Una de las notas características más aterradoras del ambiente es constatar el despiste impotente, apocalíptico y a menudo estúpido de las izquierdas. No se aclaran. La reforma constitucional que a toda mecha frangollan PSOE y PP ha sido la ocasión para que el coro de gemidos, trompetas, aullidos e indignaciones alcanzara una dimensión tan paroxística como irrelevante. Básicamente los argumentos razonables contra la reforma son dos. Primero, el efervescente desprecio de sus muñidores hacia el consenso constitucional, sus propios militantes y la ciudadanía en su conjunto. No es jurídicamente obligatorio que una reforma constitucional sea votada en referendum, pero toda reforma constitucional debe ser diseñada y tramitada bajo la premisa política de un acuerdo constatablemente amplio que no se limite a las dos principales fuerzas parlamentarias de las Cortes: el canovismo, en el siglo XXI, no parece una doctrina aconsejable. Segundo, la reforma es, sustancialmente, muy poca cosa: de la propuesta hasta ahora conocida se deriva que el equilibrio presupuestario sólo será un mandato expreso cuando la economía marche más o menos bien, sobre la vía de un crecimiento aceptable, y el techo del gasto se concretará en una ley orgánica, cuya aprobación demanda mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. Habrá que esperar hasta el año 2020 para saber si el Gobierno de turno será capaz de cumplir – y cómo – el compromiso presupuestario y financiero que establezca la ley.
Esta pequeña aunque no insignificante nimiedad (dicha en plata: el Gobierno se compromete a no sobrepasar el gasto público fijado en una ley orgánica votada en las Cortes) no ha sido examinada por las izquierdas, sino directamente presentada como una hecatombe indescriptible. Si se le pregunta a numerosas lumbreras de la protesta callejera y la blogosfera indignada qué ocurre con los 50.000 millones de euros que deben las administraciones públicas a los proveedores de productos y servicios, 15.000 millones de los cuales se adeudan a microempresas y autónomos, se encogen de hombros y gritan ¡Keynes!, como antes se gritaba ¡Tierra y libertad!, y expectoran un pueril revoltillo de insensateces e impertinencias incapaces de incidir, teórica y prácticamente, en el mundo real. Las izquierdas no solo están perdiendo la batalla política, sino también la batalla cultural e ideológica, y mientras, por supuesto, al margen de los juegos de salón de Zapatero y Rajoy, todo amenaza con hundirse en los próximos cinco minutos.