Tengo que agradecerle a Nicolás Melini el artículo publicado el pasado miércoles en Diario de Avisos, en supuesta réplica a uno anterior de un servidor sobre la actitud – la falta de actitud, digamos – de los escritores isleños frente al Salón Internacional del Libro Africano (SILA). Y tengo que agradecérselo porque Melini, en su gesto de dignidad ofendida, tan generoso que se arroga la representación de todos los letraheridos de nuestras ínsulas baratarias, ejecuta un magnífico autorretrato del escritor canario, cuya figura central es él mismo, y el fondo, una galería de espejos que lo repiten hasta el infinito. Este narcisismo radicalmente satisfecho consigo mismo, no es, por supuesto, una patología isleña. Los escritores suelen estar encantados de conocerse, muchos no entienden que el ordenador o la olivetti no aplaudan estruendosamente cuando terminan su novela y el legítimo afán de colonizar un espacio público o incluso de profesionalizarse les desliza por un laberinto inacabable donde el reconocimiento lisonjero de su obra – entiéndase: no su obra en sí — es la única brújula digna de fidelidad. Una fidelidad perruna. Lo que encuentro distintivamente irritante es esa combinación letárgica entre arrogancia de escriba, ignorancia despreocupada e hipocresía militante que queda patente cuando los escritores canarios (con las escasas y agradecidas excepciones de rigor) no muestran el más modesto interés por un proyecto como el SILA y, sobre todo, cuando toman la palabra para disculpar ridículamente su indolencia vital e intelectual por lo que ocurre alrededor.
Porque Nicolás Melini, en su pequeña y sentida apología de la ausencia, no dedica una sola palabra al Salón Internacional del Libro Africano. Todo su esfuerzo se centra en explicar que los escritores isleños no tienen que estar ahí. Para explicar que los escritores canarios no tienen que estar ahí – al contrario que los escritores africanos, europeos y americanos, tan impertinentemente presentes – Melini se refiere a convocatorias y saraos literarios a los que novelistas, poetas o dramaturgos no asisten si no se les invita para participar activamente en los mismos. Melini, para entendernos, es como Javier Marías, Michel Houellebecq o César Aira: si no es él el que está bajo el foco, no va. El escritor palmero se asombra mucho de que en provincias no entendamos estas cosas elementales, que presenta como una ley tan universal como la gravedad. No hay cosa tan lamentable como un provinciano en Madrid – los hay a miles — que desde la capital dicta normas planetarias para cubrir púdicamente sus antojos, sus apetitos o sus renuncias. Al SILA, como ocurre en otros eventos de esta naturaleza, llegan cada vez más numerosas solicitudes de participación: escritores, profesores o editores de Benín, de Costa de Marfil, del Senegal o de Angola que quieren asistir, participar, intercambiar información, debatir, negociar. En su inmensa mayoría no son adolescentes sensibles en busca de tocarle las solapas a un escritor famoso, y es una suerte, porque en los salones del SILA no encontrarían a Melini, ni a sus solapas, ni a sus solapamientos. Son escritores, profesores y editores intensamente comprometidos con el libro y la literatura, a menudo en condiciones políticas y sociales angustiosas, y que no esperan a ser invitados, con una calesa puesta a su disposición, mientras levantan sus prodigiosos castillos verbales en el patio de su casa. Pero más allá de los ringorrangos protocolarios, ¿ninguna curiosidad, en serio? ¿Ningún interés? ¿Te da lo mismo? ¿Se reúnen aquí grandes escritores de los que aprender, profesores a los que escuchar su experiencia en universidades de tres continentes, editores con los que quizás trabajar en otros idiomas, en otros ámbitos, en otras culturas? Es una puerta abierta a un conjunto de horizontes ilimitados: novelas y poemas, bellezas y horrores, tradiciones y vanguardias, conflictos y esperanzas, luchas por la palabra y por desmontar los discursos legitimadores de la barbarie, relatos tan hermosos y viejos como el mundo, bibliotecas por construir y voces que inaugurar, temblando de erizada belleza en el amanecer de un idioma literario. El festín está puesto y se enriquecería aun más con otras propuestas. Pero no te han invitado. No te han dado el tarjetón. Así que pasas de largo. Buen viaje, como siempre, hacia tí mismo.
Antes hablé de hipocresía. Durante años – y desde siempre – la crítica sobre el miserabilismo cultural de Canarias ha sido imprescindible. Y sigue siéndola sin duda. Sin embargo, cuando dos empresas privadas, Mirmidón y Baile del Sol, impulsan un proyecto tan ambicioso y complejo como el SILA, y saben interesar en el mismo a las administraciones públicas (Unión Europea, Casa África, Gobierno de Canarias, Cabildo de Tenerife) la indiferencia injustificable brilla con más intensidad que la crítica justificada. Y por los mismos escritores que se lamentan quejicosamente de la falta de reconocimiento en su propio país, de las dificultades de publicación, de la nula atención de una crítica literaria que no sabe valorarlos adecuadamente o que, sin más monsergas, no existe. Nicolás Melini, junto a otros escritores canarios, forman parte de un movimiento, el que se ha nucleado alrededor de un libro, Generación 21, y de una colección editorial puesta en marcha con entusiasmo por un editor admirable, Ánghel Morales. Me parece muy bien: quieren atención, buscan notoriedad, se unen para sumar esfuerzos y beneficiarse mutuamente como autores en busca de lectores, escrutinio crítico y nuevas oportunidades de edición. Se trata de una operación reiteradamente practicada en la literatura canaria, como en otras, con resultados variables. Pero, considerando incluso alguna salvedad, los escritores isleños de Generación 21 detienen sus críticas exactamente en el límite de sus intereses particulares. Lo demás se las trae al pairo, sin reparar en que en lo demás está incluida la sociedad que los lee (o no los lee), las políticas institucionales que les afectan (o no los afectan) y el mundo editorial que les proyecta (o que no les proyecta) hacia sus hipotéticos lectores. En el caso de Nicolás Melini esta interés excluyente por los escritores, pobrecitos, esta priorización del yoísmo literario llega a extremos paroxísticos: basta recordar las intervenciones en las que solicita que los poderes públicos, a través de un conjunto de políticas sabiamente concertadas, ayuden al escritor a concentrarse en su obra, eludiendo la molestia de trabajar para comer, y desde el supuesto de que este esfuerzo institucional redundaría cualitativa y cuantitativamente en una emulsión literaria sin duda excepcional.
Al final de su artículo Melini deplora que mi catilinaria haya zaherido a los escritores canarios; ha sido un desmán “que nos hemos llevado sin comerlo ni beberlo”. Me parece una observación muy sincera, una acusación cargada de sentido. No se los ha invitado ni a comer ni a beber, no se han comido ni bebido nada, en suma, y todavía se les critica.