesario. Y lo que se les debe exigir – y lo que deben ofrecer como un compromiso – no es ternura, no es cariño, no es una sonrisa de mermelada, sino respeto. Respeto democrático. Respeto, honestidad, transparencia y coherencia. No metan sus zarpas ni sus hociquitos en nuestros amores, afectos y cariños. Es lo que faltaba.   

 

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Un largo invierno

“Definitivamente/parece confirmarse que este invierno/ que viene, será duro./Adelantaron las lluvias, y el Gobierno, /reunido en consejo de ministros/no se sabe si estudia a estas horas/el subsidio de paro/ o el derecho al despido,/o si sencillamente, aislado en un océano, /se limita esperar que la tormenta pase…” No, no es octubre de 1959, cuando Jaime Gil de Biedma escribió estos versos desesperanzados. Aunque es curioso, el Plan de Estabilización diseñado entonces por Ullastres y Navarro significó la superación definitiva de la posguerra económica, abrió puertas al desarrollo del capital sin las rigideces del intervencionismo y concedió así una pátina de legitimación a la dictadura franquista. En una situación todavía durísima, en la España de finales de los años cincuenta, existían esperanzas: desde liquidar la dictadura y celebrar la revolución hasta poder comprarse un pisito o un seat, prosperar modestamente, conseguir que los hijos pisaran la Universidad.  Hoy el futuro  es una superstición que pocos comparten. Llevamos sumergidos quince años en una crisis interminable que ha señalado con fuego los límites reformistas de la democracia representativa y el capitalismo globalizado.  ´

Esa célebre pregunta que ronda al Gobierno central y a los dirigentes socialistas (“¿por qué perdemos apoyos en las encuestas si subimos el salario mínimo, protegemos mejor el empleo y la empleabilidad, aumentamos las pensiones, financiamos los ERTE?”) tiene una respuesta sencilla, aunque dura: eso es lo mínimo que deberían ustedes hacer. Muchas de las medidas del penúltimo plan de Pedro Sánchez contra la inflación y la crisis económica se han puesto en marcha por gobiernos de centroderecha – por ejemplo, Macron firmando cheques de 100 euros al mes a aquellos franceses que ganen menos de 2.000 euros netos mensuales – y en algún caso han servido de inspiración al Ejecutivo español – según el propio Sánchez el Ministerio de Hacienda está estudiando el impuesto extraordinario sobre combustible impulsado por el gobierno de Draghi. Obviamente Sánchez y sus socios  han presentado su panoplia de medidas como fruto de un acendrado compromiso izquierdista, pero en su mayoría están siendo aplicadas por gobiernos de centroizquierda y centroderecha de toda Europa. Y por una razón elemental: porque es lo que se puede hacer en los márgenes políticos y jurídicos de la UE y del orden económico internacional.

Y esa es precisamente la clave de la puerca ingratitud de la gente y en muchos casos de una desafección del voto de izquierdas, rosado o morado: la evaporación de cualquier alternativa real y la inutilidad de los viejos valores  — el sacrificio, el mérito, el trabajo, la solidaridad vecinal, la familia – que concedían sentido a la vida individual y colectiva.  Han desaparecido y ya no volverán. Sin un proyecto político alternativo y transversal que no sea una suma de pequeñas y ombliguistas batallas la izquierda está perdida. Quizás sea contraproducente, incluso, insistir en logros histéricos y triunfos apoteósicos. En vez de provocar admiración enervan o hastían a los ciudadanos porque, curiosamente, lo único que se le ocurre al político, para estremecer al público, en lanzarse a la hipérbole más desquiciada. Observen la (supuesta) inauguración de cincos parques eólicos de La Gomera con la presencia estelar del presidente Ángel Víctor Torres. Primero, es la presentación del proyecto, que no tardará menos de un lustro en completarse. Segundo, es muy improbable que cubra “toda la demanda” de La Gomera. Los aerogeneradores no suelen cubrir “toda la demanda” en ningún sitio porque a veces no hay viento y en ocasiones hay demasiado. Por esa misma razón roza la bobería imaginar que La Gomera pueda “exportar energía limpia”. La transición energética no es ya “una realidad” cuando ni siquiera está en pie un puñetero aerogenerador.

El poeta tenía razón. Este invierno será duro y durará más de tres meses.  

 

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Buenrrollismo cultureta (1)

Hay que tener los presupuestos bien puestos para afirmar que “en cuarenta años no hemos logrado que la cultura sea para toda la población” y simultáneamente meter en el Parlamento un proyecto legislativo para “ordenar el sector público de la cultura en Canarias” (sic) sin discutirlo, hablarlo, ni consensuarlo básicamente, en su caso, con el sector, como ha hecho recientemente el viceconsejero de Cultura del Gobierno autónomo, Juan Márquez. Y lo mismo puede decirse, por supuesto, de las administraciones públicas locales e insulares, que ni se olieron el ensueño legislativo del viceconsejero. Ese engendro de proyecto de ley, superfluo y cominero, ordenancista e inútil, pretende ser el broche de oro de una gestión que fundamentalmente no ha aportado ninguna novedad sustancial a la gestión cultural desde la Comunidad autónoma. Tal vez un mayor orden administrativo, una moderada puntualidad en plazos y procedimientos, una tenue atmósfera almizclera de pijismo progre y buenrrollismo hiperestésico. Pero nada más.

 Es interesante detenerse inicialmente en esa monserga de una cultura “para toda la población”. Juan Márquez ni siquiera se molesta en utilizar el término “ciudadanía”, lo que esboza más o menos lo que opina de los destinatarios de sus políticas y programas. Una de las condiciones imperiosas para una política cultural potente y coherente que aumente sus beneficiarios es, precisamente, el esfuerzo por compartir con ayuntamientos y cabildos análisis, interpretaciones y propuestas y no de afianzar un modelo que se ha repetido una y otra vez, ese estúpido malrauxismo autosatisfecho que se cocina en los despachos. No sé con cuantos concejales de Cultura se ha reunido el señor Márquez y su equipo y si dichas reuniones – de haberse producido – han servido para algo. Como ocurre en otras comunidades autonómicas, desde hace mucho tiempo han debido articularse fórmulas consorciales entre las administraciones públicas para desarrollar políticas culturales a nivel local o insular complementarias con los programas autonómicos o viceversa. Márquez tenía una gran oportunidad durante su mandato, porque la izquierda gobierna en la mayoría de las corporaciones de Canarias, y dentro de la izquierda, Podemos tiene cierto peso en gobiernos locales o como colaborador necesario en la oposición. Pero ha preferido, en estos casi tres años, controlar políticamente todas sus iniciativas sin arriesgarse a llegar a acuerdos – con contadas excepciones – que no pudiese conducir y rentabilizar.  Ese Marco Estratégico de la Cultura – que regulará las relaciones de colaboración interadministrativas – es un postre de última hora  que, muy probablemente, no podrá ser aprobado antes de fin de año.  Es curioso que un responsable político deje para el final de su mandato uno de los objetivos estratégicos que debería asumir su departamento. El que venga atrás que arree. Lo mismo ha ocurrido, por supuesto, con su política de comunicación. El viceconsejero de Cultura ha reducido al mínimo sus intervenciones en los medios de comunicación y su actitud no se ha caracterizado, precisamente, ni por la accesibilidad ni por una transparencia cotidiana a la hora de tomar decisiones. A Márquez no le interesa la prensa tal vez para que la prensa no se interese especialmente por él. 

Lo peor de la gestión de Márquez, con todo, es lo que piensa dejar preparado. Esa Comisión de Coordinación del Sistema Público y el Consejo Canario de la Cultura, cuyos miembros, por supuesto, elegirá el Parlamento de Canarias, “y no el Gobierno”. Que Márquez parta del principio que el Gobierno no tiene nada que decir jamás sobre lo que vota y deciden los grupos parlamentarios que lo apoyan no deja de ser enternecedor. ¿Podrán pertenecer a esos organismos músicos, teatreros, pintores o escritores que hayan pedido ayudas o becas a la Viceconsejería de Cultura? ¿Y los que las vayan a pedir? El primer deber de un creador, de un artista, de un intelectual canario en los próximos años será huir de semejantes engrendros y boicotearlos activamente. Si es que alguna vez esta farsa grotesca toma vida.

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