Desde un punto de vista fáctico, y hablando en puridad, Mariano Rajoy ya no es presidente del Gobierno español. Mariano Rajoy es una suerte de testaferro que gestiona con su equipo un conjunto de políticas económicas y fiscales impuestas desde los órganos de dirección de la Unión Europea cuyo cumplimiento será supervisado periódica y sistemáticamente. Como es obvio, las Cortes tampoco legislan en sentido estricto: su principal cometido, en los próximos años, consistirán en la convalidación de los decretos-leyes que, por lo general con cierta urgencia, les remitirá el Ejecutivo. Como el presidente ya se abrasará bastante con su propia política, no menudeará sus visitas al Congreso de los Diputados a fin de evitar críticas, diatribas y sofocones superfluos. El proyecto de la UE supone una cesión de soberanía estatal a favor de instancias federales o confederales superiores; algo muy distinto es la intervención de una economía, que tiene como correlato inevitable una democracia intervenida. Una situación que, tal y como expone José Fernández-Albertos en su muy recomendable libro, parte del premeditado aislamiento de la política económica respecto a las demandas de la ciudadanía y nadie sabe dónde termina, aunque cabe sospechar que en ningún lugar demasiado salutífero para los principios democráticos y los derechos cívicos que han costado muchas décadas conquistar y consolidar.
Lo realmente terrible de esta circunstancia es que las fuerzas de resistencia ante semejante catástrofe parecen, para decirlo con suavidad, más bien exiguas. Ciertamente decenas de miles de personas recibieron en Madrid a los obreros del carbón, entre aplausos y piropos, pero uno comienza a sospechar que más que compromiso político en esas manifas se practica una catarsis colectiva sin efecto alguno en el curso de los acontecimientos. Luego media docena de idiotas provocan un incidente policial y los cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado ya tienen pretexto para soltar patadas y porrazos con una seña que, hace un par de años, hubiera supuesto una fulminante solicitud de dimisión del ministro del Interior. Sí, soy pesimista. Y cuando leo algunas de las alternativas que se plantean desde sensibilidades dizque de izquierdas mi pesimismo empieza a transformarse en desolación. Observen ustedes las propuestas de una Asociación de Inspectores Fiscales para aumentar la recaudación. Estos técnicos de buen corazón apuntan, por ejemplo, que la reducción de la economía sumergida “en diez puntos” supondría una recaudación fiscal de nada menos 38.577 millones de pesetas. Pero, hombre, hombre, si tú obligas a aflorar fiscalmente la economía sumergida, la mayoría de los negocios que reptan por esas alcantarillas se extinguirían. Porque la mayor parte de las actividades de la economía sumergida tienen ese margen de rentabilidad que las convierte en interesantes a sus desaprensivos muñidores, precisamente, en eludir cualquier responsabilidad tributaria. Con estos fantasiosos placebos nos consolamos mientras se construye a martillazos, sobre la espalda de la mayoría, un modelo social depredador, encanallado y brutal cuya legitimidad democrática se evapora entre telediario y telediario.