Como propone irónicamente un amigo, deberíamos repetir como una salve cada cuarto de hora: “el franquismo fue malo”. Y vaya que si lo fue. Una pena que dejáramos escapar vivo a Franco antes de que subiera al Dragon Rapide — quizás los canarios deberíamos pedir excusas solemnemente por esta fatal negligencia – pero así ocurrieron las cosas. Ya he perdido la cuenta de las veces en las que un grupo parlamentario presenta en las Cortes una moción para que la dictadura franquista sea condenada. Ya es un clásico, como reponer Verano Azul cuando llega la canícula (Franco como un Chanquete abducido por el lado oscuro de la fuerza bruta: qué ideaca para un tweet de Felipe Alcaraz). Ayer alguien lo volvió hacer con la pretensión suplementaria de instituir una festividad oficial de reprobación del franquismo que se celebraría anualmente. No se adelantaron contenidos específicos, pero el Día Contra Franco (a ser posible siempre un viernes) debería contemplar la abstinencia del lacón con grelos, el rasurado obligatorio de los bigotes pequeños y el sacrificio de una cabra como severo recordatorio del ominoso papel de la Legíón española en el golpe de Estado y la represión posterior.
El PP votó en contra y Unión, Progreso y Democracia se abstuvo y en las redes sociales comenzó a caer una densa lluvia de denuestos y fulminaciones por no condenar al franquismo, cuando lo que habían hecho ambos partidos es no apoyar una moción concreta de condena contra la dictadura de Francisco Franco. Ciertamente el PP no se ha lucido demasiado en este asunto y no lo ha hecho para no irritar a parte de su parroquia: entre un 15% y un 20% de sus electores guardan un buen concepto del franquismo. Pero ya en noviembre de 2002 el PP votó a favor de una moción de condena tajante a la dictadura que la izquierda parlamentaria consideró entonces como “un acontecimiento histórico”. En el fondo la mayoría de estas condenas rituales del franquismo no significan una mirada crítica al pasado, sino una descalificación, a veces explícita, de la actual democracia constitucional, que es caricaturizada como una gigantesca e ignominiosa farsa. A veces creo, sinceramente, que muchos de estos historiadores sobrevenidos suscribirían lo mismo que le dijo un anciano pero siempre provocador José Bergamín a Fernando Savater: “Desengáñate, hace falta otra guerra civil, otra guerra civil en la que ganemos los buenos”.
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