Retiro lo escrito

La alegría de Pedro Zerolo

Lo fascinante en Pedro Zerolo – porque disponía de un carisma envolvente, un carisma próximo y nada espectacular que se nutría del fuego de una alegría interior– fue siempre, junto a su empeño por ser todo lo libre que se pudiera, un empeño al que se atreven pocos hombres y mujeres, su innegable astucia política. Pedro Zerolo es una de las mejores cosas que le han ocurrido al PSOE en los últimos veinte años, pero hace veinte años el PSOE – como la sociedad española – no era exactamente el de hoy.  Hace veinte años en el PSOE Pedro Zerolo era una relativa rareza ocupada en un espacio con el que el partido se identificaba nominalmente, pero que apenas se atrevía a deletrear en los discursos oficiales y en los programas políticos: la lucha por la igualdad de derechos y por la tolerancia activa de gais, lesbianas, transexuales y bisexuales, de cuya coordinadora estatal fue presidente entre 1998 y 2004.

A finales de los años setenta y principios de los ochenta muchos activistas sociales se incorporaron al PSOE. A mediados de los noventa ese trasvase era ya casi excepcional. Zerolo fue cocinero antes que fraile, activista social antes que político más o menos profesionalizado, y conocía perfectamente no solo el mundo asociativo del que provenía, sino las inercias, parsimonias y bloqueos propios de las estructuras de los grandes partidos políticos. Tuvo ocasión para cabrearse y renunciar a la militancia partidista. Por ejemplo, cuando Miguel Sebastián fue el elegido como candidato a la Alcaldía de Madrid para las elecciones municipales de 2007. Pero no lo hizo, aunque no ignorara que su orientación sexual era un handicap electoral según los sesudos varones (heterosexuales) de su organización. Dudo que fuera por comodidad. No lo hizo porque sabía que podía seguir siendo útil. Solo había que perseverar y seguir luchando. Tenía muy reciente su victoria: la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo en 2005. Una victoria de las libertades civiles que quizás hubiera llegado sin Zerolo y su poder de convicción y hasta engatusamiento frente a José Luis Rodríguez Zapatero. Pero sin duda hubiera llegado mucho más tarde. Supo aprovechar el momento y rentabilizar al máximo una coyuntura saltando por encima de las dudas y vacilaciones de muchos de entre sus propios compañeros. Fue una batalla fulminante y valiente en la que Pedro Zerolo se batió el cobre. Lo que supuso para la visibilización de los derechos de gays y lesbianas, para la recuperación de la dignidad de cientos de miles de personas, para la normalización de miles de parejas, para la ampliación y fortalecimiento de la tolerancia y el civismo en este país, se debe en una parte muy sustancial a Zerolo y a sus compañeros de la FELGTB  y el COGAN.

Pocas personas afortunadas consiguen en su quehacer vocacional fusionar su deseo de libertad y tolerancia personal con el derecho a la libertad y a la tolerancia de millones de sus conciudadanos. Una de las que consiguió resolver esa ecuación prodigiosa fue Pedro Zerolo. Así un hombre dedicado a la felicidad e insobornable en su dignidad consiguió la felicidad y el derecho a la dignidad de muchos otros. Cuando Pedro Zerolo afirmaba, grave y obviamente enfermo, que era profundamente feliz no mentía. Ni siquiera exageraba. Solo era – como siempre fue – irrenunciablemente él mismo.

 

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Los límites de la transparencia

La transparencia es un elemento indispensable para la operatividad democrática en la sociedad civil, en la gobernabilidad y en la gobernanza (ejercicio melancólico: encontrar un consejero del Gobierno autonómico capaz de distinguir entre gobernabilidad y gobernanza en quince minutos o en quince días). Pero si algo excita el occipucio del común de los mortales hipotecados, cuando no desempleados, es esa zona oscura en la que se desenvuelven los dirigentes políticos a la hora de pactar gobiernos y coaliciones gubernamentales. Los nuevos partidos (y singularmente Podemos) se han afanado en urdir metáforas truculentas para denunciar el reparto del poder en oscuros despachos y reservados de restaurantes postinudos. Algunas plataformas (Unidos se Puede, por ejemplo) se han apresurado en celebrar asambleas para explicarle a la gente lo que están haciendo, lo que quieren hacer y lo que no van a hacer en ningún caso, pero no es ocioso recordar que un vocero bien entrenado puede gestionar una asamblea no organizada interiormente a su antojo. Otros exigen que en toda reunión se planten cámaras de televisión y magnetófonos para registrar hasta los suspiros de los negociadores (se entiende: de los que están negociando con los suyos). No me extrañaría demasiado que terminara sugiriéndose la implantación de sensores en el corazón y el bulbo raquídeo de los participantes para medir algún conato de falsedad, mentira o culposa exageración.

Me temo que la transparencia tiene sus límites. Si una puerta de cristal es demasiado transparente no te servirá para salir al exterior, sino para romperte las narices al tropezar con ella. La transparencia es un medio, no un fin en sí misma, y puede ser prostituida por el habitual procedimiento de la descontextualización, entre otras mendacidades. Se ha acusado a Pablo Iglesias (y a Pedro Sánchez) de no comentar el sospechoso (huuum) contenido de su reciente cena en Madrid. Es una estupidez. Con toda seguridad hablaron de todo, pero resulta sumamente improbable que concretasen nada práctico. Y aunque lo hubieran hecho, ¿preferirían los militantes de Podemos o el PSOE que se descubriera una estrategia política frente al PP en el ayuntamiento de Madrid o en la Generalitat valenciana? ¿De veras que admitiríamos una grabación en vivo y en directo con nuestros jefes en las empresas, con nuestros compañeros en el bar del whisky vespertino, con la dirección de nuestros sindicatos, con nuestros propios hijos? Hay zonas de la verdad de un ser humano, una organización política o un orfeón que solo puede sobrevivir en la sombra. Una cosa es exigir con la mayor claridad los compromisos de un acuerdo programático para dirigir una corporación y otra muy distinta transmitir on line una negociación política que, por su propia naturaleza, está trufada de dudas, trampas, anfibologías, mezquindades, oportunismos, acusaciones, argumentos torticeros, tiras y aflojas donde nadie puede resplandecer como heraldo de la bondad universal. Personalmente imaginarme las peroratas de José Miguel Ruano o los juramentos ensanguinados de Julio Cruz televisados en directo me produce un pavor incontrolable. No, presenten ustedes su puñetero programa de gobierno y luego ya veremos, es decir, ya los padeceremos.

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Tarbak Haddi

El cónsul de Marruecos en Las Palmas de Gran Canaria no se ha dignado a bajar una docena de metros de escalara, y a atravesar cinco o seis metros más de acera, para dirigirse a Tarbak Haddi, una saharaui que mantiene una huelga de hambre que ya amenaza su vida. Ni ha bajado él, ni ha mandado a ningún subordinado para interesarse por la situación. Si la propaganda política marroquí contuviera un ápice de verdad – según esa misma propaganda obscena Tarbark Haddi es una ciudadana del reino de Marruecos, porque el Sáhara no existe – el señor cónsul debería demostrar una mínima diligencia. Pero Tarbark Haddi recibe la misma atención que un perro callejero. Es una estampa vomitiva que ilustra, precisamente, lo que el discurso oficial del Gobierno marroquí insiste en negar: que los servidores de Mohamed VI – autoridades políticas, funcionarios, policías y militares — tratan a los saharauis como bestias que no merecen ni una palabra, ni una mirada, ni un remoto rastro de humanidad y reconocimiento.
La exigencia de Tarbak Haddi, por supuesto, supone un escándalo. Ni siquiera pide la vida de su hijo; solicita que le sea entregada su muerte.  Que le entregan su cadáver, para ser enterrado dignamente, y que una autopsia neutral certifique las razones por las que se apagó su vida. Mohamed Lamine Haidala, apenas veinte años, fue herido en una reyerta entre saharauis y colonos marroquíes. La policía lo detuvo y pasó 48 horas en un calabozo, y de esa macabra ratonera salió directamente a un centro hospitalario, donde murió a causa de una septicemia el pasado mes de febrero. Hasta ahí lo que amablemente han comunicado las autoridades de Rabat. Pero nadie sabe dónde se encuentra el cadáver de Mohamed Lanime Haidala.  Nadie, realmente, es capaz de relatar las circunstancias de sus últimas horas. El dolor por la pérdida de un hijo es un infierno indescriptible, pura llaga viva y supurante que enciende el aire y te quema en cada suspiro, y no acaba jamás. Cuando además ignoras sus últimos momentos y no sabes cómo o quién te lo arrebató para siempre ya no eres apenas un ser humano, sino una máquina de sufrimiento incesante en medio de una oscuridad completa, irredimible. Las persianas del Consulado General de Marruecos en Las Palmas permanecen echadas.
Todo el mundo celebra (y yo el primero) que la pasión política haya regresado a este país y millones de ciudadanos reclamen en las calles y en las urnas honradez, dignidad, buen gobierno, el apuntalamiento de los servicios sociales, transparencia en la gestión, lucha contra el empobrecimiento y la desigualdad. Pero no deberíamos olvidar que la recuperación de la política no es solo una exigencia que incumbe a nuestras vidas cotidianas y a nuestras propias injusticias. Tarbak Haddi sigue esperando y deberíamos hacerla saber que, en su desolación y en su dignidad, no está sola.

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Un apoyo de clases medias

Es curioso: tanto en Las Palmas de Gran Canaria como en La Laguna – las dos ciudades en las que plataformas más o menos apoyadas, respaldadas o refrendadas por Podemos o sus socios isleños obtuvieron mejores resultados – es imposible detectar un voto de clase. Lo contrario de lo que ocurre en Madrid y, sobre todo, en Barcelona, donde se puede registrar una correlación – aunque sea imperfecta y no automática – entre los resultados obtenidos por las candidaturas de Manuela Carmena y Ada Colau y la situación social de sus votantes. La mayoría de los distritos de mayoría trabajadora y con altos índices de desempleo y exclusión social votaron por Ahora Madrid y Barcelona en Común en ambas capitales, aunque también distritos de clases medias (especialmente en el caso de Carmena) respaldaron a las plataformas.
En Las Palmas y La Laguna no ha ocurrido nada parecido. La mayoría de los votos a Las Palmas de Gran Canaria Puede (16,2 % de los sufragios emitidos) como Unidos Se Puede (un 18,5%) proceden muy mayoritariamente de distritos del centro de las respectivas ciudades, con una participación realmente modesta de la periferia territorial y social. Quizás no sea una hipótesis apresurada señalar, por lo tanto, que las plataformas de unidad de la izquierda con un mensaje regeneracionista han sido sustancialmente apoyadas por las clases medias  y que, al mismo tiempo, han sido apreciables sectores de las clases medias en Gran Canaria y Tenerife quienes han concedido los siete diputados a Podemos en el Parlamento de Canarias, con un 14,53% de los votos.
La clase media en el Archipiélago tiene un perfil particular. En primer lugar es porcentualmente menos importante que en la mayoría de las comunidades autonómicas españolas. Y. sobre todo, su origen es aplastantemente funcionarial. Estas clases medias funcionariales – con un sueldo generalmente modesto, pero seguro –son las que menos han sufrido el peso agotador y exasperante de la crisis económica y las que se han seguido beneficiando ininterrumpidamente de un conjunto de servicios sociales y asistenciales cada vez más colapsados y problemáticos, pero que aun resisten. No han perdido el empleo, no han caído en el precariado, no han padecido tampoco una inflación que afecte a sus emolumentos. Y, sin embargo, son las que apuestan por opciones de regeneración democrática por encima de la confusión, la ambigüedad, el adanismo o las contradicciones de sus ofertas programáticas. Cuando veo a los dirigentes de las coaliciones filopodemistas levantar el puño o anunciar una izquierda auroral, nueva y eterna, pienso en los auxiliares administrativos, los profesores de Enseñanzas Medias o los técnicos de Extensión Agraria a los que deben sus flamantes escaños y concejalías y comienzo a sospechar esta luna de miel sobre un horizonte carmesí no durará mucho.

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El testigo ha cambiado de manos

El discurso de la escritora Cecilia Domínguez en el acto de entrega de los Premios Canarias estuvo muy bien. Una pieza bien construida, elegantemente sencilla, con el punto justo de emotividad. Claro que ocurre algo: todo el mundo lo celebra.  Estoy convencido que líderes políticos y sindicales, el presidente y los expresidentes del Gobierno autonómico, consejeros, directores generales, dirigentes de las organizaciones empresariales, inversores de la RIC, los jueces de primera instancia y los magistrados del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, los profesores de bachillerato  y los desempleados con un diploma universitario bajo el sufrido sobaco lo compartieron, lo aplaudieron, lo refrendaron una empatía irreprimible.  Más o menos lo que se espera en esta escenografia simbólica es eso: que un representante del Espíritu — el Espíritu se encarna exclusivamente en gentes como novelistas y autores de sonetos — se levante y diga tres o cuatro cosas terriblemente críticas, y lance algunas severas advertencias, y recuerde máximas tan incuestionables (mejor dicho, tan escasamente cuestionadas) como esa tremenda, pero tremenda, que afirma que un pueblo que no tenga acceso a la cultura será un pueblo manipulado y manipulable. En fin, tras la expresión serena, pero firme, de algunas obviedades pronunciadas con anterioridad miles de veces en ceremonias similares, cae una lluvia eucarística de aplausos, se entregan los galardones y medallas y se sirven los canapés.
Sinceramente no me parece mal el discurso de Domínguez, pero lo leo y releo y me asalta una vaga pero persistente sensación de anacronismo: es un ejercicio semiótico procedente de la época en la que se suponía que la lucidez, cuando no la hiriente y dolorosa verdad, estaba en boca oracular de los poetas y escritores, que pastoreaban las palabras hasta llevarlas a un sacro lugar incontaminado de intereses espúreos, bajas pasiones, manipulaciones arteras del significado. Y eso se contradice en realidad con lo que profunda y urgentemente necesitamos para articular procesos de transformación política y social. Escribo rodeado de una biblioteca que, en su mayoría, está compuesta por libros de poesía, novelas, comedias y cuentos, soy un ejemplo escasamente empeorable de letraherido amamantado por una cultura básicamente literaria, y quizás por eso sé perfectamente que el análisis, la descripción, la comprensión y la denuncia de lo que ocurre no está en manos de poetas y escritores, sino de economistas, sociólogos, politólogos, urbanistas o psicólogos sociales, que son los que cuentan con instrumentos para interpretar (y no meramente expresar) las actuales dinámicas sociales y proporcionarlos modelos, alternativas, respuestas.  Después de más de 200 años (cuando en el siglo XVIII Voltaire inventó esa institución, el intelectual) el testigo ha cambiado de manos. Necesitamos perentoriamente en este país insular a científicos sociales que, sobre la base de metodologías rigurosas y evidencia empírica disponible, nos cuenten, que no nos canten, lo que está ocurriendo y lo que puede ocurrir, nuestros errores laberínticos y nuestras opciones razonables. Y entonces caigo en que (por supuesto) no existen Premios Canarias para las ciencias sociales.

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