Si la élite política no cambia, ¿por qué lo han de hacer los medios de comunicación convencionales? Probablemente compartan un mismo y comprometido destino y eso explica su incapacidad de transformación crítica y funcional. Los grandes y pequeños partidos en las Cortes se presentan como vencedores o estigmatizan a los perdedores y acto seguido periódicos, radios y televisiones no solo recogen estas efervescentes necedades, sino que interpretan quien ganó el pugilato. Y esto con una crisis institucional sin precedentes, una destrucción punto menos que sistemática de las políticas sociales y asistenciales, seis millones de desempleados, amenazas de rupturas territoriales, una destrucción empresarial apocalíptica y la losa gigantesca de una deuda pública que crece sin parar. Como si cayera una posma: Mariano Rajoy estuvo mejor que Pérez Rubalcaba, la izquierda contó la verdad, los nacionalistas evidenciaron su distancia con el Gobierno, toda la miserable ristra de martingalas que se transcriben plácidamente mientras el país se va al carajo y los mismos diputados deben ser protegidos por centenar y medio de policías que rastrean hasta la última papelera de la Carrera de San Jerónimo.
Y lo peor, lo más estomagante, lo insoportable es contemplar a un mediocre quintaesenciado en la Presidencia del Gobierno moviéndose como un maniquí ortopédico y leyendo un petulante discurso, al mejor estilo de Melquíades Álvarez, en el que, después de recordar lo dura que es la situación para esa gente, como la llaman, los parados, se lanza a perpetrar metáforas pueriles para explicar, de nuevo, que el barco no se ha hundido, lo peor queda atrás, la culpa es de su predecesor, las cosas mejorarán. Ayer viernes la Comisión Europea escupió sobre esta repugnante sinvergüencería presidencial sus previsiones de crecimiento y desempleo para los dos próximos años, que coinciden décima arriba o abajo con los de organismos internacionales y gabinetes de estudio – porcentajes que dejan expedito el camino al infierno — pero no hacía falta para falsificar el sainete vomitivo que este individuo interpretó malamente, porque hasta como caricato es malo como un dolor de muelas, desde la tribuna de oradores. Rajoy, el gran orador. Curioso Cicerón gallego, cuya única virtud es tener el cuajo suficiente para mentir sin el menor talento retórico. Simplemente transmitiendo estupideces gracias a la ventaja de no ser interrumpido, disponer de todo el tiempo del mundo, ser inciensiado por nubes de aplausos. Ni miedo a la mentira ni miedo a la idiotez: el carisma suficiente para tiempos de apocalipsis.