Retiro lo escrito

Un mal día

Cuando un columnista cuenta que no encuentra asunto del que ocuparse lo que suele ocurrir es que prefiere encontrarse desocupado. Lo grave, lo que amenaza con la parálisis irreparable del articulista, ocurre cuando cualquier asunto que se le ocurre le hastía. El eterno retorno del presidente Paulino Rivero sobre el control poblacional en Canarias, por ejemplo. La única novedad al respecto es que Rivero insiste de nuevo en sus angustias maltusianas sin que estén próximas elecciones en el horizonte. Es terriblemente cansino todo esto: recordar que la mayor tasa de inmigración las sufrió (y disfrutó) el Archipiélago en el primer lustro del siglo, en la coyuntura más desaforada de crecimiento de la construcción y sus industrias anexas; precisar que los que venían a trabajar aportaban igualmente riqueza al país y a las arcas públicas; insistir vanamente que los problemas sociales y asistenciales no están ligado causalmente con el crecimiento de la población, sino que están originados por un modelo de crecimiento económico y acumulación de capital terriblemente frágil, oportunista y escasamente redistributivo. ¿Para qué insistir? Si da exactamente lo mismo. Por supuesto, si fueran expulsadas de Canarias medio millón de personas el desempleo descendería muy apreciablemente. Quizás nos quedábamos con un paro del 9 o 10%. El mismo que en nuestra etapa más esplendorosa, por cierto, en aquel paréntesis de leche y miel chorreando por el cemento armado entre los dos siglos. No sé cómo no se nos ha ocurrido antes esta medida de política económica y ruego que a los que están recibiendo a muchos cientos de jóvenes canarios en los dos últimos años, Francia, Alemania, Dinamarca o Reino Unido, no se les ocurra en el futuro inmediato.

¿El discurso del Rey? Ya lo han leído ustedes todo. Es espléndido y bochornoso, pertinente e inapropiado, lúcido y avestrucista, esperanzado y pesimista. Es un discurso plenamente real, es decir, irreprochablemente irreal, cuya semántica sirve para un roto y un descosido, sirve para cualquier cosa, en efecto, salvo para convencer de que sirve para algo.

¿Política internacional? Pues Maduro afirma que Hugo Chávez no solo ha mejorado, sino que está a punto de conseguir un título en halterofilia y controla hasta el último folio timbrado que revolotea por Miraflores.

Hay días en que uno no está para nada.

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Caridad

Hace poco – hace una eternidad – la caridad era un asunto personal. Costó mucho esfuerzo, un esfuerzo histórico trufado de luchas políticas, sindicales e intelectuales, reducir la caridad a un gesto respetable y materializar, en cambio, los principios de justicia, equidad e igualdad de oportunidades en una legislación, un conjunto de instituciones, una red de políticas públicas: sanidad, educación, servicios asistenciales, prestaciones por desempleo, pensiones de jubilación. No eran la prueba de una sociedad perfecta ni funcionaban en absoluto impecablemente ni deberían haber bastado, no. Pero tampoco respondían a una enternecedora pulsión de caridad y amor al prójimo. Se trataba de un compromiso que implicaba –o debería implicar – a toda la sociedad y que estaba indisolublemente unido a una concepción de la democracia –a una cultura democrática – que no se agotaba en las urnas electorales. Ahora vuelve la caridad y la caridad no ha perdido nada del esplendor de su hediondez moral. Conserva intacta su hipocresía congénita, su taimado cálculo promocional, su grotesca y a la par petulante insuficiencia.

Y así todo se llena de nauseabundos maratones y convocatorias extraordinarias para la recogida de toneladas de comida, ropa vieja, juguetes aceptablemente destartalados. Y tienen que escucharse las voces estremecidas por el milagro de los montones de latas de sardina que se multiplican y los paquetes de fideos que cubren media plaza y los juguetes mal reparados que revientan cajas de cartón y cae un atroz diluvio de elogios dulzarrones sobre la solidaridad de los isleños en fiestas tan señaladas. Es falso. Confundir la caridad con la solidaridad  es un síntoma de analfabetismo político y social.  Es sintomático que en las homilías que nos ofrecen, exultantes e inmisericordes, locutores y periodistas toda la atención – toda la incesante babosería encomiástica, por no hablar de los bombos mutuos —  la ocupen casi monográficamente aquellos que se desprenden de un bote de espárragos, sin mencionar apenas a los que se los comerán. La caridad siempre se ofrece descontextualizada. Hace poco leí que varias murgas, sin duda llevadas por su buen corazón, habían marchado a cantar a algunos indigentes en las puertas mismas de sus chabolas. Ya no hay duda: vuelven los años cincuenta. A ver cuando rebrotan la tuberculosis, el tifus o el vómito negro y podemos empezar las cuestaciones, que esa gente lo va a pasar mal, muy mal, y necesitará toda la ayuda de este noble y oligofrénico pueblo.

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El fin interminable

No hay nada nuevo en los terrores del fin del mundo. El fin del mundo siempre está a punto de comenzar y no ha dejado de anunciarse, soñarse, temerse y anhelarse desde que el cerebelo de los homínidos fue capaz de abstraerse de la chuleta del mamut y proyectarse en el futuro. Hemos empleado muchísimo tiempo en soñar el fin de los tiempos y es muy dudoso que abandonemos algún día tan placentera ocupación. Los únicos cambios en esta materia – en la imaginación de una catástrofe definitiva, ilimitada, insuperable – están en nuestras capacidades tecnológicas para fabularla, simbolizarla, difundirla. El recorrido que media, en fin, entre un zarrapastroso profeta cubierto de pulgas en las tierras de Mesopotamia y las películas del abominable Roland Emmerich. El sustrato de estas pesadillas de deleite, sin embargo, tiene un fondo moralista, y por eso están embadurnadas de una inacabable fascinación. Es monstruoso, es terrible, es patético, pero el fin del mundo, sobre todo, es fascinante. El fin del mundo es liberador.

El fin del mundo es siempre el aldabonazo final de un merecido castigo. Hace siglos, o milenios, se trataba del castigo a los hombres por amenazar o desobedecer a los dioses y a sus caprichosos reglamentos. En la actualidad, en cambio, el castigo recae sobre culpas más explícitas, hasta el punto de que son los mismos hombres los que detonan el apocalipsis: destrucción del medio ambiente, guerra nuclear, agotamiento de los recursos naturales. Cuando no es así, y todavía se recurre a un agente externo y arbitrario, como un meteorito, el relato nos muestra con mayor o menor ambigüedad lo merecido que lo teníamos: se detienen las guerras, rezan comunitariamente todas las religiones, los líderes se cruzan mocosos mensajes por teléfono, pero ya es demasiado tarde. El fin del mundo aporta una simplificación moral propia de una catarsis sumamente gratificante y purifica como una gigantesca hoguera de San Juan.

El mejor relato del fin del mundo lo escribió Ray Bradbury, para el que el mundo acabó, precisamente, este año 2012. En la noche una pareja no puede dormir y, al cabo, se comunican lo que ya sabían: todo terminará esa noche. Hablan apaciblemente, quizás con una pizca de melancolía, pero sin angustia ni temor. Se abrazan y guardan silencio. Al cabo uno se levanta de la cama y se ausenta un par de minutos. “¿Dónde fuiste?”, le pregunta el otro. “A cerrar un grifo. Goteaba”. Ambos se ríen un buen rato y luego se abrazan de nuevo, más tiernamente todavía.

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I Año Triunfal

Encontramos al presidente  Mariano Rajoy realizando su habitual y gimnástico paseo de 45 minutos diarios por los jardines de La Moncloa, con unos cascabeles sujetos a los tobillos y dos guardias de las SS que lucían un escote corazón trotando tras él. Finalmnte el presidente tomó asiento a espaldas de un seto y respondió a todas las preguntas con una amplia sonrisa.

–Buenos días, señor presidente. Le agradecemos la concesión de esta entrevista.

–Hombre de Dios, si yo estoy encantado. Lo que más me gusta del mundo es hablar con la buena gente de España. ¿Usted es buena gente de España, no?

— No lo sé. ¿Cómo es la buena gente de España?

–Es la gente con sentido común que quiere progresar y mantener la familia unida, la gente orgullosa de pertenecer a esta gran y milenaria nación, aunque esté cansada de que siempre gane el Barça y, sobre todo, la gente que sabe que todo esto es culpa de Zapatero…

–Bueno, llevan ustedes ya un año en el Gobierno…

–Pero usted no sabe como encontré esto. Es que daba pavor, hombre. Que mandaba a pedir un café en La Moncloa y no había porque el del colmado de al lado no nos fiaba.

–Usted afirmó que no se escudaría en el argumento de la herencia recibida…

–Y no me he escudado, porque no nos han dejado ninguna herencia, sino deudas por todas partes…

— Pero con usted ha subido el desempleo…

— Ya veo por donde va usted. No entiende que hay que darle tiempo a las reformas para que funcionen. Además, esos empleos eran ficticios…

–¿Cómo qué ficticios?

–Verá usted, y se lo digo porque me gustan las cosas claras, eran ficticios porque no se podían mantener. Y lo que no es razonable es tener una economía ficticia, totalmente ficticia, donde la gente tenía empleos ficticios y pagaba ficticiamente la hipoteca y el colegio de los niños, que, por tanto, estaban siendo ficticiamente educados… Es la hora de la realidad y no de las carísimas ficciones socialistas…

— ¿Cómo la sanidad pública?

–Estamos embarcados en una cruzada para salvar la sanidad pública. Salvarla, sobre todo, de sus usuarios. La iban a quebrar.

–¿Su Gobierno pedirá el rescate a la Unión Europea?

–Tengo que ser claro: se pedirá el rescate cuando se decida, si finalmente ocurre así, y ni antes, ni después. ¿Alguna otra pregunta o me puedo fumar un puro?

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EAC

Los profesores de la Escuela de Actores de Canarias decidieron ayer suspender toda actividad lectiva en el centro, una medida que se suma al encierro que numerosos alumnos comenzaron hace días. La Consejería de Educación del Gobierno autonómico adeuda al Centro Superior de Arte Dramático más de 300.000 euros del presupuesto de 2012 y desde hace varios meses ni el profesorado ni el personal de administración y servicios cobran un euro. El mutismo de José Miguel Pérez y su equipo ha sido perfecto porque el consejero de Educación – lo ha demostrado desde que asumió el cargo – vive instalado en una superstición: si se está calladito conseguirá que la gente no sepa quien es el responsable de la gestión de la educación pública en Canarias. Puede que, incluso, se olviden de su existencia mientras él sigue deambulando como un zombi herbívoro – los zombis socioliberales son herbívoros — entre su despacho y su pijama y su vacinilla.  Mientras viene y va sigilosamente, con una corbata raída para connotar su progresismo intachable, se hunden los comedores escolares, se suspenden servicios de acogida, se preparan nuevos cierres de escuelas rurales y las universidades se asfixian financieramente.

La incorporación de la Escuela de Actores de Canarias, cuyas primeras actividades regulares arrancaron en los años setenta, a las enseñanzas universitarias, su reconocimiento como centro superior en 1996, constituyó una recompensa a la labor tesonera y paciente de un equipo de actores y técnicos teatrales y enmendó una carencia histórica. Han bastado menos de veinte años, sin embargo, para que de nuevo se considere a la Escuela de Actores un lujo que la sociedad canaria en general y la comunidad universitaria en particular no puede permitirse, y así se ha dictado su sentencia de muerte cobardemente: por un lado ni una explicación racional y por el otro un recorte del 50% de su presupuesto para el próximo año, un porcentaje muy superior al de cualquier otro centro, escuela o facultad universitaria del Archipiélago. Lanzar un puñal y esconder la mano. Tapiar una ventana al futuro sin haber tocado siquiera la puerta. En un breve poema Bertold Brecht dice “Conozco muchos que andan por ahí con la lista/de lo que necesitan./Aquel a quien la lista es presentada dice: es mucho./ Más aquel que la ha escrito dice: esto es lo mínimo./Pero hay quien orgullosamente muestra/su breve lista”. Profesores y alumnos, unidos, solo reivindican su derecho a aprender. Esa es su lista. Su breve y hermosa lista.

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