No sería malo, tal vez no lo sería, leerse los libros de Mike Davis, historiador y sociólogo urbano, para comprender que nada se puede comprender sin un diagnóstico riguroso y, por supuesto, multidisciplinar. Ciudad de cuarzo, por ejemplo, o La ecología del miedo o Ciudades muertas. Entre la historiografía, la economía y la geografía urbana Davis explica la evolución de determinados espacios ciudadanos en ecosistemas urbanos degradados que terminan siendo, a la vez, la única vía de pertenecer a una ciudad que les es ajena – la ciudad como promesa de servicios, oportunidades y paz social está en un horizonte inalcanzable — y una cárcel para la autonomía de los individuos. Pero desconozco las tendencias lectoras en nuestras encantadoras Gerencias de Urbanismo, en las que puede encontrarse cualquier cosa, salvo urbanistas. Nada más abrir el servicio de Urgencias del centro médico de Añaza ha debido cerrarse precipitadamente por las salvajes agresiones que algunos desaprensivos infringieron al personal médico. Por supuesto la primera reacción de los vecinos de Añaza –y de numerosos comentaristas – es que se trata de un grupito insignificante de malas bestias en un barrio en el que representan una aplastante mayoría los ciudadanos pacíficos y honrados. Se amplía la seguridad policial en el propio centro médico y los alrededores y aquí no ha pasado nada.
Me temo que se trata de un error. Añaza no es, por supuesto, una fabela brasileña, pero convertir problemas sociales y culturales de naturaleza estructural y conjuntiva en un surtido de anécdotas chungas deviene una forma de avestrucismo, una táctica para eludir momentáneamente el problema, pero no para afrontarlo. En el Distrito Suroeste de Santa Cruz se concentran las mayores tasas de desempleo y de absentismo escolar de la capital tinerfeña – muy por encima que las que se registran en el centro – y la delincuencia violenta no es precisamente insignificante. Delincuencia no es únicamente el robo y la amenaza, sino el amedrentamiento, la destrucción de mobiliario urbano, el tráfico o menudeo de drogas ilegales, el matonismo de grupúsculos gamberros. Las autoridades públicas en las grandes ciudades canarias parecen no entender que la solución para los ecosistemas urbanos degradados y golpeados con singular saña por la crisis económica y social no pasa únicamente por abrir una ludoteca cuatro horas diarias, inaugurar una placita o poner en funcionamiento un servicio de urgencias – cuando finalmente lo hacen – ni mucho en desplegar un pequeño ejército de uniformados que garanticen una apariencia de seguridad, sino en intervenciones públicas globales, integrales y transversales, es decir, en construir y reconstruir la ciudad como comunidad de intereses operativa y con una amplia participación de la sociedad civil. El imaginario canario todavía privilegia una simbolización del campo como una bucólica maravilla perdida y una metáfora la ciudad como monstruo de hormigón y cristal desnaturalizante. Pero ya somos una isla-ciudad. Y deberíamos actuar en consecuencia. Construir ciudad no es solo preocuparse por una correcta dotación de servicios, sino articular un sistema de convivencia. Y, para empezar, es difícil material y emocionalmente convivir, sobrevivir incluso, en un hábitat con un 35% de desempleo
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