El rechazo inicial – pero repetido – sobre el proyecto en Fuerteventura se planteaba por qué ahí. Porque en una zona rústica y en una ubicación que dista apenas 440 metros del Parque Natural de las Dunas de Corralejo y de la zona de especial protección para las aves (ZEPA). Luego se conoció el precio: 50 céntimos por metro cuadrado fue lo que le cobró RIU a Dreamland Estudios, cuyo administrador mercantil es el señor José Antonio Newport. En la tierra de los sueños caben estudios de cine, museos, centro comercial, bares y restaurantes, aunque el núcleo de este horror será un parque temático, sobre qué tema se desconoce todavía. Una vez que esté en pleno funcionamiento, el consumo de agua estará próximo a los 700.000 litros diarios, por no hablar de la energía eléctrica operativamente imprescindible. A finales de esta década los promotores – básicamente el grupo inmobiliario Newport – pretenden recibir anualmente medio millón de turistas. Porque, obviamente, esa es la clave. Los responsables del invento han utilizado más bien chocarreramente lo de “estudios de producción y posproducción de cine” como maquillaje para justificar la “declaración de interés insular” que pidieron y exigieron al muy minoritario presidente del Cabildo majorero, Sergio Lloret. Newport – que magnífico nombre para una novela criminal de Agatha Christie- intenta vender que su proyecto significará una aportación relevante a la diversificación de la economía de Fuerteventura, pero es la misma cacharrería de siempre para captar el mayor número de turistas disponibles. Claro que siempre caben consuelos. Los señores de Dreamland piensan levantarle 50 euros a cada turista extranjero o peninsular en concepto de entrada, pero a nosotros, los indígenas, nos la dejaría generosamente a 37 euros.
Dentro de cinco meses se celebrarán elecciones autonómicas y locales. Los partidos políticos no lo harán de motu propio, pero se debe introducir en la agenda electoral una aclaración terminante sobre los límites de crecimiento turístico, la búsqueda de la excelencia en el negocio y la dirección de estrategias bien definidas – y necesariamente transversales y en colaboración sistemática con la sociedad civil — para poner las mejores condiciones y alicientes a una auténtica diversificación económica de Canarias. En realidad la siempre cacareada diversificación económica solo puede ser el producto, y no la condición general, de un conjunto de reformas políticas, administrativas, educativas y empresariales en Canarias. Las organizaciones políticas deben llegar a un compromiso explícito. ¿Se apoyan proyectos como Cuna del Alma en Adeje o Dreamland en Corralejo? ¿De veras que se permitirá destruir el barranco de Arguineguín y toda su belleza y biodiversidad por un proyecto técnicamente obsoleto, caro, riesgoso y puesto a disposición de una multinacional como el salto de Chira? ¿O prefieren votar a favor o votar en contra en los ayuntamientos para que luego los máximos dirigentes de sus partidos guarden silencio o incluso digan lo contrario?
Ya no se trata de ecologismo, sino del más elemental sentido común medioambientalista, y de desterrar ya esas sórdidas intervenciones empresariales en el espacio público y su acre perfume corleonesco. Se trata, en el fondo, de reclamar un comportamiento escrupulosamente democrático que atienda a los intereses generales y cumpla y haga cumplir la ley. Se trata, en definitiva, que un proyecto como Dreamland es una antigualla del pasado turístico más extractivo y resulta tan intolerable como un presidente del Cabildo que se niega a dimitir aunque solo cuente con el apoyo de un consejero y que tiene un rostro lo suficientemente marmóleo como para decir que con un equipo de gobierno compuesto por dos personas “superaremos la velocidad de crucero que teníamos los meses pasados”. Dimita de una vez, Lloret. Si no por vergüenza, hágalo por sentido del ridículo.