En una pared, cerca del parque La Granja, sobrevive desde hace años una pintada muy apodíctica: La cultura es libertad. Cada vez que la veo me siento entre conmovido y alarmado. Imagino a su autor, en las solitarias horas de la madrugada, afanándose en inmortalizar su mensaje antes de que lo descubra un vecino insomne o comiencen a ladrar los perros, pobres bestezuelas iletradas, de un patio cercano. Y al mismo tiempo anoto por enésima vez cómo la expresión cultura irradia una potente luz cegadora que la convierte en el santo y seña de cualquier bienaventuranza. Lo malo es que la pintada no incluye una nota a pie de página para explicar el concepto de cultura al que alude ¿Un conjunto de valores, una urdimbre de esquemas rituales, un banco de conocimientos, el florilegio de lo más granado de la creatividad artística que han ofrecido los siglos, los descubrimientos y las teorías científicas desde Galileo a Stephen Hawking, la gastronomía de La Gomera, con ese producto cultural insuperable, el almagrote, para untar y no parar? No sigan preguntando, porque el grafitero hace años que terminó su obra. La cultura del grafiti es rápida, lacónica y efímera.
Cultura son los versos de Virgilio, pero la guerra es también (entre otras cosas) un fenómeno cultural. No acabo de entender esa conclusión del Grupo de Neuropsicología de la Universidad de La Laguna “mantenerse activo culturalmente influye positivamente sobre la memoria, la orientación, el lenguaje y otras funciones cognitivas, ayudando a prevenir los efectos de las patologías neurodegenerativas sobre nuestro cerebro”. Para terminar de ser franco, las observaciones del equipo de neuropsicólogos me han intranquilizado mucho. La expresión “mantenerse activo culturalmente” se me antoja más una amenaza que una esperanza. ¿Habrá que visitar todas las semanas, con ochenta años a las espaldas, las exposiciones infumables del Círculo de Bellas Artes o el Ateneo de La Laguna? ¿Hacerse tres o cuatro conferencias mensuales para conservar la memoria, como quien se hace tres o cuatro largos en la piscina todos los días, con doble mención de honor si el conferenciante es Juan Manuel García Ramos? ¿Terminar de leerse las obras completas de Xavier Zubiri – y cuando acabes, empezar de nuevo — para no olvidar donde puso uno las gafas? ¿Escuchar a la Sinfónica de Tenerife interpretar a Brahms para eludir un infarto cerebral? ¿Qué es mantenerse culturalmente activo? ¿Comenzar a practicar la escultura cuando te jubiles? Reconozcamos que es un programa un poco agobiante. A los noventa años le preguntaron a Sánchez Albornoz qué tal estaba: “¿No lo ve? Soy una ruina. Me duele todo. Y oiga qué voz de maricón se me ha puesto”. Yo no se lo hubiera discutido.
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