Retiro lo escrito

Ahorrarnos la vergüenza

Siempre sospeché que si el Festival de Música de Canarias se consiguió transformar, desde su fundación a mediados de la década ochenta, en el único proyecto cultural que ha conseguido sobrevivir en esta malhadada autonomía es porque estuvo a cargo durante casi sus primeros veinte años del singular talento y el sólido gusto de Rafael Nebot. Ciertamente Nebot, amigo íntimo de Jerónimo Saavedra, terminó ejerciendo una suerte de mandarinazgo incontestable y un tanto agorafóbico, pero créanme ustedes,  sin ese aislamiento, sin el temor que infundía  una personalidad como la de Nebot y el respeto que producían la solvencia de su criterio y sus dotes organizativas, sin el espléndido aislamiento que vivió el Festival de Música durante esa prolongada y fructífera etapa,  en fin, el producto no hubiera madurado y, muy probablemente, no hubiera siquiera sobrevivido. Recuerden ustedes los ilustrísimos pelafustanes, malas bestias unguladas y sordos irremediables que –con excepciones – pulularon por la política cultural canaria en esos veinte años y llegarán a la misma conclusión.
Pero se marchó Nebot y a los tres años estalló este cambio de modelo económico y de relaciones políticas y laborales que llamamos tramposamente crisis, y los sucesivos gobiernos autonómicos, todos comandados por presidentes coalicioneros,  no entendieron jamás que el Festival de Música de Canarias es (debe ser) un objetivo político de máximo nivel, no un problema financiero que hay que soportar como una cruz presupuestaria año tras año. A pesar de una tímida probatura con Telefónica, no se consiguió encontrar patrocinadores privados estables, y si no se consiguió, fue, sencillamente, porque no se intentó de veras: consejeros, viceconsejeros, directores generales, asesores y asimilados bailaban la danza de la lluvia cuando el presidente del Gobierno llamaba desesperadamente a alguna gran organización empresarial para solicitarle el compromiso de algunos cuartos. Siempre se ha dicho que el Festival de Música de Canarias era muy caro, pero muchísimo más oneroso resulta, en términos de economía social, mantener todo ese divertido montaje que se llama Cultura en Red. Lo peor no es que cada año se recortara el presupuesto del Festival de Música; lo peor que es cada vez se ponía al frente del proyecto a alguien con más discutibles credenciales profesionales y culturales, hasta llegar al día de hoy, en el que el actual coordinador  del Festival de Música — en cuya designación participó activamente David de la Hoz, musicólogo que en sus ratos libres ejerce como secretario general de CC de Lanzarote — propone incorporar a las orquestas municipales al programa y dejarse de tanto Mozart, Beethoven, Wagner o Berg, que aquí en la tierra hay mucho talento entre el mojo y la morera. Antes de que este sujeto, pisoteando la indiferencia de la consejera de Turismo y Cultura – ah, qué gran ocurrencia, y cómo se nota en esta feliz coyuntura – y de todo el Gobierno, arrastre al festival a una caricatura vergonzosa de sí mismo, es preferible que lo cierren. Han tardado lo suyo en arruinar el Festival, pero al fin lo han conseguido, y el penúltimo  oligofrénico recomendado por el último político recomendable nos arrancará a todos las orejas y las llevará en el cinturón como el melómano caníbal que dice ser. Por favor, chapen este mezquino despropósito de una vez por todas. Ahórrennos la vergüenza.

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Dejar las viejas trincheras

Un amigo, extrañado, me llama para preguntarme como no escribí nada sobre el aniversario – unos redondos ochenta años – del golpe de Estado y el estallido de la Guerra Civil y le contesté que la culpa la tenía el buen tiempo. No, no es que el calor te devuelva a la feliz condición de ágrafo. Sucede que en las vísperas, durante unos segundos, recordé el aniversario inminente mientras veía a mis hijas jugar en la playa e inevitablemente lo pensé. Pensé que esa guerra, definitivamente, ya no era su guerra. Que todavía pudo serlo minúsculamente la mía, porque la sufrieron – en mi caso la perdieron – mis abuelos y bisabuelos pero, de ellas, bajo el feliz sol del verano y riendo mientras chapoteaban,  para siempre y jamás no. Que urge dejar viejas trincheras imaginarias y ocupar las nuevas. Seguir viviendo una guerra como propia ochenta años después – por mucho o poco que se haya perdido en ella – es una imbecilidad intelectual y moral.  Es apenas una maloliente nostalgia por el horror del exterminio o una excusa ideológica para practicar el resentimiento. No es nada más.

Y, sin embargo, desde hace algunos años, el golpe militar y la Guerra Civil son festejados todos los julios por algunas izquierdas que no se resignan a prescindir del antifranquismo como una de sus señas de identidad. Es extremadamente curioso. Han transcurrido cuarenta años desde la muerte de Franco – más tiempo que el duró su dictadura – y todavía algunos ciudadanos de izquierdas y organizaciones políticas siguen actuando como activistas antifranquistas, vale decir, como cazafantasmas fascistoides. Para justificar esta carnavalada estas buenas gentes hablan y no paran de franquismo sociológico, de metamorfosis de la dictadura en una democracia vigilada, de la pervivencia de una oligarquía financiera y empresarial y otros sintagmas que funcionan únicamente como eslóganes porque no resisten una comprobación empírica. Y al mismo tiempo, por supuesto, agitan la nostalgia por una II República y glosan fotos de milicianos comunistas o anarquistas, a los que describen como “luchadores por la democracia”. En absoluto luchaban por la democracia republicana. Luchaban por la revolución socialista o anarquista y el régimen republicano se les antojaba un medio, no un fin, hacia una rápida e implacable transformación social.  En la España de julio de 1936 los defensores de una república moderna y reformista basada en una democracia parlamentaria se reducían a una minoría casi insignificante. Optar ahora mismo por la república exigiría una revisión crítica de la república que presidieron  Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña.

No estaría más que alguien estudiara este tan zoquete revival del guerracivilismo que perturba las entendederas de muchos miles de ciudadanos españoles.

Sacudí la cabeza. Las niñas me llamaron, riendo y saltando, y me lancé al mar, el hogar líquido de todos los recuerdos, de todos los olvidos.

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Qué querrán

Es una anécdota que he escuchado en muchos sitios, yo la oí por primera vez en boca de Gilberto Alemán, que me definió una vez el insularismo como “un delito de lesa patria canaria” o algo así. A principios de los años cincuenta dos chicharreros bajaban en el viejo tranvía a Santa Cruz y en el horizonte se dibujó, nítida, la silueta de la isla de Gran Canaria, y uno de los amigos le dijo al otro: “Carmelo, que clarita se ve hoy Gran Canaria”, y el otro, frunciendo el ceño, declaró: “Sí. Qué querrán”. Si confío en que el insularismo ya no forma parte de la dinámica real de la vida pública de Canarias, y ha quedado reducido a un (peligroso) recurso propagandístico de partidos y líderes, es porque hoy no escucho en el tranvía conversaciones tan ocurrentes como esa, y porque para miles de adolescentes y jóvenes Gran Canaria (o Tenerife) es una prolongación de su propia isla, de sus experiencias y sus expectativas vitales.
El insularismo tienen su explicación histórica, como el cáncer tiene su explicación médica, pero es una patología política sumamente dañina y sus restos incandescentes contribuyen aun a dificultar la construcción de una comunidad unitaria con capacidad para dedicarse enteramente a sus problemas estructurales: su modelo de desarrollo y conexión en un mundo globalizado, ferozmente competitivo y en mutación continua; su declinante productividad y escasa cualificación profesional; su altísimo desempleo, la rampante desigualdad social, su insuficiente (y deficiente) sistema de servicios públicos y la baja calidad de su democracia. “La ideología dominante”, escribió Marx, “es la ideología de la clase dominante”, y este aserto se cumple escrupulosamente con el insularismo, ideología de combate entre las oligarquías tinerfeñas y grancanarias durante más de siglo y medio que terminó contaminando con sus ridículas miasmas hasta a las clases más humildes, especialmente en la isla occidental. El insularismo no deja de ser una manifestación doctrinal (y una estrategia política en su momento) de la tesis del enemigo exterior. Si algo marcha mal – advertía el bloque de poder isleño en uno u otro territorio — la culpa es de los de fuera. Que los de fuera sean zarrapastrosos como yo que viven a cien kilómetros de la costa no tenía apenas importancia. Tenerife impedía el crecimiento de Gran Canaria. Gran Canaria amenazaba el futuro de Tenerife. En un espacio físico y mental tan diminuto – el parterre de nuestra estupidez idiosincrásica – incluso tuvimos ocasión de construir estereotipos. El grancanario era un negociante capaz de vender a su madre al mejor postor y el tinerfeño un gandul presuntuoso con ínfulas de grandeza insoportables que hablaba del Teide como si fuera producto de su esfuerzo personal.
Las élites de las islas centrales no actuaban irracionalmente desde la óptica de sus intereses a corto y medio plazo. Tal y como señala el historiador Antonio Macías “la vía de acceso al capitalismo decimonónico fue la isla, no el Archipiélago; de ahí que las élites insulares rivalizaran por el control de los recursos externos que podían maximizar sus estrategias productivas, y de ahí que no fraguara un movimiento nacionalista potente en este periodo histórico”.  Para la captación de recursos externos devenía imprescindible la capitalidad, y más tarde, la provincia propia, es decir, el control de la administración local, la vía para un diálogo autónomo con Madrid,  una palanca política y burocrática para la presión, la influencia y la innovación, y en eso se volcó el bloque de poder de Gran Canaria, mucho más lúcido, proactivo y ambicioso que el tinerfeño durante la Restauración canovista, y que tuvo además un inteligente paladín en la figura de  Fernando León y Castillo. Después de un breve periodo de distensión  signado por la Ley de Cabildos de 1912 se recrudeció la batalla política y periodística hasta que un decreto de Primo de Rivera vino a crear la provincia de Las Palmas en 1927. Después de la guerra civil, el insularismo quedó congelado durante los casi cuarenta años de dictadura franquista, pero las fiebres pleitistas arreciaron de nuevo en la creación de la Comunidad autonómica. El insularismo redivivo fue el caldo de cultivo de las Agrupaciones Independientes de Canarias y sin duda influyó notablemente en que se eligiera como circunscripción electoral la isla y no la provincia.  El último episodio embadurnado de insularismo fue la reclamación de un nuevo colegio universitario residenciado en Las Palmas de Gran Canaria en 1989.
El insularismo como praxis política no puede prosperar en la Comunidad autonómica: el partido que lo practique tenderá a suicidarse en el plazo de pocas legislaturas.  Pero el insularismo sigue funcionando como mecanismo propagandístico y como método de descalificación política. Cuando Carlos Alonso o Antonio Morales adoptan posturas insularistas están dedicándole carantoñas a su parroquia, sin prejuicio de que lleven encriptadas mensajes a sus socios de coalición, sus superiores jerárquicos o sus propias ambiciones. Alonso lo emplea sobre todo para coagular su liderazgo todavía demasiado líquido y Morales busca a la vez ser el supremo defensor de Gran Canaria y el guardián de las esencias de la izquierda frente a un Gobierno autonómico que, pese a la presencia socialdemócrata, considera básicamente conservador.  Por ese camino, por supuesto, se corren riesgos innecesarios. Alonso puede juguetear con la estabilidad del Ejecutivo regional. Morales y sus compañeros de partida hablar del Cabildo de Gran Canaria como un “contrapoder” frente a las instituciones controladas por “la vieja política reaccionaria y enemiga del cambio”. Pero los cabildos no son instrumentos de contrapoder, sino instituciones de la Comunidad autonómica, y pervertir su naturaleza política y administrativa a favor de un proyecto político concreto supone todo un aldabonazo antidemocrático.
El pleitismo es, en definitiva, un viejo y reconocible fantasma que todavía nos visita cuando arrecia una crisis, fracasa la voluntad de diálogo o se busca fidelizar electoralmente a los tuyos o conseguir titulares martirológicos. El mismo Fernando Clavijo es acusado de insularista porque “enfrenta a las islas menores con las mayores”. Es difícil entender en qué puede beneficiar a Clavijo y a Coalición tan maquiavélico designo dentro o fuera de las urnas.  Todo el que llega al glorioso matadero de la Presidencia del Gobierno sabe que su supervivencia política pasa por la multiplicación infinita y agotadora de equilibrios y los dirigentes de CC son agudamente conscientes de que su debilidad político-electoral en Gran Canaria es el principal problema para la continuidad en el poder del proyecto nacionalista y que esa debilidad no puede ser sustituida por nada. En todo   caso, cada vez que veo a responsables políticos mostrarse como desaforadas víctima del recalcitrante insularismo ajeno siempre pienso lo mismo: “¿Qué querrán?”.

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Se acabó el tiempo

El suspiro de alivio en las huestes de Coalición Canaria cuando en la noche del pasado domingo constataron que habían salvado el escaño en el Congreso de los Diputados estuvo más que justificado. Los coalicioneros –especialmente en Tenerife – echaron los restos y, en contra de lo ocurrido en diciembre, la organización se movilizó. Pero les convendría no eternizar el resuello de satisfacción. Sí, fue meritorio conservar el acta, y Ana Oramas se exprimió a sí misma como una mandarina a media mañana, mientras por primera vez en muchísimos años se podían escuchar y leer invocaciones para que no se votase a Coalición Canaria (no para que se votara a Podemos, sino para que no se votara a CC) con una suave fragancia fascistoide. Y aun así, globalmente, se perdieron sufragios respecto a los anteriores comicios, y la gran mayoría de los votantes fueron ciudadanos de más de 50 años de zonas suburbiales y rurales. Así no se ganan elecciones, ni se consiguen amplias mayorías, ni se puede vertebrar políticamente la sociedad isleña. Si CC – y en particular sus dirigentes y cargos públicos – no son capaces de emprender un verdadero proceso de cambio interno, reformas normativas y democratización de sus estructuras y procesos de participación el futuro es bastante lóbrego para el exitoso experimento que se puso en marcha en un cada vez más lejano 1993.  Para los coalicioneros es una prioridad cargada de emergencias legitimarse políticamente como una fuerza política dotada de democracia interna y de una estrategia de desarrollo para el país, una fuerza política urbana y moderna, capaz de acoplarse a las demandas específicas de las grandes ciudades y de interesar electoralmente a las clases medias urbanas, a jóvenes y mujeres, a profesionales y emprendedores.
Pero, sorprendentemente, pasan las semanas y los meses y nadie sabe aun cuándo se celebrará finalmente el Congreso Nacional de CC ni se percibe el atisbo más modesto de debate precongresual. No se oye una sílaba respecto a propuestas, iniciativas, diagnósticos ni absolutamente nada. De hecho, la actual comisión ejecutiva nacional de CC está amortizada desde hace un año y si se reúne desde el verano pasado debe ser en las bodas, bautizos o comuniones de sus integrantes y familiares. El secretario general del partido sigue siendo José Miguel Barragán, y debe ser el único secretario general del Hemisferio Occidental que al mismo tiempo es viceconsejero – un cargo de segundo nivel– del Gobierno autonómico. Resulta todo muy loco y ligeramente esperpéntico, como ha sido siempre el jardín del Bien y del Mal coalicionero donde la serpiente ha llegado a ser, en alguna ocasión, el director del zoológico. Pero ya no queda prácticamente tiempo. O se renuevan ideas y relatos y se democratiza ese complejo puzzle de siete piezas, acabando con liderazgos vetustos y con la cultura de la cooptación y la subordinación de la sufrida militancia o CC pasará a vivir, encastillada en una perplejidad numantina,  una corta y veloz agonía.

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Tocar el cielo

Asistí a uno de los últimos mítines de campaña de Podemos en Santa Cruz de Tenerife. En realidad quien se empeñó en asistir al mismo fue mi entrañable piedra renal. Otros pasean a sus perros por los parques y plazas, yo, en cambio, paseo a mi piedra, que es mucho más indomable y autónoma y canalla que cualquier chucho. Caía un sol de justicia implacable, un sol Victoria Rosell,  y mientras me despatarraba en un banco la piedra susurró:
–¿No lo escuchas? Son los del mitin. El mitin de Podemos. Vamos a acercarnos, están a dos pasos.
–De eso nada. Me he leído las tesis doctorales de Pablo Iglesias y de Iñigo Errejón y ví la entrevista que le hicieron a Jorge Verstrynge en La Tuerka. Ya tengo bastante.
La piedra sonrió y sufrí un retortijón, así que acepté sus órdenes. Allá abajo, en efecto, habían montado varios templetes blancos adornados con globitos morados. Se habían dispuesto apenas medio centenar de sillas, una inequívoca evidencia de escasa confianza en el poder de convocatoria del partido. Supuestamente, y para demostrar lo diferentes que eran de los demás, el mitin incluía como actividades complementarias talleres de juegos y chorradas varias a las que nadie prestaba atención. Cuando llegamos terminaba su intervención Juan Carlos Monedero. El genio del chaleco es, sobre el escenario, un cruce electrizante entre James Dean y Estrellita Castro. Como cualquier estrella del cabaret sabe que la condición previa para gustar al público es gustarse a sí mismo y Monedero se gusta con locura, y ni siquiera intenta disimularlo. Antes había consultado la wikipedia y confirmado con sus compañeros canarios que introducir palabros como guanches y caciques sería un éxito, y así lo hizo. Fue aplaudido, pero no precisamente hasta el frenesí. Tomó asiento y se pasó el resto del mitin intentando localizar cualquier cámara entre el público y sonriendo cuando la encontraba. La siguiente oradora, Mery Pitta, estuvo mejor.
–¡Esos políticos enriquecidos y corruptos, esos políticos vestidos de Armani, que nos han robado el trabajo, que nos han robado nuestras casas, que nos han robado el futuro de nuestros hijos, que nos han robado la sanidad y la educación públicas, que nos han robado la ilusión de vivir, que nos quieren robar todo, todo, todo, y a los que, compañeros y compañeras, tenemos que echar, tenemos que echarlos para siempre, tenemos que quemarlos en las hogueras de San Juan…!
La piedra estaba exultante y me preguntó mi opinión. Le dije que, modestamente, no conocía a ningún político canario que se vistiera en Armani y que el PP se me antojaba más ignífugo que lo que sospechaba la señora Pitta que, de todas maneras, se refería a cualquier partido que no fuera el suyo. Un día antes, en La Laguna, había contemplado un mitin del Partido Comunista del Pueblo Canario, con dos únicos militantes como oradores y público simultáneamente, y ambos empleaban la misma retórica, las mismas maldiciones, las mismas profecías, y en un momento concreto uno de los pibitos gritó:
–¡Y no hagan caso a los de Podemos, que repiten lo mismo que nosotros, pero no se lo creen!
Y tenía razón en su triste soledad marxistal-leninista despoblada de megáfonos y escaños y sonrisas.

Cerró el acto Alberto el Largo, que es de Ofra, como lo era Ángel Llanos. De vez en cuando Ofra castiga al resto de Santa Cruz – y a Canarias – con una saña incomprensible. Alberto el Largo sonrió y proclamó:
–¡Vamos a ganar! ¡Lo vemos, los sentimos, lo sabemos!
Setenta diputados y un millón de votos menos. Lo que se dice un pequeño margen de error. Y no obstante – hasta la piedra está de acuerdo – Alberto seguirá siendo un icono durante algún tiempo. Es lo más cerca que llegará a estar Podemos de tocar el cielo.

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