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Una tarde con Gastón Baquero

Me apetece escribir un artículo corto. No creo que me sea posible. Una tarde, hará unos quince años, conocí a uno de los grandes poetas de la lengua, el cubano Gastón Baquero, quizás el hombre, sin duda el escritor, más espontánea y sencillamente modesto que he conocido. La entrevista concedida debería haber durado media hora; finalmente estuvimos hablando dos horas y media. Baquero era un conversador inolvidable. Todavía joven (y más sorprendentemente: mulato y homosexual) había llegado a ser redactor jefe de Diario de la Marina, el gran periódico cubano, el medio de la muy reaccionaria oligarquía empresarial y azucarera de la Isla. Después, en el exilio, Baquero siguió viviendo mal que bien del periodismo. Estuvimos un buen rato deshogándonos sobre las miseria del oficio: yo, como era muy joven, protestado con expresiones iracunda; Baquero, como era un anciano muy sabio, como quien asume que el cielo es a veces azul, a veces gris, a veces blanco, y así son las cosas, y el paragüas suele ser tan inútil como la sombrilla. Me contó Baquero que su maestro, Lezama Lima, siempre andaba corto de dinero, y que pudo darle un rinconcito en una página par, donde publicó unos textos prodigiosos que, mucho más tarde, se recogieron en un libro: Analectas del reloj.  El subdirector lo llamó enseguida:

–Mire, Baquero, ¿qué vaina es esa? No se entiende absolutamente nada. Y ocupa demasiado espacio. Dígale a su amigo, el Lezama Loma ese, que escriba en español.

Un par de meses más tarde el subdirector lo citó de nuevo en el despacho.

–Oiga, Baquero, ¿usted que quiere? ¿Está buscando problemas?  El periódico no es un sitio para aprender a escribir. Aquí se viene ya aprendido. Y su amigo además escribe demasiado poco. Haga el favor de corregir esta situación de una vez.

La situación –claro — tenía que terminar abruptamente. Pocas semanas después lo llamó el gerente, “un hombre de una ignorancia enciclopédica aun más pormenorizada que la del subdirector” y le comunicó que no se le pagaría un peso más al tal Luís Lomas. “Y en ese momento”, dijo lentamente Baquero con una sonrisa, “Lezama y Juan Ramón Jiménez eran los primeros poetas de la lengua, los mayores creadores del idioma”. Al final de la tarde, con el último sorbo del último café, volviendo por un segundo al periodismo, Baquero sonrió de nuevo y me preguntó si en mi periódico teníamos ordenadores. Asentí y dijo que no le extrañaría nada que un día las computadoras  — así las llamó –sustituirían a los periodistas. “¿Por qué no? Si se trata de repetir lo que dicen los gobiernos y las autoridades en sus comunicados y declaraciones y si tienes en cuenta que las computadores no cobran sueldos ni se ponen enfermas, es la situación ideal para los editores”. Cada vez que escucho a un cancamusero del periodismo 2.0 me acuerdo del viejo Gastón Baquero sonriendo, un perdedor pero nunca un derrotado, puro pellejo e ironía en un sillón mullido del Hotel Mencey. Los cancamuseros de las nuevas tecnologías de la información y su cohorte de mamones a los que es inútil repetir los argumentos más evidentes. “Tú no eres un intelectual: simplemente tienes conexión con Internet. Tú no eres un periodista: simplemente tienes un blog donde cuelgas tus pringosas ocurrencias. Tú no eres  un experto en comunicación: te limitas a parasitar con tu verborrea la desesperación de un modelo de negocio informativo que se hunde inevitablemente y para siempre”.

No sé por qué he recordado en esta tarde lánguida y calurosa  al maestro Gastón Baquero mientras la gente, en sus febriles cubículos, se estremece y aúlla con el partido correspondiente de la Eurocopa. “Mientras trabajamos y nos afanamos y nos ciega el presente tenemos que aprender de nuevo a esperar”, decía el viejo Bloch en El principio esperanza. Tal vez porque cada uno se refugia en lo que puede cuando la noche se empeña en prolongarse, con los ojos cerrados por el espanto, y las noticias ya no son malas, sino pésimas. Cuando vivimos una banca intervenida, una economía intervenida, una democracia intervenida, y nuestras intervenciones resultan, al cabo, perfectamente inútiles, sean una manifestación, una huelga o un artículo. Entonces marcho al cuarto cercano y las observo morosamente mientras duermen y esa imagen, de la que disfruto durante mucho tiempo en un silencio milagroso y tibio, una imagen e la que bebo como un agua fresca inacabable, me reconforta, me emociona y me fortalece como una piedra enamorada, porque mientras ese sueño sonriente y feliz continúe, mientras la vida respire y se reinvente cada día, no ha pasado nada realmente malo, fatal o irreparable. Y entonces, es inevitable, recuerdo un poema de Gastón Baquero, Breve viaje nocturno,  que me advierte lo cerca y lo lejos que están ellas, lo lejos y lo cerca que están para siempre nuestras almas.
Mi madre no sabe que por la noche,
cuando ella mira mi cuerpo dormido
y sonríe feliz sintiéndome a su lado,
mi alma sale de mí, se va de viaje
guiada por elefantes blanquirrojos,
y toda la tierra queda abandonada,
y ya no pertenezco a la prisión del mundo,
pues llego hasta la luna, desciendo
en sus verdes ríos y en sus bosques de oro,
y pastoreo rebaños de tiernos elefantes,
y cabalgo los dóciles leopardos,
y me divierto en el teatro de los astros
contemplando a Júpiter danzar, reír a Hyleo.

Y mi madre no sabe que al otro día,
cuando toca en mi hombro y dulcemente llama,
yo no vengo del sueño: yo he regresado
pocos instantes antes, después de haber sido
el más feliz de los niños, y el viajero
que despaciosamente entra y sale del cielo,
cuando la madre llama y obedece el alma.

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El Taburete del Guirre

Los mexicanos llaman La Silla del Águila a la Presidencia de la República. Es un apelativo que refleja la casi ilimitada concentración de poder, preeminencia e influencia de la Jefatura del Estado en el sistema político mexicano. Por el contrario, la Presidencia de Coalición Canaria no es nada. Absolutamente nada, salvo un instrumento de ampliación o limitación de poderes ajenos a sí misma. Carece de ningún peso intrínseco y podría llamársele el Taburete del Guirre.

Quizás resulte conveniente recordar lo que ha sido la Presidencia como órgano de dirección de CC. Y fundamentalmente ha sido cualquier cosa salvo un órgano de dirección de CC. En sus orígenes primigenios nadie pensó que Coalición Canaria, como embrión de una federación de partidos, debiera tener una Presidencia. De hecho durante sus primeros años no la tuvo de facto ni tal vez de iure. Un rasgo perfectamente lógico, porque CC no era un partido, sino, primero, un acuerdo parlamentario (el que propició la moción de censura contra Jerónimo Saavedra), luego un Gobierno sostenido por 31 diputados de grupos heterogéneos, después una coalición electoral, y solo más tarde, una federación de partidos con escasísima voluntad de unificación política y organizativa. En ningún caso las bases de los partidos integrantes de CC (los agrupados en AIC, Iniciativa Canaria o Asamblea Majorera) fueron consultadas para impulsar o refrendar la articulación de una coalición político-electoral A una de las fuerzas implicadas, Iniciativa Canaria,  le costó incluso un pequeño derrame de afiliados: el sector del PCE que se negó a asumir los acuerdos y enjuagues de José Carlos Mauricio y compañía. Las decisiones básicas se tomaron en 1993 por las respectivas cúpulas de los partidos implicados, y así ha seguido haciéndose hasta hoy, con el desgaste progresivo de una federación que apenas merece ese nombre. Coalición Canaria es una organización política con una dirección fuertemente oligarquizada desde sus mismos orígenes –un modelo oligárquico blindado por sus propios estatutos — y cuya selección de personal político, tanto en lo que se refiere a sus delegados congresuales como a los militantes que integran los órganos de representación internos funciona a través de mecanismos de cooptación descaradamente evidentes. Después de casi veinte años de historia –los casi veinte años que lleva gobernando la Comunidad autonómica, solo o en compañía de PP o PSOE – el modelo de organización interna de CC se ha osificado y cada vez se proyecta con mayor nitidez una contradicción creciente. Por un lado una militancia cada vez más harta de su condición de extras en las (malas) películas congresuales; por otro, unos dirigentes apoltronados hace lustros, a veces hace décadas, en los cargos institucionales, y que terminan dirimiendo los equilibrios de poder internos en negociaciones y acuerdos alérgicos al debate público, a la discusión real y comprometida en el seno del propio partido y que, por tanto, cada vez muestran menos intereses –incluso menos interés operativo – en los debates congresuales y precongresuales. La miseria conceptual, estratégica y hasta gramatical de las tres ponencias que se debatirán en el V Congreso Nacional de Coalición Canaria, el próximo mes de junio, es una inmejorable prueba de la abulia y la negligencia con la que la dirección de la federación nacionalista se enfrenta a su reunión más importante.

No, la Presidencia de Coalición Canaria nunca ha sido importante en sí misma. En ningún caso los dirigentes coalicioneros – los máximos representantes de cada isla en la federación, los menceyes insulares—estarían dispuestos a tolerar a un presidente con una auténtica capacidad ejecutiva. Es algo absolutamente extraño a la propia naturaleza de CC. Como los campesinos dijeron a aquel rey castellano, “uno a uno somos tanto como vos, y todos juntos, más que vos”, y eso se lo pueden decir tanto al presidente de la federación como al jefe del Gobierno.  La Presidencia de CC surgió a finales de 1998, cuando se consensuó a Román Rodríguez –extraño consenso nunca plenamente explicado –como candidato presidencial de los nacionalistas en los comicios de 1999. Y surgió como una suerte de satisfacción a Lorenzo Olarte, a la sazón vicepresidente del Gobierno regional, que se había quedado compuesto y sin novia presidencial. Olarte rechazó la oferta. Y no había mucho entusiasmo por parte de nadie, hasta que Paulino Rivero asumió el sacrificio. Por aquel entonces Rivero no era una figura descollante a nivel regional. El presidente del Gobierno era Manuel Hermoso, Román Rodríguez el candidato y Adán Martín le acompañaría en el Ejecutivo como vicepresidente. Como portavoz del grupo parlamentario de CC en el Congreso de los Diputados destacaba un triunfal José Carlos Mauricio. Rivero, en fin, era el portavoz adjunto, pero tomó la Presidencia de Coalición, y fue él quien la llenó de contenido práctico. Rivero hizo con la Presidencia de Coalición exactamente lo mismo que lo que hizo con la secretaria general de ATI desde finales de los años ochenta: mientras otros se ocupaban de la gestión, las fotos y las declaraciones mayeúticas, el diputado y alcalde de El Sauzal se entregó a una incansable labor de fontanería política en todo el Archipiélago, recorriendo isla a isla y municipio a municipio, intermediando en dificultades y atascos, engrasando maquinarias electorales, disolviendo conflictos y desconfianzas. Al cabo de tres años ningún político de CC conocía tan bien las fortalezas y debilidades, las ambiciones y las traiciones, las potencialidades y las miserias que albergaba CC como él. Llenó, por tanto, de contenido estratégico y táctico la Presidencia de CC y la convirtió en su principal capital político para los años venideros. Cuando alcanzó finalmente la Presidencia del Gobierno, tras las elecciones de 2007, encontró en el conejero José Torres Stinga a un sucesor en la Presidencia de CC de toda confianza.

Torres Stinga en ningún momento ejerció como presidente de CC, salvo a efectos puramente formales. Se asemejaba más a un taquimecanógrafo del Gobierno que a un dirigente político con una mínima autonomía. Sin embargo, el acuerdo de majoreros, palmeros y grancanarios que acabó con su Presidencia en el IV Congreso Nacional quiso proyectarse más como un voto de advertencia a Rivero que como un castigo personal. No era nada personal, solo negocios. La elegida, Claudina Morales, aceptó una Presidencia reglamentariamente devaluada, y jamás ha impulsado ninguna iniciativa política propia, en medio de una anomia generalizada de la dirección: el comité ejecutivo apenas se ha reunido formalmente en los últimos tres años y el consejo político nacional (máximo órgano entre congresos) jamás. No se conoce un solo posicionamiento mínimamente solvente de la dirección de CC sobre ningún asunto público, más allá de patéticas notas de prensa escarchadas de obviedades y perezas. Su producción en materia estratégica, programática o ideológica es aproximadamente nula: ni un papel, ni una reflexión, ni un análisis. Absolutamente nada. Y todo esto durante la mayor crisis económica y social que ha padecido el Archipiélago desde la posguerra civil y después de haber sido superados electoralmente por el PSC-PSOE (en 2007) y por el PP (en 2011) en las dos últimas.

Paulino Rivero no ha anunciado que opte por recuperar la Presidencia de CC en el V Congreso. Pero en ningún momento lo ha desmentido. Probablemente se encuentre rumiando y explorando las posibilidades de una candidatura. A tal efecto se han lanzado diversos globos sondas, como la oportunidad de crear una Secretaría General que asuma las “funciones ejecutivas” en la federación nacionalista. Lo que nadie explica es qué funciones ejecutivas serían esas en una organización política cuya dirección presenta una hoja de servicios como la descrita anteriormente. En todo caso la candidatura de Rivero presente riesgos que, con toda seguridad, el presidente del Gobierno no ignora, y que no le conciernen únicamente a él. Presentarse con posibilidades nada remotas de perder le afectaría a Rivero como presidente del Gobierno (cabe imaginar el titular que emitiría el PP al instante: “un presidente al que no quiere ni su propio partido”)  pero también a la propia organización (que en su actual estado de extrema debilidad debería consensuar una sucesión presidencial y un cambio es estrategia). Con una dirección ausente, indiferente y sorda ante el debate en los comités locales e insulares, brutalmente despreocupada por los intríngulis de su propio congreso, los resultados de votaciones y debates pueden ser imprevisibles. En realidad a Coalición Canaria, para salir de su engarrotamiento pertinaz, de la ataraxia política y organizativa que sufre, no tendría más remedio que abrir un proceso de democratización interna que entra en colisión, precisamente, con toda su delicada arquitectura interna y con el control oligárquico y territorializado de la federación. No parece una contradicción fácil de superar razonablemente. Y en tres semanas aun peor.  El Taburete del Guirre es (y no es) lo de menos.

 

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Una nota sobre Carlos Fuentes

A finales de los años sesenta Carlos Fuentes fulgía en las casas editoriales, en la crítica literaria y en los medios de comunicación como miembro de la Santísima Trinidad del boom de la novela latinoamericana, junto a Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Cuando murió hace algunos días, a los 83 años de edad, Fuentes era un escritor infinitamente respetado y muy leído, pero nunca consiguió ese estatus universal de dios mayor que lucen sus antiguos compañeros, premio Nobel incluido. En su propio país, México, uno de los más ricos literariamente del continente,  el papel de supremo mandarín lo asumió y ejerció con todas sus consecuencias Octavio Paz (otro Premio Nobel) durante décadas. Fuentes nunca consiguió tampoco – y al cabo dejó de intentarlo – la estatura de gurú, tan indiscutible y tan discutido, de Octavio Paz, ni tampoco fue tan querido, entrañablemente querido por los mexicanos del Distrito Federal, como Carlos Monsiváis, muerto hace un par de años, verdadero amigo suyo por encima de batallas y egolatrías del mundo literario. Siempre me ha parecido curioso que Fuentes – que casi parece un Nobel de diseño, por cierto –jamás obtuviera el prestigio internacional de un García Márquez o un Vargas Llosa.

Carlos Fuentes fue un escritor sólido, inteligente, brillante, disciplinado, de una fogosa y chisporroteante imaginación a la que no empañaba (al contrario) una vasta cultura. Como recordaba Monsiváís en una nota, viajaba por América y Europa, dictaba cursos y conferencias, escribía regularmente para varios periódicos y no dejaba de producir cuentos, novelas y ensayos. Tuvo un comienzo fulgurante: novelas como La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, por su espíritu crítico, por su lucidez compositiva, por la misma calidad de una escritura sobria pero que atendía y se solazaba en los matices  de lo real convirtieron a Fuentes en el narrador mexicano más descollante de su generación. En los últimos años de los sesenta Fuentes quiso, precisamente, revalidar ese deslumbramiento y amplificar su ambición literaria, y ese objetivo le llevó a escribir Cambio de piel y, poco después, Terra Nostra, en la que quiso proyectar su summa literaria particular: teatro de la memoria, indagación entre las raíces del mito y las burlas de la Historia, crítica de una construcción social y sus fantasmas legitimadores y, al mismo tiempo, reflexión sobre la misma escritura. Tanto Cambio de piel como Terra Nostra –aun más ambiciosa en su complejo mosaico sensorial, histórico, social, ideológico y verbal – eran o pretendían ser novelas totalizadoras, urdidas con todos los recursos de las técnicas narrativas,  para dar cuenta de un mundo simbólico, una sociedad, un desarrollo histórico, un desastre político, desde una actitud crítica, irónica y a veces caricatural, plagada de referencias culturales pasadas y presentes. Eran novelas mucho más exigentes para el lector que Cien años de soledad  y también que Conversación en La Catedral. Eran, también, novelas que, hasta cierto punto, condenan a un escritor: es harto difícil discernir cómo llegar más allá sin traicionar sus propios principios literarios. El propio Fuentes, por supuesto, era el primero en saberlo. Juan Rulfo solía llamar a Terra Nostra, en uno de sus inspirados ataques de malhumor, Terra Cota, y Fuentes lo recordaba entre risas. Aun insistiría en novelas de gran tonelaje (cabe recordar ese delicioso y desmesurado desastre que es Cristóbal Nonato) pero fue más modesto, y en esa modestia están alguno de sus mejores logros en sus últimos años, como Los años con Laura Díaz.

Hay un Fuentes que es invariablemente insustituible: el Carlos Fuentes ensayista y crítico. El entusiasmo intelectual, la asombrosa capacidad para encontrar urdimbres y relaciones entre culturales, lenguajes, símbolos y episodios históricos, la curiosidad incesante, la vitalidad y elegancia de la expresión elevan a Fuentes al rango de uno de los mejores ensayistas latinoamericanos del último medio siglo, se dedique a la crítica literaria (La nueva novela norteamericana, Cervantes o la crítica de la lectura, El espejo enterrado), asuntos políticos y sociales de México (Tiempo mexicano) o estampas memorialísticas (Retratos en el tiempo). Es rara la página de estos libros que no incita a la duda, al estímulo o a la reflexión, a la relectura, siempre enriquecida, de otros autores. Políticamente Fuentes se preció siempre de ser un hombre de izquierdas, de una izquierda liberal, porque sus amistaes y sus relaciones incluían personalidades del poder financiero y político mexicano e internacional. En los años setenta el todavía joven crítico, el que había denunciado la degeneración corrupta de la Revolución Mexicana,  fue tentado por el poder, el poder del PRI, por supuesto, y apoyó la elección de Luís Echevarría a la Presidencia de la República, la Silla del Águila, aunque en su momento criticara la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, que se ejecutó en 1968 bajo las órdenes de un gobierno del que Echevarría formaba parte. Fue premiado con la embajada en París, a la que renunció en un par de años, cuando para pasmo general el expresidente Díaz Ordaz recibió la embajada de México en Madrid. Durante los años ochenta y noventa su crítica al régimen priista fue ganando en intensidad, al igual que su actitud debeladora con los gobiernos de Reagan y Bush. Pero Fuentes no bebió jamás de pócimas revolucionarias ni entendía otra fórmula viable que el reformismo. Jamás pudo ser agitado –como Vargas Llosa hasta principios de los años ochenta, como Julio Cortázar hasta el final, como ocurre todavía con García Márquez – como una bandera flamígera entre las juventudes de las izquierdas latinoamericanas. Un malévolo crítico venezolano dijo en una ocasión que Fuentes siempre supo nadar “y guardar el flú y aparecer de repente perfectamente seco en la cena de un ministro o un embajador”. Quizás la maldad no resulte absolutamente injusta. Tal vez, incluso, tiene algo que ver con su condición final de brillantísimo y singular epígono de una generación literaria que, en sus primeros momentos, pareció casi encabezar. Pero en ningún caso puede transformase en excusa para no leer y releer a un magnífico escritor que, entre otras muchas lecciones, ofrece las del entusiasmo, el feroz amor por la literatura, el arte y las ideas, la convicción de que la imaginación, la palabra y la memoria pueden salvarnos de la destrucción del olvido o el pecado del desamor.

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Viva Chávez

Un amigo venezolano se frotaba las manos y sonreía lobunamente al comentar la penúltima operación de Hugo Chávez en La Habana. “A ver si ese carrizo se va pal carajo de una vez”. Le pregunté si, sinceramente, deseaba la muerte del presidente venezolano. Pareció muy asombrado y aludió a alguna sentencia lapidaria, “quien a hierro mata a hierro debe morir”, o algo por el estilo. “La única manera de que Chávez no siga destrozando Venezuela es muriéndose”, agregó. Yo le dije que opinaba aproximadamente lo contrario: si algo garantizaba el derrumbe definitivo de la República en el caos y, quizás, en la guerra civil, era el fallecimiento de Chávez a causa del cáncer que le fue detectado el pasado año.

Soy de los que piensan que la denominada revolución bolivariana es, sustancialmente, un fraude que presenta todas las patologías endémicas del populismo latinoamericano: el caudillismo exasperado, el mesianismo estrambótico y vocinglero, la permisividad ante la corrupción de los buenos patriotas y la incondicional persecución de los traidores, la intolerancia, los pujos de uniformización ideológica, la cooptación de las instituciones públicas, el desprecio hacia el pensamiento crítico e independiente, el clientelismo a gran escala como política de un Estado monstruosamente agigantado. Si el PIB de la República de Venezuela se estanca pero la población mayoritaria no se sigue hundiendo en la miseria es, simplemente, porque se compra absolutamente todo (desde la harina de las arepas hasta la maquinaria industrial) a punta de petrodólares y con los Estados Unidos como principal mercado y, al mismo tiempo, principal cliente petrolero. Hugo Chávez no solo ha sustituido una fachada democrática por una fachada revolucionaria bajo la obsesión de un omnímodo control: está conduciendo al país a un desastre económico y social que pagarán las futuras generaciones de venezolanos. Ha fundado y fortalecido un régimen autoritario, desde luego, que se expande cada día con vocación de dictadura sempiterna, pero Chávez no es un asesino. No le gusta el sabor de la sangre. Aun más: Chávez es la clave de bóveda de un abigarrado conjunto de grupos, mesnadas y camarillas militares y políticas cuya articulación y continuidad dependen del formidable carisma y de la astucia política del exteniente coronel de paracaidistas. Chávez no ha fusilado ni ahorcado a sus opositores: la ha bastado con hacerles la vida imposible. Su muerte abriría un proceso implosivo en la amplia coalición que lo apoya y muchos de sus generales, ministros, gobernadores y alcaldes no dudarían en emplear la balasera, la tortura y el exilio para afianzarse en el poder y rendir cualquier resistencia.

Chávez debe vivir para ser derrotado en las próximas elecciones presidenciales. La estampa ideal es un Chávez anciano, digno oficial jubilado que cultive rosas por las mañanas y se dedique a la pesca por la tarde y que sea invitado de vez en cuando a Radiorrochela.

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Bitácora de un naufragio

Por supuesto, el presente artículo está emborronado antes de que se abran las urnas en este domingo que amenaza lluvia y revolcones electorales y una interminable tarde de grisura melancólica hasta que se escuche el ulular de los vencedores y su alegría inmensa al llegar al gobierno de un país al borde de la quiebra, y conseguirlo con inusitada contundencia, precisamente, porque está al borde de la quiebra. Pero los acontecimientos que se sucederán a partir de mañana lunes son perfectamente predecibles.

a) El mismo lunes, o a más tardar, el martes, el ganador de las elecciones presentará su Gobierno, o al menos, al núcleo duro de su gobierno, es decir, a su vicepresidente y a los ministros del área económica. Existe una dificultad: las disposiciones constitucionales y legales establecen unos plazos insoslayables, en virtud de las cuales el nuevo jefe del Ejecutivo solo podrá jurar o prometer el cargo a partir del 18 o 19 de diciembre aproximadamente. Casi un mes de gobierno en funciones en una situación de emergencia nacional. Y con cinco – nada menos que cinco—subastas del Tesoro Nacional –letras y bonos – por valor de miles de millones de euros y que no pueden suspenderse sin empeorar aun más la credibilidad del país en el cumplimiento de sus compromisos. Se rumorea que el presidente saliente y el entrante han encargado a una comisión de expertos (administrativistas, constitucionalistas, economistas, funcionarios técnicos dela UniónEuropea) una arquitectura específica para la transición entre gobiernos más delicada y peligrosa desde hace treinta años. Sería una suerte de extraño gobierno de concentración que se prolongaría durante tres semanas; un traspaso de poderes que establecerá canales de comunicación permanentes y sistemáticos con reuniones prácticamente diarias entre próximos ministros y futuros exministros. Entretanto el inminente presidente del Gobierno se volcará en tres frentes: las instrucciones a los presidentes de sus comunidades autónomas, la definición de una plan de recortes presupuestarios y reformas particularmente atroces y los contactos conla Comisión Europeay con los gobiernos alemán y francés para formular un compromiso solemne, el compromiso de todos los compromisos

b) En la última semana de 2011, el nuevo presidente presentará en las Cortes  –y probablemente en una intervención televisiva a todo el país – el plan de recortes y reformas, que en buena parte será la base del proyecto de la ley de presupuestos generales del Estado para 2012, aprobado con seguridad en un mes y medio más tarde. La situación es dramática, es peor de lo que se imaginaba, estamos al borde del abismo y etcétera. El recorte oscilará entre los 20.000 y 30.000 millones de euros aproximadamente: es el compromiso solemne del presidente y del nuevo Gobierno antes las autoridades europeas y, desde luego, ante el Gobierno alemán. España transigirá en meterse en el quirófano del doctor Frankestein a cambio únicamente de que el Banco Central Europeo siga comprando bonos españoles en el mercado secundario para evitar el riesgo de default y de que el Banco de Desarrollo Europeo abra una línea de crédito a medio plazo: lo fundamental es abandonar, a base de una disciplina presupuestaria y fiscal espartana, y asumiendo el impacto de la paralización de la economía y el mantenimiento o aumento de la tasa de desempleo, el pelotón de los desahuciados del Sur de Europa: Grecia, Portugal, Italia incluso. Dos años de penurias con un Estado de Bienestar reducido, si es menester, a un trasunto de caridad dickensiana – lo que por otra parte ofrece excelentes oportunidades de negocio a empresas privadas en el ámbito de la educación, la sanidad o los servicios asistenciales– y una lenta pero significativa recuperación del PIB y del empleo en los dos años siguientes gracias a los incentivos fiscales a la contratación, el contrato único y la destrucción de  los convenios colectivos. Un empleo de peor calidad, más inestable y más barato, pero después de un largo lustro de sufrimiento se le puede antojar una bienaventurado maná a cientos de miles de ciudadanos. En sus inicios, en su televisado discurso sobre la sangre, el sudor y las lágrimas que nos esperan, el presidente reclamará el apoyo de todas las fuerzas políticas, eso sí. Pero como es probable que disponga de cerca de 200 diputados tampoco se sentirá muy apurado si el principal partido de la oposición o los nacionalistas no le prestan su respaldo político o parlamentario.

3) En una de sus famosas frases elegantemente destructivas, Óscar Wilde afirmó de un escritor antipático que solo tenía dos problemas: que no tenía nada que decir y que no sabía cómo decirlo. La estrategia del nuevo presidente sobre la que aquí se fantasea solo implica dos problemas: España y Europa. El primero resulta de muy sencilla exposición: se trata saber si el país aguanta sin que su cohesión social y territorial se vaya al infierno. Convertirse en la hija predilecta de la madrastra Merkel, en la oveja negra que se blanquea y que vuelve al rebaño, supone una apuesta muy arriesgada. Al cumplimiento del compromiso sobre el déficit fiscal (un 4,2% del PIB a finales del 2012) se suma la devolución de los intereses de la deuda y la muy probable y estrepitosa morterada que habrá que inyectar en el sistema bancario español (y particularmente en las cajas de ahorro) para cumplir la nueva normativa europea sobre el capital de calidad. La creación de un banco público malo, que absorbiera todos los activos envenenados o inservibles, también costaría unos cuartos, aunque se trate de una opción mucho menos atractiva que hace dos años. Y mientras tanto, y durante largo tiempo, el desempleo se mantendría estancado en un 20% de la población activa y las pymes, los autónomos y los emprendedores seguirían sin  ver un maldito euro de crédito. La segunda dificultad es Europa: la estrategia del nuevo gobierno presupone una mínima estabilidad política, financiera y económica – por ejemplo, que no quiebren Portugal o,  más terriblemente, Italia; que Francia no sufra un infarto financiero al serle retiradala AAApor las agencias de calificación, en fin – que está lejos de ser fiable. Porque, como escribió muy recientemente Xavier Sala-i-Martín, todo el mundo da por hecho, y esa es tal vez el mayor apriorismo de la estrategia del gobierno que saldrá de las urnas dominicales, que Alemania es la garantía irrompible de todas las deudas de Europa. Y la situación económica y fiscal de Alemania bien puede empeorar. Lo indican varios factores: una deuda que alcanza ya el 80% de su PIB, una evidente desaceleración de su actividad económica, un incremento notable, en la próxima década, de sus gastos sociales, especialmente en lo que se refiere a pensiones, un compromiso de decenas de miles de millones de euros de aportación al fondo de estabilidad económica y la certidumbre del empeoramiento de países como Francia, Bélgica y Holanda, que muy probablemente, en los próximos tres años, deberán  priorizar salvajemente sus propios problemas de financiación y poco o nada podrán aportar a las necesidades de los estados de la zona euro en peores condiciones. La apuesta del nuevo gobierno español será muy parecida al todo o nada, salvo que el todo será la casi nada de la supervivencia y la nada amenaza con devastar, de la mano de la ortodoxia fiscal más puritana, toda una cultura democrática: los restos de la autonomía de lo político flotando en este gigantesco, cruel y desquiciado naufragio. Este infernal proceso será calificado pomposamente como una vía para la modernización de las estructuras  financieras, fiscales y laborales de España. Porque esta gente entiende y propaga, jura y perjura, que el mejor momento para aprender a nadar es, precisamente, un naufragio.

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