Retiro lo escrito

La santísima trinidad

El humorista estadounidense Louis CK publicó tiempo después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York un par de tuits. No sé si recogían un chiste suyo o lo improvisó. En el primero afirmaba que la maldad de un individuo podía medirse por el tiempo que había tardado en masturbarse después del terrible y sobrecogedor derribo de las Torres Gemelas. ¿Tres días? ¿Dos semanas? ¿Tres meses? En el segundo, inmediatamente después, confesaba cuál era su caso: “Yo lo hice entre la caída de una torre y la otra”.  En esos atentados, como se recordará, fallecieron entre las llamas y los cascotes del World Trade Center 2.977 personas. Por supuesto a CK lo pusieron a parir. Cientos de estúpidos intentaron que le retirara su cuenta en Twitter y lo tacharon de delincuente. Perdió algunas actuaciones. Pero sobrevivió y también encontró el apoyo de muchos miles de seguidores. Lo suyo era un chiste, una observación cómica, una broma. El objeto del chiste no eran, obviamente, los cadáveres de miles de compatriotas destruido por la barbarie terrorista, sino precisamente la estupidez y la miseria humana, y el contraste entre algo personal y a su manera ridículo con un  acontecimiento tan aterrador.

La gente, por lo general, es muy bruta porque quiere serlo. No está dispuesto a conceder al humor, a la ironía o al sarcasmo más espacio que el que consagran sus propias carcajadas. Si no es así, si no responden a tus puñeteros códigos, si te atreves a pisar el jardín de sus prejuicios, el soleado porche de su ignorancia, se lo toman como un ultraje. En su espectáculo más reciente, Ricky Gervais lee un tuit que le ha mandado un hater: “Te creerás muy gracioso, basura, pero no eres más gracioso que un pedo que suena en el funeral de un niño de cinco años”. A Gervais se le ilumina la cara. “¿Y este tipo cree que me está insultando. Si me parece una imagen maravillosa. El pequeño ataúd ahí, en el altar, y de repente suena un pedo suave, largo…Maravilloso”. La gente no se ríe demasiado. Al humorista le da un poco igual y la gente se ríe más. Al final aplauden. Una cita más, que al personal le jode que tengas citas a mano, no como ellos, que solo tienen a su abuela con alzheimer como fuente de sabiduría y distracción: la gran humorista australiana Hannadh Gadsby contando en su monólogo Nanette – una auténtica obra de arte – como un chico la confundió con otro chico y estuvo a punto de romperle la cabeza cuando la descubrió intentado ligar con su novia. “Ah, perdona, creí que eras un tío, no, joder, creí que eras un tío, pero veo que solo eres una tía fea y gorda”. Risas del público. Después Gadsby cuenta la paliza que le propinó esa mala bestia.

Lo peor llega, por supuesto, cuando no los hijos de la ira, los justicieros de la necedad consensuada,  no entienden absolutamente nada de lo que has escrito, como el espectador de Nanett va descubriendo su ignorancia a medida que avanza el espectáculo. Hace un par de días, en Twitter, una mujer contaba que su padre había muerto con la camisa del CD Tenerife puesta y firmada por todos los jugadores. Soñaba con el ascenso. Me impresionó el relato y escribí que me parecía valleinclanesco. Se desató una pequeña galerna de insultos, imprecaciones, descalificaciones, injurias. Quizás hice lo peor, que fue responden a algunas de ellas. Una réplica me dejó estupefacto a pesar de que llevo bastantes años en esa red social: tenía que callar y aguantar los insultos más groseros porque “tú eres el que había empezado esta mierda”. Era imposible hacerle entender a esta turbamulta que llamar a una situación “valleinclanesca” no es insultar ni vejar a un señor recientemente difunto. Expresé mi sospecha de que los insultadores no hubieran leído a Valle Inclán. Me respondieron que era irrelevante. Es perfectamente inútil resistirse, porque la gente ha aprendido en Twitter que no tienen el deber de intentar entender al otro y en cambio tienen todo el derecho a escupirlo y humillarlo. Aquí, en Canarias; aquí, en Tenerife, hay cosas intocables y que no admiten bromas: la santísima trinidad del carnaval, el fútbol y la religión que define al chicharrerismo cabal. Los carnavales, las murgas y comparsas, el CD Tenerife  –cuando va ganando –y sus seguidores y jugadores y su directiva, la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Ni se les ocurra un chascarrillo, una broma, un repeluz. Son el espejo inmaculado de miles de idiotas que disfrutan con el insulto, con el escarnio y con su propia memez.  

 

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El carnaval y la chicharreidad

Lo terrible de los carnavales (chicharreros) son dos cosas: a) lo rigurosamente en serio que se lo toma la gente, y en especial los que participan en las fiestas desde grupos organizados, una seriedad que exaltan y ceremonializan políticos y administraciones públicas y b) el plúmbeo desarrollo de su ritual, más rígido que el de la Iglesia Católica Romana. Y ambos factores, por supuesto, están relacionados y se alimentan mutuamente. Ya carga uno en las costillas los suficientes años para recordar que los carnavales de los años setenta y buena parte de ochenta eran unas fiestas casi caseras, casi domésticas, casi intramuros, donde el objetivo básico era el bacilón, el baile, la borrachera y (más voluntariosamente) el apareamiento. Fue entonces, a finales de los ochenta, cuando el carnaval se transformó velozmente en una triunfal seña de identidad de los santacruceros. Por más que insistan cronistas entusiastas el pequeño y reducido y pobretón carnaval que se celebraba en la capital antes de la guerra civil era un bochinche casi anecdótico. Las fiestas del carnaval de Santa Cruz de Tenerife no tienen sus raíces en ritos estacionales del mundo rural ni en una burguesía ilustrada, ligeramente harta de los corsés eclesiásticos y con ganas de marcha. Se han construido a trozos empegostados, incorporando elementos y formatos de otros carnavales: las chirigotas de Cádiz se aclimataron como murgas, las comparsas fueron el resultado de una emulación escasamente plausible de los carnavales brasileños, las rondallas una aportación más o menos espeluznante de sociedades recreativas amantes de zarzueladas y otros prodigios musicales madrileños.

Este modelo combinatorio alcanzó un éxito masivo porque se ajustaba como un guante a la tenue y porosa idiosincrasia chicharrera, que carecía de una fiesta central y realmente popular en su calendario – las efemérides de la fundación de la ciudad, el 3 de mayo, nunca lo fue realmente. Una fiesta para beber y bailar y de la que se haga cargo el ayuntamiento: una perspectiva irresistible. Una demografía juvenil en el último cuarto de siglo XX hizo el resto. Y, sin embargo, lo peor llegó pronto. Los carnavales se convirtieron en el alfa y el omega de la chicharriedad.  Eran la viva imagen de la sociedad tinerfeña. Eran el Volksgeist tinerfeño a la sombra de la Farola del Mar.  Eran el más fiel y bruñido espejo de nuestro entusiasmo, nuestra creatividad, nuestra alegría de vivir, nuestro incomparable sentido del humor. Eran (ejem) los mejores carnavales del mundo. Comenzó a contratarse a famosos para cantar, bailar, dibujar el cartel anunciador, dirigir la gala de la elección de la Reina, escribir cronicones. Murgas, comparsas y rondallas se empoderaron y comenzaron a exigir recursos, se fortalecieron como marcas, se articularon como clubes de estricta observancia, entre los que no estaba ni está excluida la guerra de guerrillas. Son ellos los mayores responsables de que el carnaval haya devenido una cita autorreferencial y no evolucione, no se transforme ni por curiosidad, salga de sus marchitas costumbres y de esos espacios absolutamente previsibles: la Gala, la cabalgata y el coso, los concursos interminables solo aptos para familiares y masoquistas, el entierro de la Sardina.

No recuerdo la última vez que una murga me hizo reír. Ahora describen la perra vida que arrastramos, denuncian atrozmente el anhelo y el sufrimiento de la existencia como si tuvieran de letrista a Schopenhauer, narran sus innumerables sacrificios para salir a la calle año tras años, critican con helada severidad a los jurados. Las comparsas siguen bailando con un dominio magistral de sus cuatro pasos y las rondallas cantan cada vez mejor Soldado de Nápoles que vas a la guerra. Toda fiesta popular y cíclica se alimenta de nostalgias, es cierto. Pero es que el carnaval chicharrero es básicamente nostálgico, y de la misma manera que se muestra incapaz de reírse de sí mismo, solo encuentra su confirmación en una estereotipada fidelidad al recuerdo. Por supuesto, están los miles de pibes y pibas que bailan, beben, esnifan y fornican por las calles y plazas durante una larga y corta semana. Pero lo harían con cualquier pretexto si transforman la ciudad es una sala de fiestas al aire libre. La inmensa mayoría no saben quién fue Celia Cruz ni han cantado en su vida un cubanito.

 

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Sillones y democracia

¿Lo de la renovación de los sillones del salón de pleno del Parlamento? Sencillamente me importa un bledo. La renovación va a salir por unos 105.000 euros, pero estoy seguro que el mobiliario contratado llegará, mientras que de los cuatro millones gastados al borde de la ilegalidad para comprar mascarillas quirúrgicas durante la pandemia no veremos jamás un duro (ya está descartado, desde luego, que se reciba una puñetera mascarilla) y aquí no ha pasado ni previsiblemente pasará nada. Al personal le entusiasma inmoderadamente que los órganos de gobierno parlamentario se gasten partidas en comprar cafeteras, croquetas, agua mineral, teléfonos móviles o sillones porque son una sabrosa ocasión, sencilla y directa, para cabrearse con nuestras élites políticas. Pero los problemas de la gobernanza en Canarias, y de la política parlamentaria en particular, son otros, más graves y que, a la corta o a la larga, nos salen democráticamente y a veces económicamente más caros.

Por ejemplo, que sea un caballero, Casimiro Curbelo, quien decida quien gobierna la Comunidad autónoma. Lo decidió la pasada legislatura (y el beneficiario por CC) y lo decidió en esta (en la que lo fue el PSOE). La reforma electoral de 2018, que renovaría tantas cosas según las cursiladas técnicas más estilosas, nos ha devuelto a la etapa anterior a 1996, cuando alguno o varios de los pequeños partidos marcaban el devenir político regional. Como el señor Curbelo quería grupo parlamentario propio puso como condición poder formarlo con solo tres diputados, y se reformó instantáneamente el reglamento de la Cámara para satisfacerlo. Espero, con cierto escepticismo, que la extensa y densa lista de concesiones y regalías a Curbelo y sus mariachis se conozca algún día. Representa una anomalía democrática. Casimiro Curbelo es el elefante en el salón de plenos que nadie quiere ver pero que todos anhelan acariciarle la trompa.

El uso y abuso fraudulento del reglamento parlamentario, las inexcusables dilaciones para facilitar documentación, la práctica cada vez más habitual de no responder a las preguntas de la oposición y en el mejor de los casos sustituir las respuestas por circunloquios entre cínicos y majaderos o la costumbre de utilizar el parlamento como seguro electoral a todo riesgo, simultaneando candidaturas y a veces cargos – alcaldes, presidentes de cabildo – forman parte de la patología de la política canaria, y si no obsérvese el trabajo parlamentario (prácticamente nulo) de una presidenta del cabildo y una exalcaldesa y concejal que simultanean sus responsabilidades locales con el escaño. También ocurre con alcaldes socialistas, coalicioneros y conservadores. Por supuesto esto socava la calidad parlamentaria y empobrece el debate democrático. Especialmente cuando están ahí simplemente para cobrar.  Esta práctica es  –también – una forma respetable de corrupción política y sale mucho más cara que setenta sillones nuevecitos y relucientes.

No conviene olvidar los recursos asignados a los grupos parlamentarios. Siempre se habla de los sueldos y dietas de sus señorías y muy rara vez de la morterada que se llevan los grupos parlamentarios anualmente y que asciende a muchos cientos de miles de euros. Lo más asombroso es que todavía hoy esos gastos son fiscalmente opacos. Los grupos parlamentarios no deben dar cuenta a nadie por la gestión de sus asignaciones, es decir, pueden gastar las perritas en lo que se les antoje, sin mayor preocupación o compromiso de transparencia.

 Así que no me hablen de la renovación de los sillones donde ponen sus honorables nalgas los diputados y diputadas que, por cierto, son los mismos desde finales de los años ochenta. Desde un punto de vista institucional, democrático y financiero debería preocuparnos bastante más nuestro culo que el de sus señorías. Los sillones se renuevan fácilmente: basta con firmar una factura. El sistema de la democracia parlamentaria no. 

 

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El fútbol no es inocente

Leo con estupor varios artículos y comentarios sobre el reciente derby entre el Club Deportivo Tenerife y la Unión Deportiva Las Palmas en los que, para excusar groserías, ordinarieces y tonterías de ambos bandos se invoca el espíritu deportivo, se exalta la canariedad compartida o se concluye en que, superados algunos comportamientos minoritarios con una buena pedagogía defendida en una y otra isla se disfrutará placenteramente de un partido entre ambos equipos. El fútbol (el espectáculo comercializado del fútbol profesional) sería inocente y bastaría con dejarlo en paz, con domesticar ciertos apetitos, con respetar algunas reglas básicas para que nos ofreciera (casi) lo mejor de nosotros mismos.

Pero eso, por supuesto, no son más que majaderías. El fútbol, como cualquier deporte agonista, como los llamaba Rafael Sánchez Ferlosio, es exactamente lo que vemos, ya se trate del cacareado derby canario o de los partidos entre adolescentes en el que los padres terminan armando grescas que a menudo acaban en agresiones y reyertas y la madre que los parió. Los deportes agonistas y comercializados tienen unos rasgos que sus seguidores se suelen negar a reconocer.

1.En el fútbol lo más importante, lo único importante en realidad, es ganar. La victoria es un fin en sí mismo y todo está a su servicio. Ganar no es únicamente sumar puntos. Ganar convalida una identidad, un colectivo, una visión de uno mismo; perder, por el contrario, es una suerte de deslegitimación, de empobrecimiento, de fracaso (a menudo infamante) que dice algo oscuro de nosotros mismos. No es la bondad la que te lleva a triunfar, es el triunfo el que te hace bueno. Incluso los que encuentran atractivos estéticos en el fútbol tendrán que convenir que su función no es otra que hermosear la victoria o convertir la derrota en algo aún más patético. El equipo que juega bellamente – por decirlo así – pero que no gana partidos no interesa a nadie. En realidad jugar bellamente es –de nuevo – ganar y solo ganar.

2. El fútbol (y todo el deporte espectacularizado) es básicamente un negocio que mueve miles y miles de millones de euros en el mundo y que se basa sórdidamente en el amor terruñero, localista o nacionalista a un símbolo con patas: una manipulación emocional indigna. Es como si se enfrentaran equipos y seguidores de Cocacola contra seguidores y equipos de Pepsicola, y ambos bandos creyeran firmemente en que Coca y Pepsi formaran parte de su identidad, de su acervo simbólico, de un código colectivo que los expresa y vivifica. Las pretensiones del CD Tenerife y de la UD Las Palmas – sociedades mercantiles cuyas acciones están concentradas en muy pocas manos — de representar a Tenerife o Gran Canaria representan una engañifa ridícula que es asumida como una obviedad.

3.El fútbol es igualmente una ideología de Estado (o de comunidad autonómica) que es utilizado por los poderes públicos como engrudo para cohesionar no un territorio, sino su propia propaganda, su propia legitimación. Por eso lo financia generosamente – nuestros macaronésicos equipos lo saben y disfrutan muy bien – y remojan sus patas con entusiasmo en el barreño sentimental de las competiciones. El fútbol agonista es imprescindible para el Estado, que colabora y negocia con los grandes equipos, plataformas y productoras de televisión y mantiene el negocio vivo y bollante. El deporte es un bien simbólico y un artefacto de manipulación política a la que ningún gobierno o gobernito quiere renunciar. Y el fútbol es también el plácido y deslumbrador escondite para blanquear figuras empresariales de pesadilla y enlaberintadas en procesos judiciales de las que nadie dice una palabra. Ni en Gran Canaria ni en Tenerife. Ni en la derrota ni en la victoria. Benditos sean.  

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Patria

La patria no es el mundo, la patria no es Europa, la patria aun no es esto o quizás no lo sea jamás, estés bajo el sol o a la sombra, porque el almendro se secó cuando muy cerca inauguraron un complejo turístico perfectamente respetuoso con el medio ambiente, o quizás nunca sea otra cosa que un amuleto de recuerdos reunidos por una cuerda cada vez más tensa y más gastada, la primera vez que se divisa el Teide en el horizonte del mar mientras el barco se acerca a este exilio con las mejores temperaturas del mundo, esta cárcel luminosa bendecida por los alisios que se cuelan entre los barrotes, y el asombro de las olas cuando te seguían de niño en la playa para retirarse y volver de nuevo, como ocurrió después mientras las mirabas muertas de risa creyéndote eterno, el mar amigo y enemigo, el mar próximo pero inconquistable, el mar que sobrevive en los charcos y que lleva impreso en su destierro el ser la pura soledad de nadie, el resumen de todas nuestras soledades — las islas son una forma de estar solos —  y esa manera de reírse de uno mismo para subterráneamente reírse de los demás, al revés de lo que ocurre con la gente honrada y las comunidades más o menos sanas, y lo bien que sabe atardecer aquí el día después de practicar en Oriente y en África el sol sabe ponerse como en ningún sitio, los primeros y últimos besos, un timple que ya es del Colorao o de José Antonio Ramos para siempre, Santa Cruz intentando salir desesperadamente de sí misma por las laderas de Anaga, Luis Feria suicidándose tragando bandejas y bandejas de dulces, las noches de los años ochenta en el kiosko La Paz ay, qué patsa, la madrugada en que la vida dejó de ser una esperanza ilimitada, la lluvia mezquina y ruin de los inviernos paralíticos, las pieles oscuras y doradas, el sabor explosivo de peces y lapas, no, yo creo evidente que no sé lo que es la patria.

Pero quizás sepa lo que no es la patria. La patria no es un paraíso que necesita cancerberos, la patria no es un acento poco o mucho neutral, no es una región ultraperiférica, no es un régimen económico y fiscal y ni siquiera un estatuto de autonomía. La patria no es un destino, ni una inspiración, ni una teolología, ni una forma de ser feliz con legítimos propietarios, ni un altar para sacrificar diferencias, ni un estilo de redención, ni una orden que  hay que cumplir pese a quien pese, ni un código sentimental ni unas tablas de la ley que alguien bienaventurado bajará de las montañas sagradas, ni una colección de momias, ni una romería ni unos carnavales, ni siquiera un sueño o una pesadilla, un camino o un acertijo, una verdad a medias o una mentira para sobrevivir. La patria no es eso, o quizás lo sea, pero yo no puedo defenderlo, argumentarlo, priorizarlo en una vida individual o colectiva, tomarlo como un juramento o un destino. La patria no puede ser una abstracción que se lanza a la cabeza o al corazón del otro como un dardo lleno de venenoso amor o de venganza infecta.

En cambio, como aquel otro poeta nacido al otro lado del mar yo, que no amo a mi patria, creo que mataría, creo incluso que ya he matado y me han matado más de una vez, creo que daría la vida y la sigo dando, por una docena de lugares de estas islas, por algunas personas que me han convertido en una persona, por puertos, por bosques, por playas de arena y de callao, por una ciudad deshecha y sin entrañas, por algunos poetas, algún músico, cuatro  cinco pintores, o por José Murphy, muerto de asco por pura decencia y por decoro agusanado en un pueblo mejicano sin un átomo de piedad o de agradecimiento de sus compatriotas, por algunos barrancos que van a dar a la mar, por el mismo mar de todos los veranos, por tu rostro en la batalla, por un cielo azul perfecto que nos resucita a diario, por el viento salobre o montuno que ahora entra en esta habitación y tira, merecidamente, algunas hojas llenas de garabatos al suelo.

Canarias,  cuanto amor para algo que me gusta tan poco.

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