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Democracia esquelética

Las campañas electorales no son la evidencia de la vitalidad de las democracias representativas, antes al contrario, dejan en pelota picada todas sus insuficiencias, contradicciones y falsedades legitimitadoras. Se insiste en que la democracia cabe en un armazón normativo de garantías para la alternancia en el gobierno, en un sistema de partidos competitivos donde sea posible la existencia de mayorías y minorías y en un conjunto de mecanismos doctrinales e institucionales que establecen la división de poderes y cierta justicia equitativa. Y con ese relato básico, supuestamente, vamos tirando. Todo lo que no se atenga al hermoso retrato al óleo antes descrito suena a sospechoso galimatías, a borrón malintencionado, a garabato pueril. Es esta descripción reduccionista y anémica de la democracia política la que permite a los grandes partidos oligarquizados y a sus dirigentes prácticas habituales que, en periodo de campaña electoral – es decir, entre comicios europeos, nacionales y locales cada dos años – se intensifican hasta un consensuado delirio en infinitas declaraciones: la mentira, la inepcia, la simple o tortuosa estupidez, el maniqueísmo moral e intelectualmente insultante, la sistemática prostitución de la realidad.
Leo que José Manuel Soria promete a sus electores todo un ejercicio de austeridad. Reducirá el Gobierno – se debe referir a los cargos públicos, porque no musita una palabra sobre lo que hará con los funcionarios — y se deshará de la mitad de los coches oficiales. Es el mismo Soria, evidentemente, que durante más de tres años fue vicepresidente y consejero de Economía y Hacienda. Es el mismo Soria, claro está, que a las pocas semanas de tomar posesión de su cargo, abrió una línea presupuestaria para adquirir varios automóviles de alta gama. Es el mismo Soria, sin duda, que amplió y reformó su despacho en la Consejería de Economía y Hacienda hasta dotarlo de dimensiones escurialenses. Y por último, es el mismo Soria que dirige el Partido Popular y que colocó en las listas en Fuerteventura a la señora Águeda Montelongo, quien, al frente del Patronato Insular de Turismo, se dedicó a facilitarte vacaciones gratis total en unos casos, y vehículo a su libre disposición en otros, a varios cargos públicos conservadores, entre otros, según las informaciones publicadas, al secretario general del PP canario, el señor Manuel Fernández.
En una democracia más amplia, sólida, transparente y participativa el señor Soria se quedaría callado. Y en su casa. Pagando el alquiler.

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Entre la venganza y el exorcismo

No sé hasta qué punto se puede sostener una posición moral sobre la base de ignorar palmariamente la realidad. “Tartarín de Konisberg/con el puño en la mejilla/ todo lo llegó a saber”, escribió Machado. Me recuerda a veces la actitud de un niño que, contemplando una película, cierra los ojos para evitar un pasaje violento, terrorífico o intranquilizador. Entre las miles de opiniones y posicionamientos que flotan en la red sobre la ejecución o asesinato de Osama Ben Laden encuentro a un intelectual argentino (valga el pleonasmo) que señala con gesto severo que un premio Nobel de la Paz ha ordenado el asesinato de un ciudadano en un país extranjero y la desaparición del cadáver en el mar. Insiste mucho en lo del Premio Nobel y en la decepción que le procura Barack Obama. Intento sinceramente evitarlo, pero no logro zafarme de la estupefacción. Para expresarlo brevemente: si usted se presenta a las elecciones presidenciales en Estados Unidos, usted sabe que ordenará invasiones, ocupaciones militares, detenciones, secuestros, torturas y asesinatos, o al menos, será el último responsable político – con un amplio conocimiento de las mismas – de todas estas salutíferas actividades, organizadas y materializadas por sus fuerzas armadas y sus servicios de inteligencia. La lógica del mantenimiento de la república imperial lo exige y usted (como candidato republicano o demócrata) forma parte activa de los dispositivos de esta lógica. Los que se escandalizan del comportamiento del presidente Obama en este asunto ignoran que Obama es, precisamente, el presidente de los Estados Unidos, con todas sus consecuencias, que el interesado asume positivamente, y no como un terrible fardo moral. Lo asume como parte del trabajo. Lo del Premio Nobel es una broma: fue propuesto para el galardón apenas quince días después de tomar posesión como jefe de Estado, A ver si la paparruchada del premio Nobel de la Paz se convierte ahora en una vara de medir la probidad de un dirigente político. Si hasta el canalla de Kissinger lo tiene en la repisa de su mansión.
No lamento la muerte de Osama Bin Laden por un comando de élite de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Era un asesino mesiánico al que mi vida, la vida de los míos, la vida de cualquiera que se le antojara, no valía absolutamente nada, es decir, valía propagandística lo que convenía para sus objetivos políticos. Pero ha ocurrido algo singularmente grave: a este tipejo se le ha asesinado al margen de la legalidad estadounidense y mundial. Un inteligente colega afirma que se trata de un acto de guerra, no de una ejecución extrajudicial, porque George W. Bush había declarado la guerra al terrorismo. Bien, en primer lugar, el presidente de los Estados Unidos, según la Constitución de la República, no puede declarar la guerra o hacer la paz: es una decisión que solo puede tomar el Congreso, es decir, la Cámara de Representantes y el Senado en sesión conjunta. Si desde la II Guerra Mundial no se hace así — con Corea, Vietnam, Afganistán o Irak por medio – es por la patología degenerativa que afecta a la democracia estadounidense. En segundo lugar, el derecho internacional muestra un vacío espeluznante – y una inoperatividad judicial evidente – sobre una situación que se prolonga desde hace más de una década. ¿Qué encierra la frase “guerra al terrorismo internacional”? Conceptualmente, cualquier cosa; operativamente, la legitimación de una voluntad de intervencionismo militar potencialmente irrestricta. Las implicaciones políticas, diplomáticas y jurídicas de una guerra que no se declara a un gobierno, a un Estado concreto, sino a un comportamiento criminal cuya definición y clasificación son unilaterales, devienen tan numerosas como trascendentes. En el caso de Al Qaeda, que no es estrictamente una organización o un tejido asociativo, sino una franquicia de matarifes que responden a una estrategia foquista y desterritorializada, las derivaciones son aún más graves. En aplicación de esta doctrina las fuerzas militares de Estados Unidos pueden intervenir en cualquier lugar y matar a cualquiera. Y sí, lo han hecho a menudo, pero ahora este comportamiento es simultáneamente un espectáculo televisivo, un motivo de orgullo nacional y una acción, lícita y benévola, cuyos efectos disfruta, por pura generosidad, todo el planeta. Osama Bin Laden pintaba ya poco, si es que pintaba algo, en el diseño de directrices estratégicas de la miríada de grupos y células salafistas y escuadrones yahadistas que reptan y conspiran por cuatro continentes. Su ejecución ha sido una venganza, pero también un exorcismo. El 11 de septiembre de 2001 dejó miles de muertos y un país conmocionado y la sospecha angustiosa de que el diablo andaba suelto por las calles y se había instalado, sobre un trono de burla y terror, en el corazón de los ciudadanos estadounidenses. Pues bien: el demonio ha sido expulsado.
Y quedan dos consecuencias. En los propios Estados Unidos: la decisión de Obama va contra lo mejor de la tradición política liberal y progresista de los Estados Unidos, que tiene su origen en los Padres fundadores de la República, y exalta entre la población la política del heroísmo militar, la legitimidad de una autoridad política no sujeta al imperio de la ley sino a los valores patrióticos, el acorralamiento de cualquier disidencia. Y en todas partes: el terrorismo yihadista estaba noqueado. Por la presión política, militar y diplomática pero, sobre todo, porque las revueltas en el Norte de África, que ni pudieron preveer, ni han conseguido ya no dirigir, sino influenciar, demostraron su incapacidad para ofrecer al mundo musulmán un proyecto político y social viable que respondiera tanto a las distintas realidades nacionales como a los anhelos de democracia, libertad y prosperidad. Ahora los yihadistas tienen un mártir. Quizás lo hubiera sido igualmente si se le hubiera sometido a un proceso judicial – cuyas dificultades no eran menores: ¿dónde hubiera podido llevarse a cabo? – pero el Gobierno de Estados habría demostrado que entre sus retóricas y sus políticas puede existir un compromiso que salvaguarde los valores y principios que todavía afirma defender.
En su discurso de despedida como presidente de los Estados Unidos, al término de su segundo mandato, George Washington le dijo a sus conciudadanos: “Nada es más esencial que evitar toda antipatía, así como una ferviente simpatía hacia naciones concretas, y así en su lugar debemos cultivar sentimientos justos y amigables hacia todas. El país que se permite hacia otro un odio o un amor habituales es, en cierto modo, esclavo (…) Es un esclavo de su animosidad o de su afecto; cualquiera de las dos cosas puede desviarle de su deber y sus intereses. La nación que obra impulsada por el rencor y la ira obliga a veces al gobierno a entrar en guerra, en contra de sus propios cálculos políticos. El Gobierno participa a veces de esta propensión y asume, por culpa de la pasión, lo que la razón le prohíbe en otras ocasiones, y pone la animosidad de las naciones al servicio de proyectos hostiles que nacen de la ambición y de otros motivos nefastos…”

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Debates

Puede que estemos todos los periodistas firmando el manifiesto que impulsa la FAPE – “Sin preguntas no hay cobertura” – pero otros aspectos decisivos de la relación entre declaraciones políticas y actividad periodística seguimos uncidos al yugo obligatorio que marcan los candidatos y direcciones de los partidos. En Canarias – como ocurrirá en el resto de España – no van a celebrarse debates electorales. Se hará pasar como tales un conjunto de monólogos cronometrados en el que los candidatos aprovecharán para regurgitar titulares precocinados. Así ocurrió ayer en la SER: Paulino Rivero, José Miguel Pérez y José Manuel Soria se marcaron sus respectivas retahílas verbosas sin que en cada una de sus parrafadas se registraran referencias a los otros. Garrulería compartimentada. Gesto inútil el de acudir personalmente a los estudios de la cadena en Las Palmas: podrían haber enviado sus intervenciones en un CD. Solo en un momento Paulino Rivero quiso interrumpir a José Manuel Soria, que soltaba una de sus habituales malevolencias sobre el Servicio Canario de Salud, y el líder del PP le dijo que no podía interrumpirle, que no estaban en la televisión autonómica. Al parecer Rivero interrumpe a Soria en la televisión canaria todo el rato. Su modelo favorito, sin duda, es TeleMadrid.
Quizás sea Soria el candidato presidencial que mejor se adapta a este fraudulento modelo de debate, porque no está acostumbrado a interrupciones de ningún género. Me parece comprensible. Porque a Soria se le podría interrumpir para recordarle que en el organigrama de la RTVC siguen intactos y cobrando los cargos directivos que propuso el PP en 2007. Se le podría interrumpir para recordarle que el caso Lifeblood apestaba tanto que debió suspenderse el concurso de adjudicación del servicio de hemodiálisis para Gran Canaria y Lanzarote. Que durante su etapa como consejero de Economía y Hacienda solo se pasaba un par de veces a la semana por el despacho, entretenido en pasear su palmito vicepresidencial. Que su equipo dejó un agujero de decenas de millones de euros que obligó a un precipitado cierre presupuestario. Que los presupuestos generales para 2011 diseñados por Rosa Rodríguez y sus geniales mariachis eran una rocambolesca catástrofe al que se debió practicar una cirugía de emergencia para no paralizar la comunidad autonómica. Quizás Rivero o Pérez, por distintas razones, no estaban en disposición de interrumpirle con impertinentes obviedades pero, ¿dónde estamos los periodistas?

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Casi estuvo aquí

Como apuntaba un amigo en un contubernio -único espacio apto para la supervivencia en las ínsulas baratarias del siglo XXI- el estuvoaquí es casi un subgénero en el periodismo canario: aquí estuvieron Churchill, el Dúo Dinámico o The Beatles y de vez en cuando un plasta irremediable lo recuerda con emoción por enésima vez bajo un titular crípticamente nostálgico. Como si los echara de menos. Existe una variante incluso más fruitivamente paleta, el casiestuvoaquí. Por ejemplo, Charles Darwin casi estuvo aquí, y contempló el nevado Padre Teide en lontananza, y qué mala suerte no haber desembarcado en Tenerife, en la que practicando una somera observación sobre terratenientes, clérigos y cargos públicos le hubiera bastado para descubrir que primates y seres humanos compartían antepasados comunes. El tiempo y los sacrificios que se hubiera ahorrado en selvas y desiertos americanos. Seguro que a Darwin le habría encantado el mojo y en un par de años su dominio de las chácaras hubiera sido irreprochable. ¿Y el Papa? No ignorarán ustedes que Juan Pablo II casi estuvo aquí. Por los pelos de la lengua de un cardenal no besó el manto de la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Y conviene recordarlo sin piedad cada vez que se pronuncia su nombre en los medios de comunicación: Karol Woytila, chicharrero súbito. Cuando sea canonizado, apenas en un par de años, volverá a funcionar la rueda de la memoriosa desmemoria, y el gozoso recuerdo de lo que estuvo a punto de ocurrir se engalanará de adacadabrantes y deliciosos titulares.
Comprenderán ustedes que, una vez liquidado Osama Bin Laden, no podíamos estarnos tranquilos. Desgraciadamente no existe la más tenue señal de que el icono de Al Qaeda pisara alguna vez territorio canario. Peor aun: hoy por hoy ni siquiera puede asegurarse, pese al devoto y minucioso fervor de nuestros cronistas locales, que Osama Bin Laden casi estuviera aquí. Pues se busca un repuesto rápidamente y ya podemos contar que un simpatizante de Al Qaeda, que un agente de Al Qaeda, que un dirigente de Al Qaeda, que un lugarteniente de Osama Bin Laden, digámoslo claramente, vivió en un pisito en Las Alcaravaneras dedicado al malvado proselitismo yahadista. Un hombre terriblemente peligroso, tras cuya incesante actividad, como se sabrá más temprano que tarde, está el escaño senatorial de José Macías, la eclosión de pizzerías en Las Canteras y el misterioso ceceo de ZoyZoria. Por el momento.

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Sábato

Una vida demasiado longeva puede ser fatal para un escritor, aunque los proteja la senilidad. Yo no puedo tomarme en serio la proclamación del finado Ernesto Sábato como un gran escritor, o el autor de una o varias de las novelas centrales del siglo XX, o el intelectual comprometido contra los desafueros del mundo. Me asombra esa ristra choricera de enormidades insignificantes. Políticamente Sábato siempre fue un frívolo al que solo redimió su aceptación del encargo que le hizo el presidente Raúl Alfonsín para redactar el informe sobre las brutalidades inconcebibles de la dictadura militar argentina, cuando el Estado se dedicó a asesinar metódicamente a miles de ciudadanos. Antes Sábato fue un joven comunista, y después, brevemente, un peronista lleno de dudas, y luego un liberal, y después abogó por el orden castrense frente a los atentados montoneros y llegó a visitar al general Videla en compañía de otros escritores, Borges incluido. Cabe recordar que acudieron a la Casa Rosada para recibir explicaciones sobre algunos escritores supuestamente desaparecidos. Explicaciones bastante fantasiosas y muy miserables, por supuesto, pero que los presentes aceptaron en respetuoso silencio. Y luego se mandaron un bife.
Tanto sus novelas como sus ensayos se me antojaron siempre palimpsestos donde podía leerse claramente quien los había escrito antes. Sábato, que se pasó cerca de medio siglo intentando ser universalmente famoso, era un buen escritor, y un escritor fundamentalmente honrado, pero su obra ha envejecido mucho en apenas treinta años. Su mejor novela, Sobre héroes y tumbas, es un centón de engorrosa pedantería a la que solo rescata lo mejor del libro, El informe de ciegos, que es lo único que al cabo recuerdan los lectores, y cuando ocurre eso en una novela solo cabe hablar de un fracaso aplastante, de un error narrativo fundamental, de una estructura novelística clueca pese a sus abrumadoras pretensiones metafísicas. Recuerdo la estupefacción al leer libros como Uno y el Universo o Heterodoxias: Sábato tomaba sus ataques de ira, desprecio o desinformación, sus manías minúsculas o sus obsesiones grandilocuentes, como brillantes ataques de lucidez. No sabía reír.
Tampoco puede achacársele toda la culpa. Le tocó un siglo excepcional en la literatura argentina. Le tocaron Borges, Cortázar, Bioy Casares. Un siglo muy duro para las medianías ansiosas de encarnar la consciencia literaria de una nación.

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