La niña que cumplía años llevaba semanas pidiéndolo: quería un mago en su fiesta. Un mago alto y ceremonioso de sombrero de copa donde extraer conejos rosados y una varita mágica capaz de materializar todas sus fantasías. Quería un mago, simplemente un mago, que hiciera todos los trucos y encantamientos que le pidieran ella y sus amigos. Que desapareciera una silla. Que una nube blanca surgiera del suelo. Que los colores del arcoiris se deslizaran sobre la azotea de su casa. Que repartiera chocolatinas surgidas prodigiosamente de sus manos. A ver qué amigos podrían presumir de contar con un mago, un mago inequívoco, con su capa, sus guantes, su sombrero de copa y su varita mágica en su fiesta de cumpleaños. Ja. Los padres se afanaron para cumplir el deseo de su hija. Pero todos los magos estaban ocupados. “Están todos dedicados a la política ahora mismo”, les explicó burlonamente un amigo. Un payaso. Tendría que ser un payaso. El amigo conocía un payaso muy bueno que hacía reír por igual a los niños y a los padres y que invariablemente era despedido con grandes aplausos.
Ya comenzado el cumpleaños la niña recibió la mala noticia. No podría venir el mago, con su sombrero, su capa y su varita de encantamientos, pero en menos de una hora llegaría un payaso muy divertido. Lo pasarían todos muy bien. La niña refunfuñó críticamente. Exigía su puñetero mago. El amigo de la familia la tranquilizó: era un payaso, ciertamente, pero también sabía practicar trucos de magia que asombrarían a todos los invitados. La pibita lo miró con desconfianza, pero pareció aceptar una tregua. Unos minutos después, efectivamente, llegó el payaso. Un payaso canónico: gran nariz sobre el rostro pintarrajeado, enormes zapatones y una flor monstruosa en el ojal. Después de varios chistes y juegos, el payaso anunció que haría un truco de magia. “Es tan bonita la magia en la inocencia de los niños”, dijo. Tomó un saco y proclamó que extraería de su interior “algo asombroso, lo más difícil de encontrar del mundo, lo que todos sueñan y nadie consigue”. “¿Alguien sabe qué puede ser?”.
–¡Un castillo! –gritó un niño.
— ¡Un unicornio! – aulló otro.
— ¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Un trabajo! –grito un tercero.
— ¡Un trabajo! –corearon todos.
Los adultos se quedaron desencajados. El payaso no movió un músculo. Se hizo un silencio interminable en el que se podía escuchar cómo se le marchitaba la flor en el ojal. El payaso arrojó el saco y dijo lo que nunca se oye en los parlamentos:
— Tenías razón pequeña. No soy un mago. Solo soy un payaso.
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